A los cinco años, en 1940, quedó fascinada con un telar y con la forma en que una señora lo ponía en movimiento. A los veinte, esa señora le vendió el telar. A sus 87, en 2022, La Inventadera la vio trabajar en ese mismo telar casi centenario
Nelson Chávez Herrera / Fotos: Candi Moncada
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Una lluvia menuda acompaña la lenta caída de la noche sobre Mucuchíes. Recorremos un angosto callejón hasta la pequeña casa en cuyo recibidor trabaja un joven tejedor. En el cuarto de fondo encontramos a la maestra Margarita Mora; al vernos levanta la vista del tejido. Son pasadas las siete de la noche y todavía está sentada frente a su telar, tejiendo pacientemente una cobija.
Su primera frase ante el motivo manifiesto de nuestra visita es: “Ya como que estoy cansada de contar”. Nos reímos. Ella se ríe. Margarita es maestra en todos los procesos del tejido tradicional con lana de oveja. Cada pieza suya es única. Desde que aprendió, ella misma esquila, lava, escarmina, hila, tiñe, teje.
Sobre el papel del tejido, incluso del vestido en los pueblos mucus, chamas, cuicas y timotes, pocos hallazgos nos ofrecen los más connotados trabajos de investigación históriográfica, antropológicos, arqueológicos. En relatos de los cronistas de Indias se menciona la presencia de figuras humanas hechas de algodón, como ofrenda a las divinidades cuicas, lana en algunos rituales de mohanería. Los telares y las ovejas, aparentemente, fueron traídos por la colonización extranjera. Antes de ese hecho histórico, sin embargo, para los pueblos indígenas del páramo, tejer o usar mantas de algodón debió ser cuestión de supervivencia.

Como en la bajada de San Rafael, San Isidro o San Benito, el culto al dios Che o el descenso de Arco y Arca, las tradiciones indígena y colonial del tejido nos llegan entremezcladas, sincretizadas, vivas en las manos de tejedoras y tejedores como Juan Felix Sánchez, Epifania Gil, María Sulbarán, Guillermo Sánchez, Yolanda Araujo, Enedina Sánchez, María Luisa Parra, Luis Gonzalo Espinoza, Dora Sánchez y nuestra célebre entrevistada, Margarita Mora.
Una infancia dura, de mucha pobreza
Margarita Mora Castillo nació en Mitivivó, en 1935. Hija de Bernardo Mora (agricultor) y Rita Isabel Castillo (agricultora), las manos de Cándida Pérez, recordada partera de estos páramos, la trajeron al mundo. Sesenta años lleva tejiendo, relacionada con el arte mucho más: “…criando ovejas, desde los siete años en adelante, porque en la casa mi papá tenía ovejas. Yo les ayudaba a asistir las ovejas, amarraditas por allá, en Mitivivó”.

La temperatura en los años treinta del siglo pasado se calcula entre tres y cinco grados por debajo de la temperatura actual. Las noches podían ser de cinco grados bajo cero o menores, el padre y la madre de Margarita, sin tierra propia para sembrar, jornaleaban. Ninguno era tejedor, pero tenían familia tejedora.
“Mamá lo que hacía era preparar la lana, papá le ayudaba a hilar con un mechón de resina que hacían. En el día se iban a la agricultura los dos y a mí me dejaban escarminando la lana pa’ tenela para ellos en la noche hilarla, porque ella se comprometía a hilale la lana a los tejedores, a los tíos míos, Maximiliano Castillo y Eduardo Castillo. Ellos le decían que necesitaban la lana y ella, como tenía las ovejas: tusaba las ovejas, lavaba la lana, preparaba la lana y se la vendía”.
A los siete años la dejaban responsable de escarminar dos libras de lana que “…tenía que tenéselas en la noche cuando ella llegaba, y el café de tomar, molido en piedra. Ella llegaba, hacía la cena, cenábamos y se ponía a hilar la lana, y mi papá sentadito alante de ella, asistiéndole con los mechos de resina de frailejón, pa’ poder ver, porque en esos tiempos no había luz eléctrica, lo que había era lámpara de querosén”.

El aroma del frailejón ondea en el aire de Mitivivó y entre sus lanosas hojas “…crece una resina que se pone negra cuando cuaja”. El papá de Margarita la recolectaba, la llevaba hasta la casa por marusadas. “Eso era pa’ alumbrar. En un platillo hacían la fogata de esa resina, prendían dos, cuando se iban a acabar ya ponían otras dos. Así pa’ poder ver hilar. Cuando terminaban de hilar esa lana se acostaban, puai a la una, dos de la mañana, pa’ volvese a ir a las ocho pal trabajo”.
El salario de su papá y su mamá, recuerda, era de un bolívar diario, jornaleando desde las ocho de la mañana hasta las seis de la tarde y les daban el almuerzo.
“Mamá tuvo once muchachos, pero de los once no se le criaron sino tres, los otros se murieron pequeñitos, porque entonces había una enfermedad que le daba a los niños de bronquitis, y como no había ni hospital…”.
El encuentro de su maestro
Con su mamá aprendió a a tusar las ovejas, a preparar la lana, pero quien le enseñó a tejer fue el padre de crianza de su esposo, Juan Pedro Rangel, un maestro tejedor oriundo de Llano El Hato. “Luis Gonzalo Espinoza se llamaba él, que era el suegro, yo fui a hablale pa’ que me tejiera una ruana pal esposo y me dijo ‘¡venga, téjala pa’ que aprenda a tejer!”.

El maestro hallado le enseñó a urdir el tejido con tres estacas y en telar, a colocar la lana en los plegadores, a armar los diseños, a abrir las hebras de arriba y de abajo de la urdimbre oprimiendo un pedal, a pasar la cañuela con la lana por entre los hilos, a cambiar de pedal para tramar, a recoger o juntar las hebras del tejido con los peines, y cuando la cobija estaba hecha, a rematarle los bordes con aguja.
Aprendió a tejer como la gente de antes y con la gente de antes. “Esa gente tejía muy, muy bien”.
La manera de teñir la lana en el tejido tradicional es con tintes naturales, con plantas, y así aprendió Margarita. “Habían señoras que pintaban con raicita. Una raíz que no la hay aquí, la hay es por allá, pa’ los lados de Mucupis, Torondoy. De por allá la recogían y la traían, un señor Pedro, que aquí lo llamaban Pedro Raicita, porque él se venía de por allá con la raicita, de Torondoy. Estaba la barba e’ piedra y la raicita, había añil, ojito y el amarillo. El añil era azul, la raicita era rojita (bermeja), la barba e’ piedra se llama una mata que hay en las piedras, es amarillita, la hay en el páramo y da el mismo color de la raicita”.

Según su relato, hasta hace poco vivía en Mucuchíes una señora de nombre Estefanía, que preparaba esos tintes naturales, pero ella ya no está. Tampoco Pedro Raicita, quien desapareció en el tiempo.
Margarita ahora tiñe con eucalipto redondo, barba e’ piedra, miji, amor seco, uvito (morado) y uña de gato (amarillo bije). Para hacerlo se escarmina la lana, se hila, se hacen madejitas, estas se hierven con la mata que se va a teñir, se le pone un poco de vinagre al agua para fijar el color y luego las madejas de lana se secan al sol.
El eucalipto da un amarillito no muy rojito, el mijey da un amarillito pollito, el amor seco da un amarillo más encendido. El amor seco es una mata que cuando seca da un espinero negro que se le pega uno a la ropa, el miji es otra matica similar al amor seco, pero esa no tiene espinas. Con eso es que yo tiño. A mi la papeleta no me gusta, yo no tiño con papeleta, no me gusta porque eso destiñe. Este trabajo, después de que yo lo hago, yo lo lavo, pa’ entregalo. Antonces, cuando yo lavo eso se me mancha y no me sirve pa’ vendelo. Yo no uso eso. Por eso la gente, los que me compran, me buscan a mi, porque yo no tiño con eso.

El encuentro de su telar
El querer hacerle una ruana al esposo le reveló a su maestro. Un mandado hecho a su mamá para ir a buscarle a la partera cuando estaba en la dieta (cuarentena) de uno de sus hermanitos sobreviviente, la llevó a encontrar su telar.
“Este telar era de una señora de los Picuyes. Tenía yo cinco años cuando me mandó mamá a hacer un mandado a los Picuyes, que allá es donde vivía la partera. Como estaba en dieta de Rosendo, ella tenía que ir pa’ allá, pa’ que la asistiera. Entonces me mandó que fuera donde Patricia a hacer un mandado y llegué y encontré a la señora Patricia tejiendo, y me puse a mirala, ¡y me pareció tan bonito, como tejía esa señora!, y le digo ay, ¿a cuándo me enseña a tejer? Me dijo ‘ay, hija, cuando esté más grande, porque usted todavía no puede tejer. Cuando esté más grande le dice a su mamá que la traiga pa’ enseñala’. Y antonces le dije: yo sí puedo, le voy a decir a mamá que me deje venir pa’ que me enseñe. Me dijo ‘no, su mamá no la va a dejar venir, pero cuando te más grande viene, pa’ que aprenda, y le vendo el telar’”.

¡Pues dicho y hecho! A los veinte años iba yo pa’ San Rafael, y tenía que pasar por la casa de la señora. Ella estaba en el portón y me dijo «¡Le voy a vender el telar! Ahora sí le voy a vender el telar porque yo ya no tejo». Y me fui y le dije a mi papá, y mi papá me dijo, «¿cuánto pide la señora?». Y le dije cien bolívares, con un pedacito de tela que tiene. Me dice: «¡mañana!, mañana se levanta de mañana porque vamos a traer el telar!». Dije, pero yo no tengo cobres, ya era yo casada, yo no tengo plata pa’ compralo. Dijo «Mañana vamos a traer el telar», me dice. Y nos fuimos con el caballo y trajimos el telar, él llevaba los cien bolívares pa’ comprarlo.
Desde ese día Margarita usa ese telar. El mismo telar de madera donde la encontramos sentada tejiendo. “Yo estimo tanto mi telar. Ya esta todo chareto de tanto trasladalo pa’ donde quiera que voy, pero es un recuerdo que mi papá me dejó”.
Durante varios años Margarita Mora con su amiga Dora Sánchez enseñaron en una escuela de artes de Mucuchíes, todas las técnicas del proceso del tejido con lana de oveja. Varias personas aprendieron a tusar las ovejas, preparar la lana, tejer. El punto está en que continúen con el oficio, por gusto, arte, o por la urgencia de tratar de subsistir con esto.

De los nietos de Margarita, dos saben tejer, aprendieron todas las técnicas con su abuela. Antoni Daniel era quien estaba tejiendo una cobija esa noche en la sala; Fabián no estaba, pero como trabaja en agruicultura y va seguido al campo, es quien le busca a su abuela las maticas para hacer los tintes naturales.
Nuestra maestra tiene su casita, pequeña, acogedora, en buen estado. Las demás necesidades o carencias procura satisfacerlas todavía con su trabajo. En eso de trabajar sin tregua por la subsistencia lleva más de ochenta años y aún lo hace con alegría, con dulzura, con una sonrisa que enamora a quien la visite. Nos pasó. Nos enamoramos de Margarita Mora…


