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Editorial | Venezuela en la CELAC: el sacudón necesario

por La Inventadera
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El acto de convocar a un grupo de personas, grupos o Estados en estos términos: “Vamos a hacer una (o La) Revolución”, contiene un dato tan recio, tan perturbador y concluyente que, dependiendo del interlocutor que reciba sus anuncios y convocatorias, puede generar automáticamente tres reacciones o estados mentales.

  1. La emoción, el enardecimiento y la pasión que genera el comprenderlo y aceptarlo como reto;
  2. La apatía, producto del no comprenderlo, o el muy triste haber entendido y, sin embargo, haber adoptado el modo “…ese no es mi problema, mejor que lo hagan otros”;
  3. La alerta o la alarma del que se siente amenazado, producto del comprender de qué se trata y declararnos enemigos, amenazas inusuales y etcétera.

En esta casa, La Inventadera, andamos en modo “1”. En primer lugar porque durante 15 años escuchamos, entendimos y acompañamos militantemente al comandante Hugo Chávez. Y ahora, en este preciso instante, porque hemos presenciado la intervención de la compañera Gabriela Jiménez en un encuentro de la CELAC en Argentina, específicamente, en un evento denominado Reunión de Ministros, Ministras y Altas Autoridades en Ciencia, Tecnología e Innovación de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac). Esto ocurrió ayer (19 de octubre de 2022).

La vocería de nuestro país no ha ido allá a adaptarse al molde formal estandarizado consistente en sujetarse a un discurso ya conocido y agotado, sino a proponer que llevemos a cabo una ruptura drástica, y de paso urgente, con la forma en que hemos venido pensando y funcionando como pueblos y como países.

¿Por qué? Porque el diseño de ese “modo”, de esa “lógica”, de esa “racionalidad”, de ese modelo “civilizatorio” y ese sistema de pensamiento y acción, son una ruta hacia la destrucción. Porque consiste en la depredación violenta del entorno y de todo lo que vive en el entorno, y por lo tanto propende a la devastación de lo que nos sustenta. Y además esa lógica, esa racionalidad y esa forma de relacionarnos con el planeta no nos pertenecen, sino que nos fueron impuestos.

¿Quién nos lo impuso?

Una hegemonía que se la impuso a todo el planeta hace más de cinco siglos, y que ahora está en debacle, en crisis sistémica. Los artífices del barco que se hunde nos quieren exigir que sigamos tratando de hacer flotar a ese barco. Pero el barco no tiene salvación. Y en ese barco estamos montados todos los seres humanos y unas cuantas especies más.

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De acuerdo con la lógica conservadora, timorata, perezosa o temerosa de los cambios profundos, es necesario perfeccionar lo que ya se demostró que no funciona (la racionalidad, el modelo científico y tecnológico y el paradigma sintetizado en el capitalismo), en lugar de crear un nuevo modelo.

En sentido diametralmente opuesto, Gabriela (Venezuela) le propuso a la comunidad de países latinoamericanos y caribeños una ruta que ya había formulado Simón Rodríguez hace dos siglos, y Hugo Chávez a comienzos del que transcurre. Una ruta que hemos perdido de vista varias veces: “La ciencia nuestra debe ser capaz de tener una epistemología, una práctica y una espiritualidad propias. Debe ser una ciencia para la vida”. No seguir copiando modelos fracasados, sino inventarnos unos nacidos aquí y que funcionen aquí. Y “aquí”, en el actual estado de cosas convulso y de decadencia de los valores esenciales para un vivir en armonía, viene a ser toda la biósfera y lo que de ella mana y depende.

Ese chorro de agua fresca proviene de un país que en las últimas semanas tiene pocos motivos para relacionar la abundancia de agua con la frescura: país duramente castigado en todos sus flancos vitales, país empeñado en construir para la vida

La más importante es que esa audaz declaración o intervención venezolana ante la comunidad continental, que tal vez hayamos oído muchas veces en labios de echadores de consignas, ahora ha sido dicha y formulada como una posición de Estado. Y quienes la proponen (Nicolás Maduro como jefe de la Revolución y Gabriela como su ejecutante más autorizada, porque es científica y porque tiene las responsabilidades que tiene) están en el lugar y en el momento precisos para echar a andar transformaciones así de radicales.

Es muy de pueblos bravíos despertar y hacer despertar a otros a fuerza de sacudones y de estallidos. Pero hay que saber dónde estallar; que cualquier amigo pasado de tragos diga algunas cosas duras y subidas de tono contra la academia y su anquilosamiento, puede que tenga algún mérito y algún efecto que se disipará horas después junto con los vapores etílicos. Pero que una científica egresada de esa academia se exprese en los siguientes términos (transcripción de una entrevista informal con Gabriela Jiménez) da para pensar que se está produciendo una dislocación de grueso calibre “por allá arriba”:

Nosotros hablamos de investigación participativa cuando trabajamos con las comunidades, por ejemplo. ¿Y qué significa eso? Que la comunidad es investigadora pero también es sujeto de la investigación, a diferencia del método eurocentrista, en el que usted en la investigación, o yo como investigadora, no soy sujeto de la investigación, yo redacto en tercera persona. La investigación es un objeto ajeno, aislado, en el que mi subjetividad, mi espiritualidad, mi pasión, mi alegría, mi tristeza no interactúa con ese proceso de investigación.

(Nos hacen regir por un esquema en el que) la investigación tiene que ser objetiva. Pero en un proyecto comunitario, cuando la comunidad es el actor de la investigación, pero también es sujeto del problema y es sujeto de la solución, ¿por qué tú le vas a exigir que no se relacione con el proceso de investigación? ¿Por qué no puede sentir amor, o por qué no puede sentir dolor cuando investiga? ¿Por qué no puede formar parte del proceso de investigación?

Entonces deshumanizan la ciencia y eso es el punto de honor. No podemos deshumanizar la ciencia porque lo que hace la ciencia son los humanos. Es un proceso profundamente humano como la comunicación, como el amor, como la guerra, son procesos humanos. No voy a decir ni buenos ni malos, no les voy a colocar adjetivos, entonces no puedes deshumanizar la ciencia, porque al deshumanizar la ciencia pierde el objetivo: el acto reflexivo del pensamiento crítico.

Insistimos: que un borracho en un bar grite a todo pulmón que el paradigma iniciado por la Ilustración y detonado por la Revolución Industrial se ha agotado, puede ser un evento olvidable. Pero que un país asediado como el nuestro haya ido a Argentina a estremecer las conciencias, declarando que “Una agenda común para la ciencia y la tecnología de la región debe considerar una racionalidad para la vida, con método, metodología y metódica propias, y con su propia estética, su verdad y su historia”, es un recordatorio de que estamos en (otra) Revolución. Y un anuncio de que, si ese discurso está siendo adoptado por los responsables de las políticas en ciencia y tecnología, es un chorro de agua fresca en una región que es sede de la mayor biodiversidad, de agua y de recursos del continente. Ese chorro de agua fresca, por cierto, proviene de un país que en las últimas semanas tiene pocos motivos para relacionar la abundancia de agua con la frescura: país duramente castigado en todos sus flancos vitales, país empeñado en construir para la vida.

“La ciencia nuestra debe superar los desafíos de la orientación y la promoción de vocaciones y la cultura de la innovación en nuestros jóvenes”. Lo ha dicho la responsable de convertir esas palabras en acción, en el país de los Semilleros Científicos y del salto adelante de los tratamientos con células madre.

Apartarnos de un paradigma se dice fácil, pero se ejecuta lenta, laboriosamente. ¿Cómo logras vencer un “modo” impuesto en el que incluso a muchos de los rebelados les sigue pareciendo que hacer las cosas según la norma convencional es lo cómodo, lo pragmático y lo realista?

En Venezuela tenemos poco más de 20 años refiriéndonos a nuestro proceso histórico actual, inaugurado o elevado a categoría de praxis real, desde el pueblo y desde el Estado, como Revolución. Venezuela es un país inmerso en un proceso revolucionario, aunque no pocas veces parezca que se nos olvidan o se nos pierden algunas claves y nos paramos un buen rato a mirar para los lados, arriba y abajo, atrás y adelante, con la actitud de los extraviados: ¿qué fue lo que vine a hacer aquí? ¿De qué era que nos hablaba hace 15 o 20 años el propulsor de la Revolución, o qué es lo que estamos haciendo?

Pasa en las mejores y en las peores familias: siempre hace falta y es necesario volver a la raíz, al origen, a nuestro estallido fundamental, al episodio que explica por qué y cómo estamos donde estamos. Esta semana, en la que se cumple un año más del nacimiento de Simón Rodríguez, será una buena ocasión para hacer el ejercicio.

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