Mi sister Esmeralda Torres me regaló una Brother, máquina de escribir portátil. En el acto de entrega, otra pequeña sister nombrada Mariana Ruiz Oviedo declaró no haber escrito nunca en una bicha de esas. Mariana nació y creció en la era de las computadoras, aunque también entre libros y palabras: ella desciende de (y asciende desde) Ana María Oviedo y Leonardo Ruiz Tirado, familia pródiga en letras. La animamos a que la probara, a que escribiera algo ahí en un humilde papelito. Lo mejor del regalo de Esmeralda va siendo, entonces, un viaje en el tiempo: de cuando había gente que no sabía cómo saltar a la línea de abajo y había que decirle «dale a la palanquita». «¡Con esa mano no, con la otra!».
El encuentro de Mariana con este personaje de otras etapas de la historia fue un pugilato entre paradigmas: la delicada suavidad del acto de tocar una letra para que aparezca en pantalla no resultó, porque las teclas de antes necesitaban (necesitan) coñacitos más fuertes, y la pantalla no existía. La recompensa de esa inversión extra de energía dactilar salta a la vista: el tecleo se plasma directo en la hoja de papel: escribes y ya tienes tu material impreso.
Esmeralda aportó otra clave olvidada: “Y si metes dos o tres hojas con papel carbón intercalado ahí tienes ya dos o tres ejemplares”.
El breve ejercicio o poema que escribió Mariana en la máquina es un alegato o dictamen generacional. Pudiera titularse «Mi encuentro con el dinosaurio». Dice, en caracteres atropellados y borrosos, como corresponde a cualquier desconcierto:

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Cuando empecé a cobrar por escribir en periódicos (El Universal, 1990), todavía los redactores escribíamos en máquinas portátiles. Dos años después me mudé a otro diario, que se llamaba 2001, porque a sus dueños el nombre les sonaba futurista, y viví el revuelo de una revolución o transición tecnológica: desde los románticos aparatos hasta unas computadoras Mac cúbicas en las que, increíblemente, no había que hacer nada para saltar de una línea a otra. Tú escribes sin mirar la pantalla si no te provoca, y la bicha salta a la línea siguiente cuando la línea actual se acaba (aquí), sin que te dieras cuenta. Esto decretó la muerte o el anacronismo de la palanca y del rodillo.
En aquel momento en que las empresas editoriales decidieron actualizarse tecnológicamente, mucha gente se resistió al cambio, como era obvio. Otras (en su mayoría las más jóvenes, obviamente también) le entraron a la novedad con curiosidad y entusiasmo. Pero los viejos redactores se negaron a cambiar sus métodos y artefactos, así tan fácil.
Un periodista de la vieja guardia, llamado Ángel Mentado (Macayapa), que para entonces rondaba los 80 años de edad, se atrevió a intentarlo con los nuevos aparatos. Contrario a lo que sucedió con Mariana 30 años más tarde, el hombre le metió tales coñazos a las teclas que lo mandaron a parar entre carcajadas y algún regaño cordial, “Loco, vas a joder el teclado”. Macayapa decretó el fracaso de esas computadoras y exigió que le siguieran recibiendo sus textos escritos en papel. La jefatura de redacción aceptó el pedido con encomiable indulgencia, y esto sirvió para mantener en su cargo a unos señores cuya función también estaba recibiendo una dosis del veneno mortal del cambio de época: los transcriptores.
Poco a poco o violentamente los periódicos fueron renovando su arsenal, las redacciones adoptaron cuanto sistema o paquete les fue vendiendo la industria de las llamadas nuevas tecnologías, y he aquí que vamos olvidando o convirtiendo en tema para la nostalgia aquellos dispositivos de donde provienen estos de ahora.
Después de haber vivido apagones eléctricos, provocados o inevitables, y después de haber padecido la angustia del corte temporal de los servicios de internet, no parece haber otra conclusión sino la que siempre ha sonado como vainas de viejos y mentes anticuadas: haríamos bien en volver a masificar el uso de las técnicas y herramientas manuales que no requieren de tanta parafernalia electrónica, sofisticada e invisible.

En este momento, Internet funciona y te pone a volar (eslogan nada gratuito). Pero Internet es posible gracias a un montón de cables y servidores físicos sobre cuya vulnerabilidad casi nadie suele hablar, porque es mejor (dicen) creer que todo va a ser cada vez más avanzado y, con el tiempo, indestructible. Los anticuados de siempre seguiremos creyendo que el futuro nos depara una vuelta de emergencia al esténcil, la litografía y las viejas formas de plasmar imágenes y palabras escritas. En cualquier caso, haríamos bien en no permitir que esos procesos y artefactos queden sepultados para siempre.
Anoten: los vamos a necesitar, por las mismas razones por las que hoy necesitamos más bicicletas y tracción a sangre.
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Post data 1. Anoche estuve matando fiebre con mi máquina portátil, como lo hacía en mi juventud. Al principio no noté el detalle, que se convirtió en protagonista cuando los vecinos apagaron sus aparatos de sonido: escribir en máquinas portátiles genera un ruido del carajo. Así eran mis madrugadas de hacer tareas y parir relatos, crónicas y libros. El mundo andaba pendiente de otras cosas y eso del tac tac tac tac-tatataracatá-plin era una rana cantora más. Anotaré el momento en que los vecinos me manden a callar o me denuncien por el grupo de wassap.
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Post data 2. Decía por allá arriba que la palanca y el rodillo de las viejas máquinas portátiles cayeron en desuso. Esto sentenció también el fin el de la campanita; en las portátiles, un “plin” te indicaba que se acercaba el momento de abandonar una línea de escritura para continuar en la de abajo. Escalofriante metáfora; mientras más avanzamos más vamos bajando hacia el final de la página. Esta es la época maldita en la que el “plin” viene cargado de inundaciones, guerras, triunfo de la mentira y una música de mierda, producto fecal de la sociedad en que nos convirtieron.