Gino González / Foto: Binyamin Mellish
Las virtudes universales del trabajo y la honestidad adornan muy bien cualquier discurso político. De allí que todos luchan contra la corrupción al igual que prometen y exigen “trabajo, trabajo y más trabajo”. ¡A trabajar! Esta consigna dignifica a cualquiera, nadie diría lo contrario sin el riesgo de ser sometido al escarnio.
El trabajo por sí solo nada aporta si la civilización en la cual se enmarca el mismo es la causa real de los males que aquejan a la sociedad.
Se trabaja y se ha trabajado para abarrotar a este país de plástico y concreto y de miles de electrodomésticos sin repuestos o para producir repuestos de corta duración que luego pasan a ser chatarra con las consecuencias por todos conocidas en el deterioro ambiental. Se ha trabajado para deforestar indiscriminadamente al monte. Trabajan el comerciante ladrón, el narcotraficante, el abogado corrompido y el asesino de campesinos. Exigirle más trabajo a un maestro castrador de la alegría o al policía agresor, es absurdo, al contrario, por nuestro propio bien, hay que pedirles menos trabajo.
Sin entrar en consideraciones sobre la honestidad, porque tan honesto es el ordeñador de una finca como también el ganadero, aunque éste último sea quien obtenga los mayores beneficios a costa del trabajo del primero, pero como es el dueño de las vacas… el trabajador en su honestidad debe sentir que pertenece a un país para sentir el deleite de trabajar por él.
El trabajo por sí solo, no es virtud. Se debe considerar el marco cultural del trabajo. Hacia allá se orientan los esfuerzos.
Recuerdo en el liceo las clases de Hamurabí Díaz (luego mi compadre), profesor de geografía económica, al señalar entre las causas del fracaso del comercio interno de una época, junto al Estado y a la falta de vías de penetración, la circunstancia de que poco había que venderle a nadie. Era el tiempo donde inexorablemente quien no trabajaba no comía. Había muy poco acceso al dinero.
Pienso en eso mientras observo la resistencia a otras alternativas para el pan, diferentes al trigo y al maíz.
Pienso en una niñez de abuelos conuqueros en donde la carencia muy poco estuvo relacionada con el alimento.
Quítele a aquellos tiempos la miseria a la que nos sometieron gobiernos burgueses y vende patria y conserve la sabiduría de una cultura productiva.
Pensemos en eso cuando compramos lo que podríamos producir o sustituir con otra cosa.
Si aquella Venezuela mayoritariamente campesina, hubiese contado con el suficiente incentivo y apoyo de servicios públicos, así como un mejor acceso a la tierra, esta patria fuese maravillosamente conuquera.
En qué momento nos convertimos en unos inútiles y vulgares consumidores, y más terrible aun, que dicha conducta sea envidiable. Se elogia a quien más compra y quien produce o inventa pasa desapercibido. ¿No deberíamos sentir vergüenza al depender exclusivamente de la industria?
Cuando trabajé como maestro de escuela y se rieron de un niño al decir que quería ser conuquero como su abuelo, comprendí que las cosas iban mal. Ya el consumo de refrescos (mala costumbre, por cierto, que tenemos en Venezuela de llamar a las gaseosas) iba suprimiendo a los jugos naturales, los toldos a los árboles y no se tuvo la mínima idea de qué se consume, pues el menú y otros gustos los imponía la publicidad capitalista.
Una vida poética y sabia es aquella que entiende y siente la maravilla de ser más libre en la medida que menos se compra. Quien siente el gozo de consumir un ají o un tomate tomado de su jardín o unos huevos del gallinero de la casa, sabe lo que es la alegría. Toda persona que resuelva problemas a partir de su creatividad ha de ser digna de elogio, más en un tiempo donde la industria capitalista y su mercado te vende las soluciones, para lo cual también promueve tu inutilidad y la pérdida de la inventiva característica de los pueblos.
Pero tampoco exclusivamente sembrar por hambre o inventar por la carencia, ambicionando tener dinero en abundancia para comprarlo todo. Eso no tiene gracia, no es poesía.