El capitalismo industrial produce, esencialmente, basura. Suavícese o humanícese la palabra (desechos, desperdicios) lo cierto es que la sociedad del «progreso» se las arregló para que todo en el planeta sea producido y usado en provecho de unos propietarios y luego arrojado a la naturaleza o a las calles (de donde irán a parar tarde o temprano a la naturaleza).
En la categoría «basura» que nos han impuesto entra todo lo que es susceptible de utilización y posterior desechado. Desechos: objetos de inmediata o más o menos prolongada obsolescencia, excluidos, ancianos jubilados, presos, enfermos, lumpen de todo pelaje, diletantes varios; animales en exhibición o abandonados, productos corporales, agua contaminada, escombros y cadáveres de la guerra; metales y sustancias tóxicas, espectáculos olvidables y decadentes.
Nos han acostumbrado a que todo tiene una «vida útil», y cuando no se consigue en el mercado entonces ya es basura y está mal visto seguir usándola.
Noventa por ciento por ciento de la «basura» doméstica y comercial, esa que uno ve normalmente en los containers, rellenos sanitarios y compactadoras; en los camiones y en las calles donde todavía no ha pasado el camión; en los lechos de los ríos, orillas de las playas, montañas, sabanas, océanos; noventa por ciento de esos objetos y materiales desechados está compuesto por envases (botellas, cajas, bolsas, cajones) de vidrio, plástico, papel, cartón, madera). Peculiaridad del capitalismo: se esmera en vendernos hasta el envase donde viene la mercancía (que también es basura).
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Decíamos por allá arriba que la sociedad del progreso capitalista industrial ha convertido el desechar en una de sus misiones fundamentales, y que a esa lógica que todo lo exprime para después proceder a defecarlo no escapamos nosotros, los seres humanos. Uno de los rituales más asquerosos y humillantes de la sociedad del “progreso” es la que jubila a las personas cuando apenas alcanzan o despuntan los 60 años de edad. La jubilación se les vende a los trabajadores como si fuera un regalo, un reconocimiento del Estado o la empresa para que esa persona que se acostumbró por décadas a ejercer una función se vaya a su casa, presuntamente a descansar.
En la vida real, el mensaje intrínseco que recibe un jubilado cuando se le ordena que se largue a su casa, a su rancho o al coñísimo, es que ya cumplió su período de «vida útil» y entonces ahora se le está dando el mismo tratamiento que a las botellas de plástico: ya me serviste, ahora te lanzo al Guaire del olvido y del adiós, viejo güevón.
A causa de esto puede verse en las ciudades el espectáculo insólito y triste de unos «ancianos» humildes de 60-65 años, deprimidos, súbitamente enfermos y solitarios; seres entregados al ocio improductivo, al alcohol o al ostracismo, destruidos en su autoestima porque el sistema le está indicando que si no llegó a patrón o a dueño no sirve para nada. Pero también se encuentra uno con casos maravillosos y extraordinarios, sobre todo en los campos, de personas que están activas y esplendorosas en su fuerza física y mental porque tal vez fueron utilizadas por explotadores pero nunca se jubilaron de la vida: del trabajo para sí mismos, de la labor con las manos, del moverse y caminar así sea para disfrutar del aire puro y sembrar y cuidar alguna mata.
Otra gesta pendiente: la que reconsidera y resignifica el sentido y la función social del trabajo, que debe ser para la gente y no para el amo o corporación que se aprovecha del esfuerzo de nosotros, esclavos desechables.