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La fascinación juvenil por la muerte

por José Roberto Duque
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He leído análisis que defienden la tesis de que la guerra es, esencialmente, un juego de varones jóvenes. No podía ser de otra forma: la energía corporal y la estimulación o deformación social de un par de instintos hacen que el macho emergente salga a cualquier variante de la jungla a destronar al que viene en declive o le hace competencia, y estas coreografías no pueden terminar sino con la destrucción física de otros machos. A la programación biológica se le suman algunos ingredientes como el patriotismo, el chovinismo, la xenofobia, el racismo y la promesa de buenos ingresos, y ahí tienes, en pleno funcionamiento, una fábrica de criminales.

La industria de la matanza de seres humanos entendió ese mecanismo hace siglos, convirtió en ritual periódico el reclutamiento y entrenamiento de jóvenes (“efectivos”, los llaman) y lo perfeccionó en el siglo de las grandes conflagraciones mundiales.

La niñez es un territorio donde deberían gobernar la ternura y la candidez, y en la mayoría de las culturas pareciera que así se cumple y así funciona. Pero hay un momento, una frontera, un punto de quiebre en la señalización biológica de la especie (de las especies, en realidad, pero como somos fatalmente humanistas…) en que el inefable Barney es sustituido bruscamente en las preferencias del muchacho por cualquier Tiranosaurio Rex o artefacto de escupir fuego o triturar adversarios.

Los niños traspasan ese umbral y en el lenguaje comúnmente aceptado decimos que pasan a ser adolescentes. Pero la mutación de niño a pre-adulto es mucho más dramática que el simple cambio del ropaje fenotípico.

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Por mucho que tengamos la misión y las ganas de culpar de todo a los yanquis, a Hollywood y a los videojuegos, lo cierto es que las transformaciones se operan primero que nada en los niveles celulares de la materia corporal, en la danza de enzimas y reacciones que de pronto empujan al macho en busca de (al menos) dos misiones: preñar hembras y entrar en furiosa competencia con sus iguales, que cierto atavismo identifica primeramente como rivales, a pesar de ese otro impulso que es la cohesión clánica. Nos defendemos como miembros de un clan, pero dentro del clan hay confrontaciones por el liderazgo. Nada que no suene demasiado familiar.

Por supuesto que hay catalizadores de la violencia y por supuesto que no es desdeñable el papel de la industria del entretenimiento en esa materia. Los espectáculos más exitosos son los más violentos y sangrientos. Cuando el boxeo se convirtió en un juego de bailarines ya la industria tenía un sustituto: UFC, MMA, las luchas sin cuartel de las artes marciales mixtas. Ver a dos hombres despedazándose enardece, alborota la euforia de las masas hasta niveles que cualquiera creería sepultados desde el circo romano.

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Pero hay una clave en la palabra que designa estos ceremoniales de la destrucción de personas: eso se llama espectáculo, y “espectáculo” tiene la misma raíz de “espejo”. Lo que nos emociona en la pantalla tarde o temprano tendrá un reflejo, adorar héroes violentos nos estimula el lado violento, más temprano o más tarde. El espectáculo que nos enardece y nos encarniza es un reflejo de lo que somos, en el fondo o en la superficie.

«El deber de un soldado no es morir por la patria, sino hacer que el enemigo muera por la suya»

En el párrafo de arriba «salió» al combate una referencia crucial: encarnizamiento. Carne refiere al alimento y también al acto de matar (a veces para comer, a veces para castigar o agredir por odio o por placer, a veces para divertir a multitudes sedientas de sangre). El elemento bisagra en estos violentísimos rituales que son comer y pelear es la carne. No existe mejor sinónimo de «comer» que «matar»; para que un ser vivo obtenga energía (se alimente) es preciso que otros mueran. Y para reproducirse es necesario y deseable también que la cosa ocurra con intervención del elemento violento. El sexo que vale la pena es el que trae algo de ímpetu sanguinario.

¿Cómo se concilia todo esto con el acto brutal o aparentemente incivilizado de agredir a otro, caerle a tiros o a coñazos? Busquen en Youtube la pelea entre Wilfredo Gómez y Guadalupe Pintor, 3 de diciembre de 1982. Eso es encarnizamiento. Recuerde ahora el momento memorable en que usted se encontró con el mayor objeto de sus anhelos corporales y hormonales: eso también es ser encarnizado. Lo mismo que las muchas batallas y matanzas individuales o colectivas de la historia humana.

Obra de jóvenes, obra de gente enardecida.

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Hay procesos civilizatorios que dejan fluir ese llamado secreto de las explosiones hormonales, otros aplican mecanismos de control moral y legal que obligan a reprimir eso que se ha dado en llamar “los impulsos primarios” o primitivos. Las sociedades avanzan, evolucionan y mejoran en la medida en que los individuos machos, por conciencia genuina o por miedo a represalias, dejan de someter y poseer a las niñas, asesinar para comer o por mera competencia varonil.

Pero hay otros procesos (ya tú identificarás cuáles) que, en lugar de reprimir o controlar, potencian y redirigen esos impulsos con fines de exaltación de un modelo, nacionalidad o sistema; ser criminal es bueno siempre que las víctimas sean del bando de allá. La noción “patria”, obra de patriarcas, se defiende con violencia, testosterona y muerte.

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Insisto en que no es nuevo el impulso ni reciente el descubrimiento de ese mecanismo. Los niños o jóvenes han participado en las guerras de todos los tiempos. Ya en La Iliada queda constancia de la mortandad e inmolación de varones muy jóvenes, y también en la historia de las campañas militares: niños en las guerras de todos los continentes incluyendo el nuestro, muchachos matándose a machete, a lanza y a fusil en nuestra independencia (la edad promedio de los generales de la Batalla de Carabobo no llegaba a 35 años, y ni hablemos de los soldados), niños y jóvenes fueron masacrados por miles en la terrible fase final de la persecución contra Solano López.

Cráneo de algún combatiente de la Roma antigua. Desaparecida la carne, quedaron la calavera y la «gloria» representada en dorado laurel

Un día antes de Carabobo la arenga patriota más tenebrosa indicaba, palabras más, palabras menos, que quien saliera vivo de la escaramuza era sospechoso de cobardía. El Negro Primero, Ambrosio Plaza y otros colosos de esa estatura se lo tomaron en serio y murieron ahí, después de matar a varios que tal vez pensaban lo mismo. Y no era verdad: la grandeza no reside en el acto concluyente de dejarse matar. «El deber de un soldado no es morir por la patria, sino hacer que el enemigo muera por la suya», dijo un general gringo un siglo y pico después.

Pero a lo que iba en un principio era a lo siguiente: ese impulso que nos lleva a buscar aventuras violentas y emociones fuertes funciona igual en esa edad explosiva para el sexo desenfrenado y también para la búsqueda de lo que no se nos ha perdido. Es un mismo motor, un mismo factor o combustible; nos lanzamos a las travesías más locas porque ya el cuerpo (y también la propaganda) nos indican que hay que ponerle emoción, jugar con el peligro, desafiar la sensatez y la cordura, para cumplir con el rol del sujeto pujante que no se conforma con la serena búsqueda de la tranquilidad.

Ha muerto la ternura: si todas las advertencias indican que es peligroso y probablemente mortal intentar cruzar la selva del Darién, pues para allá me lanzo. Porque mi cuerpo, y una propaganda irresponsable, me indican que si allá está la muerte allá debo ir a desafiarla. El cuerpo me dice que hay aventura, la propaganda dice que hay tigres, caimanes, ríos furiosos, asesinos esperando. La gente que cruza el Darién no está huyendo de nada ni buscando ningún destino promisorio: está buscando la aventura de su vida, y termina siendo utilizada por los mercaderes de la tragedia.

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1 comentario

María Elena Blanco 4 octubre 2022 - 07:51

Los que van al Dairén, lo hacen como una especie de turismo de aventura que busca superar el peligro para decir luego; «viste soy un duro, si pude» claro, si es que pueden superar la aventurilla, y todo ello es aprovechado por los que impulsan ese tipo de show para hacer política.
Excelente, sin desperdicio.

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