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Monte y Culebra | Propagar (y no divulgar) con el verbo y la música del pueblo

por José Roberto Duque
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José Roberto Duque

Hace unos días participé en una experiencia “un poquito bastante” extraña; me invitaron a una jornada de formación en un campamento de jóvenes raperos en una playa de Anzoátegui, territorio casi despoblado al norte de Barcelona. Quince muchachos y dos muchachas de 18 a 21 años de edad, de los mejores verdugos venezolanos del freestyle y el combate de la palabra en clave de Hip Hop. Me invitaron a compartir con ellos algunos secretos de la creación literaria. Como yo no sé nada de literatura entonces me puse a hablarles de Historia (materia de la que tampoco sé mucho que se diga).

Me acompañaron dos hermanos de la vida, Erneso Cazal y Nelson Chávez; entre los tres jurungamos a esos jóvenes con temas disímiles donde se mezclaron la filosofía, los hitos de la historia patria, la conciencia de clase, la estructura de los versos del siglo de oro español versus la métrica de los combates de rap; la proxémica (lenguaje corporal del poder), el machismo y un par de cosas sobre identidad local. Los chamos replicaban, preguntaban, se asombraban de algunas cosas. Debatieron, jodieron, se hicieron los pendejos, y al cabo de unas seis horas de charla parece que agradecieron la conversa. Fin de la “clase”, hora de la parranda y la caña; en la cara se les notaba que no les había servido de mucho lo que les dijimos. Qué bolas, esa decisión de invitar a unos chamos jodedores con esas hormonas en ebullición, a la orilla de una playa desierta, para que escucharan a un poeta, medio escritor y un periodista. Parecía un castigo o penitencia.

Ya de noche, a mitad de la rumbita a orillas del mar, sobrevino la sorpresa. Los muchachos comenzaron a desfilar uno a uno frente a nosotros, los “profes”, y miren la batuqueada que nos echaron: cada uno a su manera, son sus palabras, con su flow y su palabra lúcida, nos recitaron punto por punto aquellas cosas que habíamos ido a informarles: la clase que somos, los referentes indígenas de nuestras luchas, Boves versus Bolívar, el lenguaje del cuerpo y las claves del discurso audiovisual (ay mi madre, la forma en que esos locos entendieron aquello del picado y el contrapicado para engrandecer o empequeñecer gente), los versos octosílabos y los alejandrinos, la dualidad ser-estar, formar parte o ser otro: toda la charla, desmenuzada en versos vertiginosos, y batiéndonos las manos en la cara, como indica la proxemia o proxémica que hay que batírselas a alguien para indicar quién es el que manda.

Y maldita sea la necesidad que tengo de hacer esta confesión: no registré en audio ni en video ninguna de esas líricas, porque andaba muy borracho y drogado y en el embeleso del Hip Hop no se me ocurrió ni la idea de sacar el teléfono para grabar (mala mía).

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No me han dejado de inquietar, tampoco, las palabras del profesor Alfonso Rodríguez, coordinador del Laboratorio de Materia Condensada de la ULA-Mérida, cuando evaluaba el proceso de desgaste y casi desactivación de la facultad de Ciencias: “Para levantar la próxima generación de científicos hay que buscar muchachos muy jóvenes, hay que volverlos a incentivar, hay que formarlos. Entre el bachillerato, la licenciatura y el grado pasan 15 años. Cumplido ese lapso ya tienes el muchacho formado, con el doctorado, pero todavía no ha empezado a trabajar: apenas empieza a aprender a hacer”. Quince años, solo para estimular a un buen número de ellos, y hacer lo que sea preciso para que no abandonen ese maratón (mejor que carrera), y tal vez en el año 2037 tengamos a los doctores en Física de esa generación, la que se está macerando justo ahora.

Da vértigo, porque la razón de ese diagnóstico es que más de 95 por ciento de los profesores y estudiantes de Ciencias han desertado, porque ya no pueden vivir de dar clases (en el primer caso) y porque acudir a clases dos o tres veces a la semana es una hazaña (en el segundo). ¿Cómo pensar en la Física y sus problemas cuando los problemas del día a día son más dolorosos y urgentes?

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Aferrémonos al dato: 15 años para formar la nueva generación de físicos y formadores de gente en el área de la Física; 2037 será el año del arranque. Pero ya va: eso es si empezamos ahora. ¿Si empezamos a qué? En primer lugar, a exorcizar el fantasma multigeneracional que ha llevado a las personas de todos los tiempos a tenerle terror a “Las tres María”. Luego a convencerlos de que la Ciencia es algo útil, importante y además divertido. Y por último, a crear las condiciones para que las Ciencias puedan enseñarse en nuevos o tradicionales espacios de formación.

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¿”Nuevos o tradicionales” espacios de formación? Sí, porque aunque la sociedad sigue considerando a la Universidad, y en general a la Academia, el ámbito por excelencia de certificación de aptitudes y conocimientos, va siendo hora de activar otros mecanismos para ese asunto de captar a niños y adolescentes en la aventura de la investigación científica. Alguien mencionó hace poco la necesidad de desarrollar espacios de formación de periodistas y comunicadores en el área, ya que, a fin de cuentas, los comunicadores son los presuntos encargados de comunicar con criterios de excelencia: vale.

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Así que hay una misión macro: popularizar la ciencia. Gabriela Jiménez, ministra de Ciencia y Tecnología, propuso en una clase magistral ante la Universidad Internacional de las Comunicaciones (UICOM) algunas ideas afines o alternas: la comunalización del conocimiento, como una de las rutas a seguir para “descolonizar, resistir y vencer”. Dijo: “Una comunicación-otra demanda ganar el territorio de los contenidos y romper con estereotipos de la comunicación de la estrategia colonial”. Propone, en modo apuesta crucial, una “Comunicación popular en clave decolonial”.

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Y en este punto llega al mero centro de una clave que parece solo lingüística, pero en realidad contiene la sustancia, la esencia y el espíritu de todo este rollo del cómo comunicar, a quién comunicar y qué comunicar. La ministra ha puesto sobre la mesa, con un retumbar de esos que estremecen las paredes, el siguiente asunto, aparentemente cosmético o anecdótico: “Lo popular quiere decir relación y condición del pueblo o pertenencia a él. Es decir: significa riqueza y diversidad cultural, lo común, lo compartido por la mayoría. Lo popular estigmatizado degrada simbólicamente a quienes lo constituyen, genera distorsiones en los imaginarios y agrava otras consecuencias culturales, en tanto proscribe y negativiza. Divulgar viene de esa idea de jerarquía (poner al alcance del vulgo, de la gente común y corriente). Hacer una comunicación popular no es sinónimo de ‘bajar el nivel’. Debe ser un diálogo con la diversidad”.

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Que haya sido una científica quien le haya otorgado categoría de foco de atención a semejante dato de los adentros de nuestro lenguaje (divulgar: hacerle un favor al vulgo) debería bastar para movernos en esa dirección: en vez de tratar al vulgo con esa especie de compasión judeocristiana, hay que entender que el vulgo, la gente del común (todos nosotros), es depositaria de los valores que tendemos a abandonar o segregar, por descuido o porque siempre es más de pinga citar a Chomsky que al viejo Luis Ramón Rivas, campesino de Barinas que dice lo mismo que el intelectual gringo, pero cuyo apellido no da tanto caché como mencionar al otro (o a Fukuoka para hablar de agriculturas, o al sabio Keshava Bhat para hablar de herbolaria).

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Propagar en vez de divulgar: el origen etimológico revela que propagar es extender por los pagos (campos y terrenos) las ramas o esquejes aptos para que crezcan especies comestibles. Propagar saberes pasa por absorber lo que esos pagos y territorios dejan también en el propagador: al llevar conocimiento a un territorio se recibe una buena dosis de lo mismo, de parte del pueblo creador-interlocutor.

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Este artículo es un buen ejemplo de lo que NO debe hacerse para propagar la noticia y el análisis de los asuntos que esta página quiere popularizar: regodearse en el lenguaje, hacer denso el discurso, complicar lo que puede y debe decirse de manera más sencilla. Ejemplo práctico: ¿por qué mother fucker usar el verbo “regodear”, si el verbo “revolcar” es mucho más potente, visual, ilustrativo y popular? ¿Por qué coño esa expresión anglosajona si ya antes se me ha leído usar otras sabrosas expresiones que significan lo mismo e incluso algo más?

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Ni reguetón ni discursos momificados; ni la gigantesca ladilla del buen Enrique Dussel ni el ladrido barato del Conde del Guácharo: hacer algo popular es impregnarlo de lo que tiene de pueblo, y la Ciencia lo tiene, lo mismo que la comunicación.

En la primera década de este siglo, con un Chávez desesperado ante lo que él mismo llamó “La falla tectónica de la Revolución” (nuestra incapacidad o extrema dificultad para difundir los logros de la Revolución, mientras el enemigo nos culpaba de todo lo malo) andábamos proponiendo y defendiendo el concepto Pueblo Comunicador: la gente sin formación académica desatada a comunicar ideas en su clave callejera, campesina, barrial, selvática y paramera; el pueblo apropiándose de las herramientas del periodismo y otras disciplinas, para lanzar contenidos a los vientos con su lenguaje llano y fácil de comprender.

En esta década va siendo hora de volver sobre aquellas premisas, porque volvemos a tropezarnos con el duende o síndrome macabro que quiere convencernos de una falacia: vuelve a imponerse el discurso pesado, artificialmente oscurecido para parecer críptico e importante. La ministra Gabriela propone, como contraparte, acudir a “nuestra sonoridad”, y a la ética y la estética de los pueblos. Así como hablamos, cantamos y musicalizamos el amor y la tragedia, así debería fluir nuestra comunicación para mostrar la Ciencia, libre de miedos y misterios. Y el acto de propagarla debería dirigirse a los muchachos, en primer lugar. Porque si no los convencemos de que hay cosas más divertidas e interesantes que “eso” que ofrece el discurso de las tecnologías de la desinformación, estaremos perdidos como pueblo, como clase, como país y como especie.

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