Pequeño homenaje, memoria y hasta luego a nuestro compañero, en su viaje
Rúkleman Soto
Si en su temprana juventud lo hubieran dejado subir al avión para estudiar cine en Cuba, nada entrañable podría decir yo ahora de Óscar Palacios (Caracas 25-07-1967/15-02-2022). Con seguridad su modo particular de ver el mundo habría legado varias secuencias memorables, pues tenía lo que necesita un director de talento: adaptabilidad, apertura, acuciosidad, curiosidad, agudeza, manejo de grupo. Pero entonces sería una figura más o menos lejana, tal vez mítica, que con su prematura desaparición estaría reventando redes de medios, de influencers y de destacados columnistas. En cambio, se desenvolvía con toda comodidad en un segundo y hasta tercer plano. Podría decirse, usando el lenguaje militante, que era un dirigente de cuadros, no de masas. El trabajo cerrado era su especialidad. En una analogía quizás más acorde, en lugar de una rutilante estrella de las pantallas, tendría el discreto encanto de un mesurado director.
Cuando todavía era adolescente concursó por una beca convocada en el CELARG, peleó su cupo a estudiantes de artes y gente del medio. Pasó un rudo examen, pero el comité seleccionador puso en duda el bagaje cinematográfico de aquel pelao que, procedente del empobrecido sur-oeste caraqueño, resultó ser uno de los tres seleccionados en tan elitesco certamen. ¿Cómo era posible? Cuenta Palacios que sus hermanas mayores coleccionaban unas revistas juveniles de moda y farándula, con gran circulación en los años ochenta. Lo que no sabían los sumos sacerdotes del jurado era que, la impresentable y popular revista “Coqueta”, muy lejos de estar a la altura de la célebre “Cahiers du Cinéma”, traía en sus páginas de relleno una sustanciosa columna dedicada al cine. Óscar devoraba esa sección con la pasión lectora que lo caracterizó siempre.
El boleto estaba al alcance de su mano, le tocaba especializarse en guion, pero optó por dirección, se fue a la goma y lo reventaron en home. Su lugar fue ocupado por alguien que “eligió” hacerse guionista porque las plazas reservadas para dirección habían sido copadas por los dos primeros finalistas. Se cumplía lo de siempre -digo yo- el muchacho, blanquito y todo, había salido de los bloques de Kennedy, en las inmediaciones de Las Adjuntas, así que bórralo. Luego vendría la escuela de Letras (UCV), abrazaría el mundo editorial y el periodismo, insistiría en dirigir, aunque no películas. Con el tiempo me tocaría dibujar o escribir bajo sus directrices en el semanario Temas Venezuela, en la página Web del PSUV y en otros proyectos. De esto hablamos en una visita que le hice en diciembre, cuando se las jugaba todas ante una enfermedad devastadora que lo postró, pero no pudo arrebatarle sus dotes de gran conversador.
En los últimos tiempos le costaba leer, pero escapaba del redoblado confinamiento buscando esas películas en las que se debate la existencia. Le propuse Madadayo (1993), no por casualidad la última obra de Akira Kurosawa, en la que el cineasta japonés rinde homenaje a la vida ante la cercanía de la muerte y en la que los entendidos creen encontrar su testamento artístico. Cada año unos estudiantes celebran el cumpleaños de Hyakken Uchida, su dilecto exprofesor universitario, con una ceremonia donde alzan sus cervezas desbordantes y gritan a coro: ¡Mada kai! (¿Estás listo para morir?). Uchida responde: ¡Madadayo! (No, aún no) y se trancan la gran pea. Como tiene que ser, porque hasta el último instante estaremos listos… para la vida.