¿Es aún la vida en el campo aquello que soñábamos quienes nos fuimos huyendo de las ciudades?
Comenzandito este 2023 pasé frente a la casa de un vecino donde una familia que no es del lugar pasaba los días festivos. Habían dejado tres enormes bolsas de basura afuera y los perros las abrieron. Platos de anime volaban como frisbees por la montaña. Docenas de botellas plásticas rodaban y las colillas de cigarrillos amenazaban con regarse sin freno por doquier. Mi madre y yo tomamos unos guantes y fuimos al rescate. Mientras hacía esto reflexionaba acerca de cuán distintos son los hábitos de esas personas a los nuestros. Con el dinero de toda esa coca cola, descartables y comida chatarra, ¿cuántos frutos secos, frutas frescas y hortalizas hubiera comprado yo?
Me vi como Ratón de Campo, el personaje de una de mis fábulas de Esopo favoritas, pero esta vez los papeles se cruzaron y la ciudad, como el felino del cuento, parece perseguirme. Una ratona que sólo quería vivir en el campo, terminó como Ratón de Ciudad recogiendo las sobras del festín, que en el siglo XXI resulta ser el polietileno “reusable” del capitalismo.
Todo este drama del plástico me llevó a indagar un poco acerca de quién nos echaría esa tremenda vaina. Una cosa parecida, pero con compuestos orgánicos y alcanfor, se la debemos a un inglés de apellido Parkers (1862). Pero no fue sino hasta entrado el siglo XX que el estadounidense John W. Hyatt halló la fórmula del celuloide con su inmediata aplicación a la fotografía. De allí el término «celuloide» aplicado al séptimo arte. Tristemente, cinéfilos, cinéfilas.
Después más gringos (¿cuándo no?), continuaron investigando, dando como resultado «el exitazo del siglo»: la invención del nylon. Y hasta premios Nobel ganaron por tan ominosas investigaciones.
Paradójicamente mientras más conocimiento tenemos sobre ecología y hábitos sanos, más cuesta arriba se nos hace aplicarlos. Inquietantes sensaciones nos embargan cuando, impotentes, sentimos que nuestra vida toma velocidades vertiginosas. El ritmo de trabajo y las responsabilidades no se comparan incluso a cuando empleábamos muchas horas en el tráfico en traslados a las oficinas. En medio de una crisis climática el colapso de este sistema nos arroja por un voladero.
Todo aumenta, -amén de la devaluación más reciente-, todo menos el tiempo. Tiempo para sembrar, cuidar (nos), encontrarnos, cuidar de la siembra, cosechar y disfrutar de alimento de buena calidad, entre otros hábitos saludables que requieren del apreciado arcano.

Nada nuevo bajo el sol. Pero desde la pandemia del covid 19, es como si se hubiera abierto un portal diabólico por el que entramos en una distopía, la cual, por cierto, parece haber sido vaticinada por las películas hollywoodenses que veíamos en el cine continuado en los 90. Tiempos aquellos en los que éramos tan jóvenes que términos como cambio climático y superpoblación eran temas abstractos de los libros de textos y motivo de risa para padres y madres cuando nos escuchaban decir con el cabello sobre los ojos: “yo por eso no tendré hijos”.
Lo cierto es que la mayoría, capa de ozono rota o no, terminamos, no solo con los hijos, las hijas, los perros, los gatos, las casas y con unos mamotretos de vida que no dejan más huella de carbón porque la abuela no parió. Y la parsimonia se convirtió en un lujo (¿o un derecho?) que perdimos del todo.
Tres anécdotas de fin de año traigo a colación:
En una visita relámpago a casa de mi prima, -ya no hay tiempo para las visitas de verdad- quien vive en Caracas, tiene 30 años, una hija de 5, pareja y tres trabajos; vi en su armario un arsenal de aceites esenciales. Mencionó que por las noches embadurnaba a su familia con el de lavanda y diciendo textualmente: “todo el mundo a dormir, dormir, dormir…”
Otro tanto después miré un reel de fin de año de una psicóloga española a quien sigo. Su deseo para este nuevo año: “…que tengamos un buen sueño”. Según ella, España está a la cabeza en el consumo de benzodiacepinas y psicotrópicos. Dice: “…una sociedad que se tenga que drogar para dormir no puede estar bien”.
Por último, el 29 de diciembre hablé por teléfono con mi compadre quien vive en el mismo municipio que yo y a quien no veo desde hace más de un año. Le mencionaba que al día siguiente iba cerca de su casa a hacer unas compras y que si tenía “tiempo” lo visitaba. Le comenté que no sabía si era cierto eso que decían, que el planeta estaba girando más rápido y por eso el tiempo no nos alcanzaba. Ante lo cual mi compadre, quien es médico de familia, dijo: “¡Nooo comadre!, eso es pura mentira. Eso se llama ansiedad. El mal de esta era. Todo el mundo anda como si lo estuvieran persiguiendo dos locos cayéndole a pedradas… Nadie se toma un café con calma, nadie espera tres segundos que el cerebro del conductor que tiene enfrente reaccione ante el cambio de la luz, sin antes no reventar la corneta”.
La psicóloga en cuestión reclamaba que se debía “exigir” un sistema laboral y social que “no nos machaque”, que podamos levantarnos y acostarnos todos los días sin necesidad de drogarnos y que, de paso, no veamos eso como una “superambición”, sino como un derecho. Un punto que me pareció importante de su reflexión es que lo que resulta la norma, no tenemos por qué normalizarlo.
Pero me pregunto: ¿exigirle a quién? Las manos de los amos del mundo, aunque tengan muchos pelos son invisibles y se han convertido en dueñas de nuestro tiempo.
Con el arribo del Internet y la telefonía móvil la explotación laboral llegó hasta los sitios más alejados. La lógica de la ciudad está invadiendo hasta las aldeas y parajes más rurales. Aquella bonita costumbre de la visita, sin más, es cada vez más rara e inalcanzable. Vemos a la gente querida cuando tenemos que pedirle un favor o hacer una “diligencia”. La ilusión de libertad por no cumplir horarios de trabajo se está apareciendo como un gran monstruo que nos consume y las obligaciones laborales son como los cojines sobre el sofá o alfombras en los rincones más acogedores de nuestras casas. Invaden todo haciendo una maraña inseparable, como cuando en la infancia juntábamos todas las plastilinas y se formaba en una bola horrible de color indescifrable, la cual observábamos con arrepentimiento y tristeza.
Aplicar todas «Rs», -¡que resulta que de tres aumentaron a siete!: reducir, reutilizar, reciclar + rediseñar, reparar, recuperar y renovar- requiere de un mundo de tiempo y energía de la cual no disponemos. Hacer un pan sin gluten requiere el doble de dinero y tiempo que uno convencional. Hacer el aseo con vinagre y bicarbonato, en vez de cloro, se sale de nuestro presupuesto.

Lo cierto es que quienes soñamos con un ideal de vida responsablemente ecológica, nos hemos quedado a la mitad y sin fuerzas para “rediseñar” tanto pereque. En pleno estado de decepción con nuestros ideales y expectativas juveniles, generamos eso que el compadre llama “ansiedad” y que el padre del psicoanálisis alguna vez bautizó como “neurosis” (en sentido estricto: inflamación de los nervios).
Esta ansiedad, ¿será una trampa en la que estamos cayendo por esperar demasiado de nosotras, nosotros mismos? ¿Trampa que nos inflama no sólo los nervios, los órganos, el cerebro y todo cuanto tenga tejido en nuestros cuerpos?
Como me declaré una «citadicta» en vías de recuperación, debo aceptar mi impotencia ante el capitalismo (paso uno). Me puse en abstinencia este inicio de año y rehusándome a abandonar mi propósito vital, volví la mirada a las matas. Acepté que mi vida real se había salido de control (paso dos) y me dediqué al cuido de unos aguacates que sucumbían ante las plagas.
A mi compadrito le quedo debiendo la visita para la próxima vez que tenga que hacer una diligencia cerca de su casa. Pero, cómo cosa de cábala, justo el día en que ya tenía adelantada esta nota para la entrega, sucedieron tres cosas que disiparon mi sensación nihilista.
Una: nos visitó, pasando por trochas empinadas, una de las abuelas de mi comunidad. Hace tan sólo un año íbamos a visitarla con frecuencia a su casa. Llegó reclamando, en mezcla ternura y fuerza, nuestro abandono. 90 años tiene la matrona.
Dos: Leí por audios la fábula mencionada a una pequeña de 5 años, a quien le brillan los ojos con la palabra “cuento”. Es hija de otro vecino que vive a tan solo dos casas de la mía. Su padre, quien prometió llevarla a una tarde de lectura, no ha podido, claro, por falta de tiempo.
Tres: A una amiga querida, (de esas que tienen conuco en edificio), le dije que andaba perdida del trabajo debido a la preocupante circunstancia con mis aguacateros. Ante lo cual dijo: «¡Qué bueno hablar con una persona real!».
Esta «ansiedad» continuará, pero al final sentí que le gané no una, sino tres al capitalismo.