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Pelear en este charco

por Jose Roberto Duque
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José Roberto Duque

A todos nos gusta señalar las contradicciones de los demás. Es un ejercicio reconfortante, placentero, que por lo general termina con nuestra autoestima en alto y la conciencia muy limpia, lista para evaluar al otro: “AQUÉL se contradice, miren sus incoherencias”. Después de esa sentencia por lo general hay una vocesita por allá dentro, a la que sí no le gusta dejarse escuchar en demasía. La vocesita dice: “En cambio YO no. Mis principios no se negocian”.

Habrá quien aguante una revisión a lo que ha hecho con su vida y la de los demás, y después la comparación con las cosas que anda diciendo/haciendo (declararse enemigo a muerte de Lorenzo Mendoza mientras se toma una fría, por ejemplo) cómo no. Como a cada quien le llega su momento, y a mí en particular me ha llegado muchas veces, procederé a hacer un ejercicio que ya hice antes: voy a exponer acá abajo alguna de mis más severas contradicciones, y cómo me las arreglo para permanecer de pie frente a ella.

Tiene que ver con la forma en que he entendido y procedido a defender procesos dentro de nuestro proceso histórico-político. Caso concreto: cómo es posible indignarse por la devastación de la naturaleza, del aire que respiramos y de los océanos ahogados en plástico, y al mismo tiempo seguir creyendo que ha sido un acierto del gobierno de Venezuela formular cuanto se formuló en 2017 bajo la denominación Arco Minero del Orinoco.

En vista de que ya dije cuanto tenía que decir al respecto (interesados, leer este artículo, y luego este otro) , y en vista de que ya me cansé de confirmar que los argumentos en contra del Arco Minero son en realidad argumentos contra la minería, y en esto no hay nada que discutir, entonces procedo a chapalear en un territorio mucho más importante para efectos del interés colectivo: por qué en un momento de sistemática devastación de nuestra atmósfera, de la vegetación y de las aguas por parte del modelo industrial capitalista, tiene sentido y cobra peculiar significación el derecho de Venezuela a defender y explotar sus recursos.

Iba a entrar en consideraciones acerca del microscópico daño al planeta que perpetra la actividad minera no petrolera en Venezuela, y a comparar ese daño con las heridas mortales, dantescas e irreversibles que los enemigos de nuestro país (y de toda la humanidad) han producido. Quisiera, y quiero, poner el acento en la diferencia que existe entre devastar selvas, aguas, seres vivos y materia respirable en busca de “crecimiento económico” y de “progreso”, y el acto de abrir unas minas y ampliar una frontera agrícola con el objeto de apenas vivir, sobrevivir a los ataques, mantener en el mínimo necesario de su funcionamiento la maquinaria vital de un país que necesita alimentar a sus ciudadanos. Pero como el público al que quiero dirigir mi alegato es una ciudadanía más necesitada de imágenes directas y respuestas cortas, realizaré mi ejercicio retórico con alguna metáfora o comparación. Algo de sicología inversa se agradece (a veces).

Supón que estás enfrascado en un combate a muerte contra un rival que te aventaja en lo esencial: recursos disponibles y fuerza bruta. Además, el combate se desarrolla en un charco infecto, lleno de la inmundicia que ha generado ese sujeto poderoso y terrible con quien te enfrentas. Te golpea, caes, logras avanzar unos pasos pero te vuelven a golpear, vuelves a caer. Echas mano a lo que hay en el entorno, y lo que hay en el entorno es materia inmunda: con eso mismo donde chapoteas y desenvuelves tu precaria defensa, con esa materia abominable debes continuar el combate.

Justo cuando te están castigando más duro, escuchas una voz que grita desde las tribunas: “¿Y este tipo no es defensor de la limpieza y la pulcritud? ¿Por qué no sacas tu pañuelo de seda y derrotas al monstruo con perfumes y buenos modales?”.

Debes defenderte, porque hay unos cuantos requisitos por cumplir rumbo al triunfo de la total limpieza y la transparente pulcritud, y uno de esos requisitos es permanecer con vida. El modelo capitalista industrial ha producido unas armas, un instrumental, unas sustancias, unos procesos no siempre limpios y no siempre dignos de la bendición de los puros. Hay que ir formando conciencias rumbo a la patria conuquera y agroecológica que disfrutarán o construirán las generaciones que vienen. Pero esta generación chapalea en un charco inmundo llamado ciudad industrial, en otro llamado agricultura intensiva y monocultivo, y en otro lodazal de espanto llamado combustibles fósiles, petroquímica y plásticos.

La resistencia y la resiliencia no consisten en intentar demostrar absoluta coherencia y sonrosada candidez mientras nos desmadran: resistir significa ir lidiando contra el paradigma que está en plena agonía, usando sus propias armas, mientras aseguramos y proclamamos que el otro mundo posible ya no admite más la inmolación ni el ostracismo de los débiles.

Ni ermitaños ni participantes de la celebración del consumismo: debemos ser los gérmenes del fenómeno que acabará algún día con un modelo criminal.

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