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Celacanto: de cómo han desaparecido al pueblo de los grandes acontecimientos

por José Roberto Duque
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José Roberto Duque

Basta organizar y leer con detenimiento los relatos sobre sobre cómo fue “re-descubierto” el celacanto, para comenzar a detectar qué tiene de grandioso y qué tiene de injusto todo este asunto que enaltece a unos pocos científicos y excluye a varios pueblos

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Cada 16 de febrero se cumplen años (84 ahora, en 2023) de un acontecimiento singular, que marcó a fuego la biología, la investigación sobre los animales y sus procesos evolutivos. Tal día como hoy, en 1939, un señor científico sudafricano llamado James Leonard Brierley Smith llegó agitado y con un poco de vergüenza por el retraso (de casi dos meses) a la cita más importante de su vida, después de un mes y medio de insistentes telegramas por parte de su compañera de trabajo en el museo de East London.

Desde el 22 de diciembre de 1938 esa muchacha, de nombre Marjorie Courtenay-Latimer, tenía en sus manos una joya, un ejemplar extraño que no se atrevía a catalogar ni a registrar de ninguna manera, entre otras cosas porque no sabía de qué se trataba, a qué género, familia, orden o clase pertenecía ese pez. Así que le empezó a mandar dibujos y descripciones desesperadamente a su jefe, ese señor que tenía mucho más experiencia que ella en esto de identificar peces, y que aun así pidió que lo esperaran allá con ese animal refrigerado o debidamente disecado para comprobar ciertas sospechas.

Fíjense en la parte de la narración que dice: “Marjorie tenía en sus manos…”: así comienza la larga cadena de inexactitudes e injusticias tejidas alrededor de esta historia, que por cierto es muy cautivadora y emocionante. Por lo tanto, para sopesarla como es debido conviene apartarse un poco de la emoción inicial que nos causa el enunciado: “La naturalista autodidacta Marjorie Courtenay-Latimer descubrió un pez que se creía extinto hace 65 millones de años”. 

La señorita Marjorie y una estampa celebratoria de «su» hallazgo, que se ha difundido por el mundo

El capitán

Si alguna sociedad humana tiene años de práctica en esto de ponerse alerta cuando lee o escucha la palabra “descubrimiento” son nuestras sociedades de América Latina, sobre todo en los círculos que han abrazado el discurso de la emancipación y la decolonialidad. Así que vamos a calmarnos y a dejarnos de celebraciones automáticas; vamos a ver quién realmente descubrió qué cosa y cuál es el mérito real de la señorita Marjorie, y de los demás.

Antes, el cuento conocido y su primer desenlace: el pez que estaba “en manos de Marjorie” fue sacado del fondo del mar por un barco que practicaba la pesca de arrastre, por allá abajo en la costa oriental de Sudáfrica. El capitán del barco era un tal Hendrik Goosen, que honrando una especie de acuerdo con la joven naturalista solía llamarla para que ésta se llevara al museo piezas marinas que pudieran serle de interés. El trabajo de Goosen era sacar peces para venderlos, no ponerse a escudriñar especies interesantes.

El 22 de diciembre del 38, el capitán se fijó en un pez que no había visto nunca (él, un veterano que se había pasado la vida sacando animales del mar) y llamó o mandó a llamar a Marjorie Courtenay.

El ejemplar de celacanto sacado en 1938, exhibido en el museo de East London, en Sudáfrica

La joven vio el pez, se lo llevó en un taxi, recorrió frigoríficos y morgues a ver quién se lo podía mantener congelado hasta que llegara el especialista en peces. En vista de que nadie quería hacerle un favor tan estrambótico tomó una sabia decisión, que estropeaba algunos planes pero era lo que había: se lo llevó a un taxidermista para que disecara el maravilloso ejemplar, que medía sus buenos 1,60 de largo. Después de este procedimiento hubo que desechar los órganos internos del animal, que contenían información clave, pero ni modo; las vísceras se descomponen a alta velocidad y había que actuar rápido.

El 16 de febrero se apersonó entonces el señor Smith, quien lo vio, consultó unos libros y ahora sí, pudo decir con total seguridad y autoridad que ese bicho era un celacanto, animal que ya vivía 200 millones de años antes que los dinosaurios, y que se suponía extinto desde hacía 65 millones. Es decir, el cataclismo que acabó con los dinosaurios no pudo liquidar a esta especie, y la prueba era ese ejemplar capturado por Marjorie.

Perdón, por el capitán Goosen.

Los mensajes y dibujos que Marjorie Courtney Latimer le enviaba desesperadamente a Smith para que la ayudara a identificar al pez

La placa conmemorativa

El animal resultó significar casi una incongruencia, una anomalía, un momento crucial de la vida en el planeta: sus aletas tienen aspecto y contextura de patas; posee órganos que recuerdan o son reminiscencias de antiguos pulmones, así que esos peces son un retrato histórico del momento en que las criaturas marinas “decidieron” poblar los continentes o fueron empujadas a ello. “Fósiles vivientes”, se les llamó a partir de 1939, y así lo llama todavía la ciencia, que no se cansa de investigarlo.

Smith, en un alarde de humildad y de un sentido de la justicia inusual para la época e inusual para los practicantes de la ciencia en manos de la burguesía, le reconoció a la joven el mérito de haber conservado ese pescado y de haberlo dibujado y descrito, y le otorgó el gigantesco y bien merecido honor de inmortalizar su segundo apellido en el nombre científico del pez: Latimeria chalumnae Smith. El chalumnae honra el punto en que fue capturado ese ejemplar: la desembocadura del río Chalumna. Y Smith, pues no pretenderán ustedes que el sujeto que identificó al animal se iba a quedar por fuera de un evento que ha sido considerado como la máxima hazaña de la biología en el siglo XX.

Varias décadas después, un nieto del capitán Goosen, un poco despechado por el asunto (el asunto es la exclusión de su abuelo de todo reconocimiento científico) se animó a comentar un detallito (apenas) del episodio:

“Siempre se habla mucho de la contribución de JLB Smith a la historia del ‘Viejo Cuatro Patas’, pero si mi abuelo no hubiera usado su experiencia de todos esos años en el mar y no se hubiera puesto en contacto con Marjorie Latimer sobre el extraño pez que acababa de pescar, entonces el mundo aún estaría a oscuras sobre la existencia de este pez prehistórico”.

Una verdad aplastante, del tamaño de todos los dinosaurios que el celacanto vio morir. Además, cuentan los relatos del momento que Goosen se le acercó al bicho más de lo prudente y el animal le zumbó unos temibles mordiscos capaces de malograr cualquier cosa que se dejara morder.

Con todo, es importante anotar que a Goosen se le ha honrado en la historia de diversas maneras: cada vez que se habla de la hazaña científica de Marjorie y Smith, siempre se menciona al capitán Goosen como el capitán del barco que lo trajo a la superficie. En el muelle de East London adonde Goosen descargó su enorme cantidad de material de pesca y escombros (una tonelada y media, dijeron los especialistas en la materia del momento) hay una placa conmemorativa que, si el traductor de Google no está fallando en estos días, dice lo siguiente:

“Aterrizaje (o pesca, o traída a tierra) de Latimer. Orgullosamente llamado así por Marjorie Courtenay-Latimer, quien salvó para la ciencia el celacanto (Latimeria chalumnae Smith, 1939) pescado por el capitán Hendrik Goosen el 22 de diciembre de 1938”.

En justicia, es preciso reconocer que lo que dice esa placa es un resumen muy certero y más o menos irrebatible de lo que ocurrió en aquella oportunidad. Sírvanse además notar lo que dice, sin decirlo, el simbolismo de la jerarquía contenido en las tipografías: el nombre del capitán destaca sobre el de los científicos, y también sobre el del pez. Así que bien honrado y reconocido está el capitán, al menos ante los ojos de sus paisanos.

Perdón: tampoco fue el capitán

El trabajo que es preciso ejecutar para llevar a cabo la pesca de arrastre es violento, rudo, depredador, destructivo. Trabajo que destruye a la naturaleza y también a quienes lo llevan a cabo, que, como siempre, son obreros, seres humanos que deben hacer cosas grandes o monstruosas a cambio de una paga miserable. Hemos publicado aquí una fotografía del capitán Hendrik Goosen y “sus hombres”: ustedes, que ya tienen el ojo entrenado para detectar “ciertas cosas”, miren ahí a ver si notan algo “raro” aparte del pescado. Miren la fisonomía de la gente, y efectúen el simple análisis de quién está de protagonista y quiénes relegados al fondo, botados allá atrás, al traspatio del coñísimo de los olvidados.

El capitán blanco con «su» trofeo, y sus compañeros blancos al lado. Y por allá atrás, «los otros»

Pesca de arrastre: el barco lanza al mar un mollejón de peine metálico cruzado de redes, que en ese caso bajaba 70 metros y arrasaba con cuanto animal, cosa, coral, piedra, bicho y entidad se dejara atrapar. Cuando llegaba a la costa había que alzar y recoger todo aquello en un festín de vainas importantes e inútiles, comestibles y no tanto; hacer la selección de peces que podían venderse, y el desechado de los escombros y los animales que no tenían valor comercial. Los encargados de hacer todo ese trabajo sucio eran los pescadores y obreros.

Detengámonos aquí para ir hilando cierta cadena de equívocos. En todos los artículos en los que se cita a la señorita Courtenay Latimer, ésta describe su encuentro con el pez así:

“Cuando subí a la cubierta del Nerine, vi un montón de tiburones pequeños, rayas y estrellas del mar. Al viejo que me acompañaba le comenté: ‘No creo que haya nada interesante…’. Pero cuando me disponía a bajar del pesquero, vi una aleta azul, y después de separar a los otros peces, surgió ante mis ojos el pez más bonito que hubiese visto en mi vida. Medía alrededor de un metro y medio y era de color malva pálido, ligeramente azulado, con manchas plateadas iridiscentes. ‘¿Qué es esto?’, le pregunté al viejo. ‘Ya ves’, me respondió; ‘este monstruo ha tratado de morderle los dedos al capitán mientras lo examinaba en la traína. Lo sacaron junto con una tonelada y media de otros peces, con los tiburones que ves por allí y todo el resto’”.

Algo no concuerda entre este testimonio de Marjorie y la otra versión de la historia: o ella fue al muelle por casualidad a ver qué encontraba, o fue llamada para que viera un animal que el capitán Goosen quería que viera, y que de paso estuvo a punto de arrancarle los dedos; Marjorie afirma algo y a los dos segundos ella misma se desmiente. Así que eso de que ella iba paseando por ahí y “de pronto” vio una aleta azul, mi hermano…

Pero sigamos más abajo en la cadena de mando. Insistamos: el capitán no fue el encargado de subir en persona con sus manos ese monstruoso cargamento de tonelada y media; para eso estaban esos señores que usted puede ver al fondo de la foto.

No hay que ser un gran detective para concluir que uno de esos señores, negros pobres africanos, esclavizados para cumplir con esa tarea inhumana y lamentable, bajo las órdenes de un capitán blanco, fue el verdadero “descubridor” de ese celacanto, el que lo vio y lo tocó primero. Pero eso nunca lo sabremos.

Nota para los distraídos: el apellido del capitán, Goosen, es originario de Holanda, y Courtenay (el apellido de Marjorie) del Reino Unido: Inglaterra, Escocia, Gales o Irlanda. Ni hablar de Smith: más inglés y se muere. Sudáfrica fue colonia holandesa antes de serle arrebatada a Holanda por los ingleses. Ya por ahí va uno entendiendo cosas; ningún holandés de Sudáfrica quería quedar mal con los ingleses. Reclamarle o disputarle a un inglés cualquier reparto de reconocimientos podía resultarle catastrófico.

Un ejemplar sumergido en formol en una exposición de París (2019)

Otra cosita: Sudáfrica es ese país que, once años después de este cuento del celacanto, instituyó legalmente una de las prácticas más vergonzosas de la historia de la humanidad: el Apartheid (1949).

Perdón otra vez: tampoco fueron esos pescadores

En 1952, el míster Smith promovió una campaña para ofrecer una recompensa a quien capturara ejemplares de celacanto en la costa oriental de África. El cartel que ofrecía la recompensa fue publicado en periódicos y difundido en las zonas pesqueras, y decía lo siguiente:

“Examine cuidadosamente este pez. Observe la doble cola y las aletas. El único ejemplar que conoce la ciencia midió 5 pies (160 cm). Se han visto otros ejemplares. Si usted tiene la suerte de capturar alguno, NO LO CORTE, NI LO LIMPIE. Llévelo completo a un frigorífico o a alguna Institución oficial que pueda cuidarlo. Solicite inmediatamente que avisen por telegrama al Profesor J.L.B. Smith de la Universidad de Rhodes en Sudáfrica. Por los 2 primeros ejemplares, se pagarán 100 libras (10.000 escudos) por cada uno, garantizadas por la Universidad de Rhodes y por el Consejo para la Ciencia y la Investigación de África de Sur. Si usted consigue mas de 2 ejemplares, consérvelos todos, porque tienen interés para la ciencia y usted sera bien retribuido».

El panfleto que ofrecía la recompensa

Aquello fue publicarse el artículo y saltar inmediatamente a la luz un reguero de historias, conocidas y difundidas de boca en boca en las islas Comores, por los lados de Madagascar. Resulta que los nativos de esas islas sabían de ese maldito pescado desde hacía años; lo llamaban con los nombres de Kombessa o Gombessa, y también con otro más incómodo y perturbador: Mame. En Indonesia, pueblo de gente menos aparatosa o más dramática, lo llamaban «Rajah Laut»: rey del mar.

Así que ni Smith, ni Marjorie, ni el capitán Goosen ni sus muchachos esclavizados: la gente de las islas Comores ya había “descubierto” ese pez, por supuesto sin saber nada de la importancia que tenía para la ciencia. Unas noticias informan que los nativos se lo comían seco y salado, y otros aseguran que nadie se puede comer ese espanto, debajo de cuyas escamas exuda unas babas putrefactas. Pero uno nunca sabe, con tantas costumbres gastronómicas insólitas que hay en el mundo (aquí les echamos mayonesa a las hallacas y a los espaguetis).

Al parecer también era común que las escamas de ese animal, durísimas e inaceptables en cualquier sopa o sancocho, las usaran los nativos para reparar los cauchos de las bicicletas. Mientras los científicos se partían el coco y ofrecían un centavero por la captura de esos peces, que no habían visto jamás, ya varios pueblos los consideraban parte de sus tradiciones y rituales utilitarios.

Foto de Getty Images, sin más datos de identificación

¿Recuerdan que varios párrafos más arriba el nieto de Goosen se refiere al celacanto como ‘Viejo Cuatro Patas’? Pues ese fue el nombre popular, coloquial y jodedor de los nativos de por allá que se extendió para denominar al celacanto. Para el pueblo no hay nomenclaturas científicas; hay nombres y hay apodos, sobrenombres, jodienda en todos sus matices.

A partir de esa recompensa comenzó entonces una búsqueda masiva de celacantos. Dicen los relatos históricos y las noticias que en 1979 se habían capturado 88 ejemplares, algunos de ellos vivos. Uno de los ejemplares (muertos) fue obtenido por unos señores doctores Bruno Baldassini Marchessi y Luis Delfín Ponce Ducharne, quienes “se los trajeron desde el océano Índico” hasta Cumaná en 1978, según la única noticia disponible en la red; el cuento completo debe ser mucho más interesante que ese. De momento, una buena noticia es que los niños y adultos venezolanos que puedan acercarse al Museo del Mar pueden ver este ejemplar exhibido allí desde hace 45 años.

Anotación personalísima: provoca, de verdad, unirse a la corriente mundial que celebra el “descubrimiento” del celacanto como una hazaña de una muchacha humilde. Pero los recovecos del cuento se parecen tanto a la forma en que nos han contado “la primera ascensión del Éverest”, tan mal contada y peor formulada que resulta obvio, evidente, de cajón, que el primero fue el sherpa nepalí Tenzing Norgay (el jefe de la expedición, un coronel Hunt que debió quedarse atrás espichao y medio muerto, ha dicho que no fue el nepalí solo sino “los dos juntos”, refiriéndose al neozelandés Hillary), y que antes de éste seguramente otros montañeses de su linaje también lo hicieron.

«Nuestro» celacanto en el Museo del Mar (Cumaná, estado Sucre)

También se parece mucho esa historia a la de Colón “descubriendo” la Boca del Dragón en el oriente de Venezuela, y después admitiendo que esa zona la cruzaban los caribes en sus curiaras varias veces al día.

El cuento del “descubrimiento” del celacanto también se parece mucho al de la fundación de ciudades en Tierra Firme. Recuerdo el episodio sádico y maldito en que el conquistador Andrés Varela sale con una expedición desde Mérida rumbo a los llanos, y a mitad de camino “descubre” una meseta poblada por indígenas y la bautiza Altamira de Cáceres; ni siquiera con su nombre sino con el de su jefe, el muy adulador.

La tragedia puntual que recuerdo es el momento en que debieron cruzar el río Chama, y el conquistador les ordenó a varios indios cruzar el río en varios puntos, con un caballo por delante, a ver por qué tramo resultaba más cómodo cruzar. Antes de dar con ese lugar, varios indígenas murieron arrastrados por la corriente. Nunca ningún nombre de ningún pueblo llevará el nombre de esos señores muertos en cumplimiento de las órdenes, porque la historia no recuerda el nombre de los pobres ni de los güevones.

Latimeria chalumnae Smith suena bien bonito.

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Recomiendo, para enriquecer esta visión del cómo y por qué la academia y el saber formal suele apropiarse como “descubrimiento” de lo que ya los pueblos conocen y tienen años observando, esta entrega del Noticiario del Museo Nacional de Historia Natural de Chile (febrero de 1964).

También este resumen histórico de L. Ulloa sobre el celacanto, a propósito de su llegada a Cumaná en 1978.

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5 comentarios

Flora Ovalles Villegas 6 abril 2023 - 19:54

Na guara Duq!!! hoy jueves santo, echada leyendo, aproveché y pude con calma leer lo del Celacanto, que lo tenía pendiente. Como siempre un gustaso leerte, esto a publicarse y para las escuelas y liceos💪😊abrazote.

Respuesta
Jose Roberto Duque 7 abril 2023 - 01:50

Abrazoooo

Respuesta
Milton Pérez Parra 30 marzo 2023 - 14:27

Así se echan los cuentos para despojar de tanta mentira a las historias contadas por los que pueden acomodar las cosas. Estos animales están en la insignia de la fuerza submarina venezolana como identificación de los tripulantes que han completado satisfactoriamente su calificación en los submarinos. Saludos compa.

Respuesta
Donald Myerston 16 febrero 2023 - 13:59

Es una historia deliciosa, José Roberto. Me encantó la crónica.

Respuesta
Jose Roberto Duque 17 febrero 2023 - 00:34

Muy agradecido, un abrazo.

JR

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