A días pocos días del mal sabor que nos dejó a todos ese fraude llamado Cumbre Mundial de Cambio Climático (COP26), queremos recordar que no todo está perdido. La humanidad avanza, no al paso que nos gustaría, pero avanza.
Quienes tenemos edad suficiente recordamos el escándalo que se armó a escala mundial por el descubrimiento de un inmenso hueco en la capa de ozono.
Los medios difundían informes apocalípticos sobre aquel agujero en la atmósfera que amenazaba con acabar la especie humana y toda forma de vida en el planeta tierra.
La mayoría sabíamos del ozono por crucigramas o por las lejanas clases de química y la famosa Tabla Periódica de los Elementos que debíamos aprender a manejar.
En 1974, Frank Sherwood Rowland y Mario Molina, un par de investigadores de la Universidad de California presentaron evidencia de que los espráis usados en las por entonces tan populares lacas para cabello y desodorantes aerosoles dañaban el ozono, un componente atmosférico que nos protege de los dañinos rayos ultravioleta.
Como era de esperarse, las gigantescas corporaciones químicas usaron todo su poder para descalificar el trabajo de los científicos. Particularmente Dupont, productora del 25% de productos que dañaban la capa de ozono, se dedicó a descalificar la evidencia con tremendismo tales como que el trabajo de los californianos era un “montón de basura” o una “absoluta idiotez”.
Pese a todo esto, la solidez del trabajo de Rowland y Molina –ganaron el premio Nobel de Química en 1995– incentivó la aparición de nuevas investigaciones y el consenso en torno a la urgente necesidad de tomar medidas fue mundial.
En 1985 se confirma con pruebas científicas incontrovertibles que existe un gran agujero en la capa de ozono en la Antártida y la relación directa de este con la presencia en la atmósfera de sustancias que agotan el ozono, especialmente clorofluorocarbonos.
Un año después varios países firmaron el Convenio de Viena para la protección de la capa de ozono.
De hecho, 1988 hasta Dupont anunció un plan a cinco años para reducir la producción de substancias que dañan la capa de ozono en la atmósfera.
El 16 de septiembre de 1987, un total 46 países adoptan el Protocolo de Montreal relativo a las sustancias que agotan la capa de ozono. El protocolo entró en vigencia en 1989, y una década después era el primer y único acuerdo ambiental de la ONU ratificado por todos los países del mundo. Sin dudad un hito en la historia de la defensa del medioambiente.
Hasta ahora podemos hablar de un final feliz, relativo claro está. Científicos de la NASA y la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica (NOAA, por sus siglas en inglés) informaban a finales de octubre sobre un agujero en la capa de ozono de la Antártida cuyas dimensiones superaban el tamaño de Norteamérica.
La buena noticia es que las medidas tomadas gracias al Protocolo de Montreal y convenios posteriores ha sido altamente efectiva. LA NOAA asegura que, si las concentraciones de cloro en la atmósfera fueran igual o parecidas a las de principios de este siglo, el agujero de ozono de este año sería de unos cuatro millones de kilómetros cuadrados, en las mismas condiciones climáticas.
Con total acierto Meg Seki, Secretaria Ejecutiva de la Secretaría del Ozono del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) afirma que “frente a la triple crisis planetaria –del clima, la biodiversidad y la contaminación—, el Protocolo de Montreal es uno de los mejores ejemplos que tenemos del resultado positivo y poderoso del multilateralismo”. La respuesta como siempre es seguir luchando, no hay alternativa, solo tenemos un planeta.