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Ser o no ser digitales. Apuntes para no enredarnos (más)

por José Roberto Duque
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El sistema más antiguo del que se tiene noticias para contar u organizar las cuentas es duodecimal (tiene su base en el número 12). Hace 4 mil años, y tal vez más, los sumerios tenían un año de 12 meses, confeccionado a partir de unos rudimentos de observación astronómica que los llevaron a fragmentar en 12 partes (de donde provienen los resolvedores o molestosos, pero en todo caso famosos, signos del zodíaco) el firmamento visible. Doce horas tenía un día y doce la noche. Más adelante hubo que dividir también la hora y desde entonces es norma que esa división sea en 60 minutos (5 veces 12). Tal vez el éxito milenario de la hora dividida en minutos tenga que ver también con algo de lo que sumerios y babilonios dejaron constancia: 60 veces (poco más, poco menos) es lo que un corazón sereno hace “tuc-tuc” en un minuto: latidos por segundo. Los mesopotámicos pensaban con el cerebro y con el corazón.

Pero antes de todo eso tuvieron que contar con los dedos. De esas culturas proviene cierto ritual corporal que todavía sobrevive en algunos pueblos, que es el contar, no dedo por dedo, sino falange por falange. Ejercicio práctico: abre tu mano derecha y ponla con la palma frente a tus ojos. Con el dedo pulgar ve tocando cada falange, como indica la gráfica:

Digital: lo que se hace con los dedos o forma parte de ellos. Ese es el origen de la palabra y su significado primordial. ¿Te parece casual que esa sea la misma posición que asumimos ahora para ejecutar el más cotidiano y repetido movimiento corporal en las ciudades de este tiempo? Al revisar el teléfono no estamos haciendo nada nuevo sino regresando 4 milenios en el tiempo de las coreografías ceremoniales del cuerpo.

Con los siglos, el modelo civilizatorio occidental buscó y rebuscó en procura de simplificación, y dio con el número 10. Juan Villoro lo dijo de manera genial: “Es más cómodo asir el 10 y sus múltiplos. Manos en el tiempo: décadas”.

Nos olvidamos de las falanges pero no logramos renunciar a los dedos. Somos digitales; ancestral, inevitable y violentamente digitales. La industria de las tecnologías de la información lo tuvieron claro siempre. Y acá nos tienen, atrapados en un fenómeno actual cuyo origen son los primeros intentos de organización mental de la especie.

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Pero no hemos venido a hacernos los pendejos. Ser digital en el siglo XXI es mucho más complejo, perverso y peligroso que lo que revela la nostalgia de un presunto origen antropológico o etimológico. Ser digitales hoy es estar atados de manos y cerebro a un sistema de captura de la energía cerebral (y eléctrica, y fósil, y emocional) donde el juego de la seducción y la alienación lo va ganando por amplia ventaja la frivolidad, cuando no se le adelanta el crimen.

A propósito del libro “Capitalismo y cibercontrol”, desde Venezuela se ha lanzado a la calle un aspecto de las luchas planetarias contra la dominación y el aplastamiento ideológico, un llamado desesperado que Gabriela Jiménez ha resumido bajo el llamado a debatir “…el derecho a no ser digitales”. Renunciar a esa forma de degeneración de la clave ancestral basada en el uso de las manos adquiere una potente forma de rebelión si nos atenemos a dos aspectos, por ahora: el tiempo/acción productivo y el tiempo/acto del entretenimiento. Cada hora del día dedicada al aprendizaje y el ejercitar de un oficio (trabajar con las manos, esos artefactos donde vienen incrustados los dedos) es tiempo victorioso frente a la norma que nos empuja a dedicarle todo esfuerzo, tiempo y atención al aparato de secuestrarnos, abstraernos de nuestras capacidades y posibilidades físicas.

¿Y qué hay del entretenimiento y la creación? No olvidar que en el hermoso universo de la música, “digitación” sigue significando usar los dedos para sacarles melodías a los instrumentos de cuerdas.

En cualquier caso: ¿nos arrimamos sin defensas a la digitalidad del siglo XXI o empezamos a gritar algo tan obvio como que hay cosas que es preciso dejar de hacer con los dedos, porque es infinitamente mejor hacerlas con otras parte del cuerpo?

Algo que también es extremadamente bueno del mundo digital es la masificación de claves y alegatos en contra de la propia «digitalidad del siglo XXI». El meme no tan nuevo, pero monumental: «Decir ‘¡ganamos!’ al terminar el partido de fútbol es como decir ‘¡culeamos!’ cuando vemos pornografía».

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¿Y qué hay de nosotros, los trabajadores del verbo y la palabra, del mensaje y la discusión por estas vías? Resulta obvio que somos la primera línea de un nudo o telaraña de batallas donde tenemos alguna tarea. Empieza el partido o la batalla y ya llevamos una derrota: aceptamos pelear en un territorio que diseñó el enemigo, y por lo tanto es imposible que el enemigo se deje derrotar en él. Cuando alguien está a punto de violentar el mecanismo que pudiera garantizar alguna victoria recibe un escarmiento monstruoso. Debería acuñarse algún verbo que designe lo que les está ocurriendo a Snowden y Assange por tratar de hacerle trampas a un sistema tramposo.

Acabo de conversar con los participantes de un diplomado de narrativa, donde discutimos y practicamos la crónica como género y como misión. Les he propuesto a los compañeros que no cedamos a la tentación de suscribir lo dicho por Umberto Eco: decía el pobre sabio que las redes sociales son nefastas porque están llenas de imbéciles con el mismo derecho de hablar que tiene alguien con premio Nobel. Creo que si algo bueno tienen las redes es que no son el reino de los viejos verdes y aburridos como Umberto Eco. Hay gente publicando cosas maravillosas, piezas de arte, literatura y otras disciplinas, que dan un respiro y dejan un mensaje importante: no todo está putrefacto, no todo es sumisión total al nuevo canon que nos invita a aquietarnos y estupidizarnos.

También nos queda como consuelo o motivación la invitación a discutir el «para qué». Estamos secuestrados en este territorio fabricado por los malos (nada que no haya planteado The Matrix en todos sus vericuetos); entonces, ¿qué haremos mientras estemos aquí? ¿Dejarnos embelesar por el llamado a la inacción o dedicarnos aunque sea a propagar dudas, a conspirar hasta encontrar formas de escapar total o temporalmente a la red?

Tal vez seamos los gérmenes, a veces resistentes y a veces no tanto, de una enfermedad que habrá de liquidar al enemigo digital que nos empuja a ser digitales. Tal vez sólo logremos un par de acciones o gestos más inútiles que quijotescos. Pero tal vez no. No sé si va siendo hora de desenredarnos (separarnos de las redes) o de enredarnos más para mejor conspirar desde adentro. Se aceptan sugerencias.

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