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Un molino de 1848, una técnica milenaria y una calidad humana de otros tiempos

por José Roberto Duque
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Una mujer y un grupo de obreros rehabilitaron una obra de ingeniería preindustrial en la carretera del páramo, a punta de paciencia e ingenio. Arte, inteligencia y trabajo rudo mantienen con vida este dispositivo, que produce mejores resultados que los aparatos más recientes. Si quisieran (y si les hiciera falta) el movimiento del aparato pudiera proporcionarles energía eléctrica

José Roberto Duque / Fotos: Candi Moncada

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Tenía tiempo perturbándome el sueño y las ganas ese aviso, en una curva culebrera a la salida de San Rafael de Mucuchíes: “Bienvenidos, molino de piedra del año 1848. Activo”. Pocos kilómetros más arriba, en Apartaderos, otro pariente de éste, semiescondido en una calle que bordea un célebre expendio de toda clase de fiambres (Embutidos el Águila, publicidad gratis) informa en una pared que data de 1849. Y mucho más abajo, el que parece ser el patriarca del ramo, al menos en lo que respecta a la orilla de la carretera, despliega un letrero que asegura que fue fundado en 1843. A este último entré hace unos cuatro años, sin mucho ánimo reporteril. Un guía turístico te recibe, te echa unos cuentos, te muestra el mecanismo (que ya no está en funcionamiento) y te largas después de pagar una cuota equis. Nada más burdeleramente anticlimático que un museo privado: hay cosas que si tienes que pagarlas ya no valen la pena.

Pero el letrero de ese de San Rafael decía o dice que estaba activo. En diciembre de 2021, durante otra incursión, pude pararme unos minutos y preguntar por el señor que molía cereal ahí. Me dijo Humberto, un señor que atiende una venta de artesanías justo al lado, que por ahí andaba el molinero, pero que el molino lo estaban reparando justo en ese momento. Lo cual era una noticia maravillosa: como mi interés era llegarle hasta el fondo de las entrañas al aparato y a su historia, nada mejor que verlo desarmado, desnudo en sus secretos mecánicos más profundos. Entraña es entraña: se conocen mejor los humanos y las máquinas cuando están abiertos y al descampado.

Pero justo ese día andaba con el tiempo prestado de la prisa de otros, arreado por el timonel del carro, y no pude presenciar el prodigio. Ya vendrían nuevas situaciones. Y esas nuevas situaciones vinieron.

Miento: fuimos por ellas.

Arriba, el cereal a punto de caer; abajo, la piedra tallada girando para la molienda

De una a otra generación, y a otra, y a otra

La actual propietaria del molino es Ana Siria Álvarez, hija del anterior dueño, Francisco Álvarez. Éste se la compró en los años 40 del siglo pasado a Avelino Villarreal; de ahí hacia atrás la cadena de propietarios de hace difusa entre testimonios y documentos. Villarreal lo recibió en hipoteca de un caballero cuyo nombre, seguramente estampado en algún documento del siglo XIX, ya no lo recuerda la familia. Lo cierto es que el año de construcción de esta reliquia, ícono cultural del páramo, es 1848. Estos datos los proporciona Zulay Sánchez, hija de Ana Siria.

Llegados a este siglo, y ante la irrupción de los molinos eléctricos (primero) y la dura crisis de 2015-2019 (más recientemente), a lo que se sumó un desborde del río Chama que destruyó una parte importante de la toma de agua que mueve al dispositivo, el molino dejó de prestar sus servicios. La señora Ana Siria Álvarez contrató obreros en la zona para ponerlo nuevamente en marcha.

Y entonces entra en escena Isidro Mora, tecnólogo popular y actual obrero en funciones del molino.

Este Isidro nos recibió, por fin, humilde y colaborador, y se mostró dispuesto a responder cualquier cosa que se nos ofreciera. “Cualquier cosa”, para alguien que tiene años detrás de una historia, puede significar una enorme molestia para un entrevistado que tiene cosas más importantes que hacer en la vida que explicar en qué consiste su oficio.

Pero el hombre, un caballero nacido en 1963, y a quien los rasgos timotes se le aferran al rostro como una araña de muchas centurias, se armó de esa paciencia glacial con que deben moverse todos los seres humanos cuando viven a más de 3 mil metros de altura, y terminó regalándonos una larga y conmovedora clase teórico-práctica de construcción, de física, de destrezas para la artesanía, de humildad, de coraje, de pensamiento alterno, de buen humor y de historia. Todo esto, mientras nos mostraba paso a paso cómo funcionaba ese artilugio, que tiene tantos ancestros indígenas como del pueblo español (y del pueblo árabe, y el romano, y de ahí para atrás varios escalones de la especie).

En la parte trasera de la casa

Hay que pedirle prestado un brazo al río

Bajamos desde la carretera hasta una casita pequeña. En la sala principal, a la que hay que entrar por una puerta pequeñita, se encuentra la dupla de piedras de moler. La de abajo, fija; la de arriba, móvil; la llaman “voladora”, es la que gira; deben medir unos 75 centímetros de diámetro. En viejas moliendas y museos las hay mucho más grandes. Pero el tamaño no importa; Isidro calcula que cada una debe pesar más de 200 kilos.

Hay un implemento de difícil descripción y de suma importancia en todo el dispositivo. A simple vista es solo un montón de tablas y tablitas de distinto grosor. Y cuando uno lo observa bien queda confirmado: es un montón de tablitas de distinto grosor. Lo llaman “templador”; esas tablitas son cuñas que sostienen la piedra “voladora” mediante un entramado invisible de poleas, y son las que determinan la altura o la distancia exacta, de milímetros, que separa la piedra de arriba de la de abajo. No cumple bien su función el molino si las piedras están muy juntas o muy separadas; hay una graduación precisa que permite que la harina salga con el grosor adecuado.

Ya veremos cómo y con qué se mueve la pesada rueda.

El hombre saca un bastidor grande, lo cuelga de una viga del techo, extrae de un saco unos envases de trigo crudo en su concha, tal como queda después de la cosecha, y vacía el cereal encima del bastidor. Lo agita para colarlo; aparta la concha a un lado y el cereal limpio cae en el piso. Luego deposita el grano en un recipiente grande en forma de pirámide invertida, suspendido encima de las piedras. Un sombrero roto le sirve de embudo; el trigo va a caer en él hacia el centro o eje de las piedras, y unas canales van a mover el trigo hacia el mínimo espacio donde esas ruedas centenarias (centenarias las ruedas esculpidas por personas; ve tú a saber de cuántos millones de años de edad las piedras) se rozan. Ahora solo hay que poner a girar la “voladora”, la piedra de arriba. Isidro anuncia que “Ya van a ver cómo hacemos para mover esta joda”.

El bastidor

Nos lleva a la parte trasera de la casa, en la que aparece una especie de cueva forrada de piedras. Dentro de ella, un aparato rústico y más o menos indescifrable, del que Isidro anuncia con orgullo: “Este lo hice yo mismo. El que tenía antes ya estaba muy comido por el agua. Yo nunca había hecho eso, pero me puse a tallarlo igualito al que había antes, nada iba a perder. Le puse estas cucharas (las aspas) y lo monté aquí donde estaba el otro. Lo demás fue limpiar la zanja de palos y tierra que tenía para que pudiera pasar el agua”.

Era poco más de la una de la tarde, cuando dio la orden: “Ahora se vienen conmigo a abrir la toma. Cuando regresemos aquí, porai a las seis de la tarde, van a ver cómo se mueve”. Nos hubiera asustado, pero su propia carcajada borró el chiste.

No se nos pasó por alto el nombre que acababa de mencionar Isidro: la toma. La comunidad más cercana a San Rafael, enrumbando hacia abajo, se llama así, La Toma. Indagamos brevemente a ver si la toma del molino le había dado el nombre a esa comunidad, pero no pudimos confirmarlo.

No fueron cinco horas de camino, pero sí hubo que caminar unos 150 metros desde la casa hasta un borde del río Chama, que a esas alturas baja torrentoso aunque no con tanto caudal como más abajo (por supuesto). Isidro se metió por un matorral espinoso y levantó una compuerta. Y ocurrió la simple y obvia maravilla que ha ocurrido durante siglos de historia humana.

A la izquierda, la zanja, acueducto o acequia que lleva agua al molino; al centro, el río chama; al fondo a la izquierda, la casa donde reposa el molino (fotograma de video. Cámara, Lheorana González)

El río prestó un buen chorro de su caudal y fue a alimentar una zanja, acequia o canal construido por algún ingenioso ingeniero popular borrado por la historia. Por momentos, el recurso o ingenio parece una reminiscencia de los viejos acueductos romanos. El agua recorre esos 150 metros hasta llegar a un costado de la casa, y allí una pendiente la hace bajar hasta que entra por el túnel de piedra, y justo antes de salir para regresar a su río padre, o madre, golpea las cucharas y el mecanismo artesanal tallado por Isidro, y arriba la voladora, fijada por un eje a este ingenio, comenzó su labor: rueda contra rueda, el acto crucial de moler, allá arriba en la habitación pequeñita.

Hecha la demostración, nos acompañamos otro rato mientras la voladora seguía moliendo encima de su compañera inerte. El mecanismo seguirá girando hasta que Isidro vuelva a caminar los 150 metros y cierre la compuerta (la toma).

El templador

¿Y si a alguien se le ocurriera poner un dinamo o turbina aprovechando ese moviviento giratorio, no se obtendría electricidad (energía cinética convertida en energía eléctrica)? Sí, se obtendría.

La generosidad, un par de secretos y las simples aspiraciones

Moler un saco de trigo (50 kilos) puede tardar con este mecanismo toda una noche, o varias horas del día. El cereal cae lentamente; se recomienda no arrojar al molino grandes cantidades, porque las piedras destruyen el grano de mala manera y no queda con la textura adecuada. 

El servicio se paga así: por cada 50 kilos que lleva el agricultor, el molino se queda con 8, “por la maquila”, dice el obrero. Isidro duda unos segundos cuando le preguntamos cuánto cuesta un kilo de esa harina criolla, y después responde: “Seis”. ¿Seis dólares? “No señor, seis bolívares” (al cambio del día, algo así como 0,70 de dólar).

Comenta que con los molinos eléctricos la labor es mucho más rápida, “pero eso queda quemao, porque el molino es de metal”. La nobleza de la piedra, una de cuyas virtudes es la lentitud, produce una harina limpia, aunque salpicada de conchas del cereal (fibra). Quienes saben de amasar harina de trigo dieron su veredicto: se puede amasar sin que se te pegue de las manos, y su alquimia produce panes y arepas de buena calidad.

La entrada de la casa

La conversa se desvió un par de veces hacia algunos objetos que permanecen en la casita. Por ejemplo, un trabuco, especie de escopeta robusta de cañón corto, con la que se suele quemar pólvora entre grandes estruendos en las fiestas de San Benito. Isidro confesó que le pagó una singular promesa al santo durante siete años: le pidió que le permitiera quemarle pólvora durante esos siete años consecutivos. Solamente eso. El santo se lo permitió, y el devoto se llevó un premio nada desdeñable: al cabo de tanta fiesta y tanto tiro tronado a los cielos, no perdió ni un solo dedo (hay devotos o simples borrachos que terminan mutilados por hacer las cosas sin veneración y sin destreza, solo por el placer de hacer rugir el artificio de pólvora).

De pronto, en la voz de ese campesino montañés, fluyó la clase de física, de mecánica de los fluidos: “Es mejor moler de noche porque rinde más. Esto es porque el agua es más fría y más pesada”.

¿Cómo es la vaina?

“En el día, como le pega el sol, el agua viene ‘boba’ y mueve más lento el molino. Pero en la noche, con el frío, esas aspas se mueven más rápido porque el agua pesa más. Haga la prueba: ponga un vaso de agua tibia y péselo. Deje enfriar el agua y vuélvala a pesar pa que vea que pesa más”.

El dispositivo que gira con el agua, con sus aspas o cucharas. Arriba, el eje que mueve la piedra «voladora» dentro de la casa

A Sebastián Gómez, un adolescente que escuchó la sentencia, la explicación le recordó alguna clase o tutorial, y dijo que sí, en efecto, tenía toda la pertinencia y la lógica. Luego, en la ciudad de Mérida, quisimos confirmar esta hipótesis o ley con dos señores físicos de la ULA (Gonzalo Sánchez y Pedro Grima), y ambos dijeron que sí, cómo no, que es un hecho muchas veces comprobado.

Al final de la visita quisimos dejarle algún obsequio a Isidro, por el largo rato que nos había dedicado. Se nos adelantó: nos regaló una buena porción de aquella harina. Le compramos otro poco más, le obsequiamos un chimó trujillano. Poca cosa; de todas formas nunca nada logrará que le paguemos con justicia a Isidro Mora esa experiencia.

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