Para una buena parte de nosotros (en el párrafo de abajo diré a quiénes me refiero con eso de “una buena parte”) un viaje a la infancia es asomarse a lo que era cierta Venezuela, a cierta percepción de lo que eran la ciudad industrial, el capitalismo, el campo, el país, en la época que se supone o supuso de gran esplendor: los años 70 del siglo XX.
Ese asomarse a través de los ventanales u ojo mágico de la memoria puede traer gratos o malos recuerdos personales, según el segmento social de donde uno provenga, a qué se dedicaban nuestros progenitores y otros factores, y en general sirve para hacer un ejercicio que pareciera sencillo pero en realidad resulta amargo y complicado: las comparaciones.
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La “buena parte”: según las proyecciones del censo de 2011 (el que correspondía hacer en 2021 no se ha hecho y por lo tanto no arroja resultados, por cierto), la población venezolana debe andar por los 33.728.624 personas. De ese global, según el Instituto Nacional de Estadística, unos 7 millones tenemos 50 o más años. Es decir, más o menos 7 millones somos los venezolanos capaces de recordar (y de interpretar) el momento que cierto segmento político interesado en hacernos arrepentir de nuestra historia reciente ha calificado como de bonanza, de “vacas gordas”, de prosperidad.

Echan mano esos sujetos de al menos dos elementos volátiles, engañosos: cifras macro-económicas y nostalgia. Sobre las estadísticas ha dicho alguien que deben usarse como usa el borracho el poste de luz: para apoyarse y no para iluminarse. La frase ha sido atribuida a tanta gente (W. Lang, Bob Marley, Eduardo Galeano, Bruce Lee y, últimamente, a un comentarista de beisbol recién fallecido) que no vale la pena ponerse riguroso con ella, porque lo importante es su contundencia, que arroja luces. Por eso allá arriba puse “más o menos” al referir lo de los 7 millones. Veinte por ciento de la población.
El quinquenio de Carlos Andrés Pérez (1973-1978) es citado como la época en que había plata para todos, la industria y el comercio vivían un esplendor inédito hasta entonces, la moneda venezolana era tan estable que daba gusto tropezarse con extranjeros nomás para desafiarlos a comparar tu piche peseta o lira con mi bolívar. La propaganda adeca hizo tan bien su trabajo que todavía hoy encuentra uno venezolanos que afirman que hubo una nacionalización petrolera en el país en 1976, y que además fue la primera de América Latina; a lo lejos resuenan las carcajadas de Lázaro Cárdenas y su nacionalización verdadera de 1938.
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Con la nostalgia, aunque parezca un factor más etéreo, poco serio e inasible, siempre es preciso tener cuidado. Aparte de ser el aliado más traicionero y nocivo de la memoria, ha sido un arma muy recurrida como artillería sicológica en los últimos 16 años. Y es un arma que funciona porque hay pocas cosas más perturbadoras para la psique de la ciudadanía que los referentes de su niñez y su juventud.

Alborotar los recuerdos de alguien es exponerlo a su momento de mayor debilidad, añoranza o euforia, porque en ese territorio psicológico reside el equipaje vital de su formación sentimental o emocional. Si le aplicas ese factor enervante a todo un pueblo (al menos a 7 millones de personas, que se encargarán de hablarles desde sus profundas emociones a quienes no habían nacido entonces: los jóvenes de hoy), el efecto puede ser demoledor.
En 2007 tuvimos ocasión de sobrevivir a un ataque masivo de ese tipo. Como a Chávez “había que sacarlo” y las tácticas políticas convencionales no estaban funcionando con ese monstruo de la política, los estrategas de la guerra de manipulación de masas aprovecharon un momento estelar para disparar con los proyectiles del recuerdo: se anunció el cierre de RCTV (sí, la Revolución tenía que apagar ese lanzamisiles y lo hizo; a estas alturas no tenemos que engañarnos entre nosotros con lo del fin de la concesión: les cerramos la verga esa y punto) y al instante se activó la maquinaria de remover todo el universo de fantasía, emociones, personajes luminosos, canciones que nos marcaron, telenovelas que hicieron llorar y enamorarse a nuestras madres.

Nos bombardearon con marcas comerciales que ya no estaban, con lemas y «eslogans» publicitarios que nos habían hecho creer que formaban parte de la venezolanidad, de nuestra esencia o idiosincrasia; nos volvieron a mostrar las imágenes en que Carlos Andrés era ungido como el hombre de los millones de bolívares en las calles, nos hicieron asociar consumismo con democracia y eficiencia. Los personajes de programas, novelones y comerciales saltaron a la vida real a decir que el presidente estaba asesinando a lo más sagrado que tiene la gente que son sus recuerdos infantiles y juveniles.
El cerebro humano tiende a recordar lo más agradable y asociarlo con momentos específicos de la vida, que entonces, y en consecuencia, asociamos también con la felicidad. No odiar a Chávez era traicionar a la niñez: así de duro fue el mensaje subliminal, y a veces también el mensaje directo y al rompe.
El combate entre Chávez y la nostalgia fue rudo y a nosotros nos gusta proclamar que salimos vencedores, pero no nos gusta recordar que ese mismo año perdimos un referendo nacional. La nostalgia no es un enemigo de poco calado.
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Va un recuerdo personal simple de mi infancia: mi primera visita a Caracas, justo en esa época de esplendor, me viene a la mente junto con la explosión de avisos luminosos de la autopista del este. Mi papá tenía una concha en el 23 de Enero pero quiso llevarnos a dar una vuelta por ese escenario de fascinación que era la capital. Nunca logré olvidar cómo iban cobrando forma los avisos de Savoy, Nívea y otros artilugios de neón, mientras de fondo sonaba el sound track de la época: la Onda Nueva, la rockería y las baladas. Seguramente mi familia era más impresionable que el promedio, pero les juro por mi madre que el murmullo de asombro no fue normal cuando nos dijeron «eso que está ahí es el Helicoide».

No culpen a ese «nosotros» del pasado: para un niño campesino no era fácil asimilar la imagen de los rascacielos y toda la parafernalia alrededor del tráfico vehicular, el movimiento, el laberíntico enredo de las autopistas: la urbe, la vaina moderna, el mundo que sólo habíamos visto por televisión. Todo eso que le daba vida al capitalismo comercial (vida: movimiento, sensación o ilusión de buena salud) me impactaba, como impactó a varias generaciones de deslumbrados.
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Tras varias décadas de secuestro masivo de ciudadanos en las grandes ciudades industriales a nuestros campesinos había que impresionarlos con algo radicalmente distinto al aspecto de sus pueblos y caseríos. Ese despliegue de regorgallas inútiles (me refiero a los anuncios de neón y también a los actores, sonidos, referentes y figuras de TV) surtieron su efecto. Hasta que la gente comenzó a darse cuenta de que en los cordones de miseria (Petare, Catia, El Valle) también había bombillos en cantidad y eso no significaba para nada ser feliz.
Personalmente, superé esa fascinación en la adolescencia con algo de esfuerzo y con mucho poner los pies en la tierra; la felicidad no era, no podía ser, la sonrisa de Caridad Canelón, ni el cuerpazo de Tatiana Capote. Y bonanza no siempre o no necesariamente es poder comprar cosas necesarias o de las otras; mi papá, camionero de toda la vida, compró más de una casa, tenía su propio camión y nos echaba comida a varios hijos y a nuestras madres o madrastras. Ese dato puede sonar revelador, pero más reveladora fue la destrucción física de ese viejo guerrero después de años de despedazarse los riñones para lograr levantar algunos hogares disfuncionales.
Todavía mucha gente asocia la idea de felicidad y tiempos mejores a un montón de canciones y a unos juegos de luces. No es gratis ni casual que las navidades sean justamente eso: mientras más bombillitos, más sensación de abundancia. Pero los bombillos del cerro eran amarillentos y los del este de Caracas multicolores.
Entre las fisuras de la nostalgia y la propaganda se colea, potentísima e irrebatible, una serie de películas. Rescato y recomiendo una sola: Soy un delincuente (Clemente de la Cerda). ¿No la han visto? Véanla: eso era la ciudad industrial venezolana en lo que se supone que fue su esplendor. A la era Carlos Andrés Pérez se le acabó la magia y su candidato de 1978 no logró convencer a las mayorías de que con los adecos se vivía mejor.
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Hemos regresado al tiempo en que mucha gente de lo que queda del campo busca alivio en Caracas; dejemos por fuera de estas conclusiones a quienes emigran fuera del país. Este fenómeno del “vámonos a la capital” se había revertido hace una década o menos. La mayoría de la gente con la que uno habla afirma que busca mejores servicios, gasolina, oportunidades de trabajo: luces, ilusión de prosperidad. La ciudad industrial vuelve a ejercer su influjo engañoso.
3 comentarios
Tengo 71 a puntos de cumplir, recuerdo el censo de 1960, eramos 8 millones, si hoy somos 7 millones mayores de 50 entonces resulta que la tasa de mortalidad en el pais es baja, solo el 20% de la poblacion actual conoció de primera mano aquella Venezuela saudita de CAP, llena de privilegios para pocos e injusticias para muchos, evocando recuerdos de segunda mano los sectores mas reaccionarios de nuestra sociedad se fosilizan, era fácil ver que para la Venezuela de los privilegios y los colegios privados los cerros cerros eran una triste mancha en el paisaje, simplemente no existían, un día estos cerros despertaron en el Caracazo al que los pirvilegiados temían cuando decían «..- hay que hacer algo, van a bajar los cerros»…y luego llegó Chavez acompañado de pueblo……sigo después por que se acabo la musa.
Muy buen análisis
Excelente y edificante historial de la INVENTADERA, un medio de comunicación e información fuera de lo común… Una manera excepcional de hacer memoria, como dice José Roberto, no sólo de las cosas buenas, sino también de las no tan buenas… Mis felicitaciones y los mejores augurios para que sigan promoviendo un sistema de información equilibrado para nuestra humanidad.