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Mamaota, cuatro generaciones 

por Penélope Toro León
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Mamaota, mamá grandota. Carmen Lara se llamaba mi bisabuela materna. No la conocí, murió de diabetes cuando yo tenía meses de nacida. Era una mujer bachaca, robusta y de quien escuché toda mi vida en las historias familiares que era sumamente tosca, que le gustaba la cumbia de doble sentido y se la pasaba todo el día haciendo chanzas subidas de tono, a quien fuere.

Oriunda de Santa Lucía del Estado Miranda, era hija de una mujer negra, de padre desconocido, cuentan que de origen canario, y fue criada por una madrina. Una historia muy común. Por allá por Higuerote, conoció a su único marido con quien se arrejuntó, Felipe Matute. Se vinieron a Caracas a vivir de pensión en pensión hasta que decidieron a hacer su ranchito en el barrio Tiro Al Blanco.

Parió trece muchachos y crió un bojote más, entre nietos, nietas, carajitos encasquetados, asumidos, regalaos, prestaos… Junto a su peculiar humor groseril estaba una parquedad en las expresiones de afecto que canalizaba a través del cuidado y la manutención amorosa de una chorrera de gente que iba y venía, del que fue finalmente su hogar, un apartamento en los bloques de Simón Rodríguez.

Tuvo vida ruda. Abandonada por su marido cuando la hija más chiquita tenía un año, por fortuna muchos de los hijos e hijas ya estaban grandes y echaron pa lante. Pero en los difíciles años 60 de la represión política del gobierno de Betancourt, la zozobra no la abandonó. Tres de las hijas le salieron comunistas y otros artistas, lo que para entonces era un tremendo dolor de cabeza. 

Su impúdica conducta la ostentaba con todo el mundo, tanto con familiares como con “los arrebiates”, como solía llamar a las parejas de una/o conforme se fueran incorporando a la dinámica familiar. Sus modales, no era que dejaran mucho que desear, sino que, la gente deseaba no haber estado a su lado cuando en casa se preparaban caraotas.

Su regordete y cansado cuerpo lastraba las penurias de una vida en el tierrero del rancho del Tiro Al Blanco, donde levantó a casi toda su cría. Sus pasos arrastrados hablaban de ello, como raspando el quemadito de las arepas con el cuchillo de sierra cada vez que salían del fogón. 

Los episodios de pobreza en aquel rancho fueron los cuentos de la cripta de mi infancia contados por mis tías abuelas quienes parecieron vivir una existencia marcada por los pesados hierros de las planchas, los carbones del fogón y la rueda del molino para moler el maíz de madrugada. Excepto para la mayor de las hermanas, Nina María, quien echaba los cuentos con entrañable añoranza de cuando salían a buscar mangos a las faldas del Waraira, cuando iban para la pila de agua y de los nombres de las calles de su barrio que eran cada una de un estado del país. Nina María parece no haber nacido el día que nació la gente que se avergüenza de ser pobre.

Mamaota vivió en una estoica resiliencia de esas de las que sabían las mujeres de antes, que no andaban por ahí “elaborando” nada, ni preguntándose por qué pasa lo que pasa, ni buscándole las cinco patas al gato, sino haciendo y haciendo. Y sobre todo haciendo comida.

Su “ordinariez”, como lo reiteran quienes la conocieron, se jubilaba cuando del terreno de la cocina se trataba. Una sazón, acaso envidiada por hijas y nietas estudiadas y viajadas, era única. Una minuciosidad se imponía especialmente a la hora de la elaboración de las hallacas. Ritual en el que Mamaota constituía la cabeza indiscutible de la jerarquía ancestral, cuyo eslabón más bajo de la cadena para principiantes era, de forma inapelable, la penosa tarea de la lavada de las hojas de plátano curtidas de mugre, para la realización de cientos de hallacas, justico el 24 de diciembre, como era la tradición.

Algunas de sus recetas más recordadas por la familia son la ensalada mixta común, de lechuga, pepino, tomate y cebolla. Todo en ruedas, aderezado con aceite de maíz, sal y vinagre blanco. Nadie sabía por qué a ella le quedaba singularmente rica una preparación tan sencilla, ¿receta sin misterios?

El pasticho de Mamaota también es singular: no lleva bechamel. Ella le ponía, aparte de la salsa tomate y carne molida bien aliñada, lonjas de jamón, queso amarillo, (eran otros tiempos) y ruedas de huevo sancochado. Dicen que era exquisito. Las caraotas negras solía prepararlas con pedacitos de chicharrón y hacía una cosa que ella llamaba “mariscada”.

La mariscada era una de esas recetas para salir del paso rápido y llenarle la panza a mucha gente. “Antes vendían unas laticas con mariscos mixtos. Ella hacía dos tazas de arroz bien aliñado y le zumbaba una lata de eso. Rendía para un gentío”, cuenta Chela, una de sus nietas, quien hace las hallacas según la receta de su madre, Nina María. La misma era fiel a la receta original de Mamaota y que ella ha continuado por años con rigurosidad y celo.

Quienes le han comido una hallaca a Chela, testimonian que es como una especie de presente, de regia presentación, aromas y sabores equilibrados y únicos. En esta se nota el cuidado del grosor de la masa, el equilibrio en su humectación por las grasas y el tono entre moderado y contundente del tinte del onoto, la perfección en la elaboración del guiso y la sutileza en la colocación de los adornos. Una herencia que, escribiendo esta crónica, acabo de darme cuenta que soy responsable de resguardar en honor a este linaje matrilíneo de mi madre: Nina Aracelis (Chela) y Nina María Matute, mi abuela. ¡Qué compromiso Mamaota!

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3 comentarios

Thais Camejo 9 junio 2023 - 22:39

Entrañable relato. Esa Mamaota es pura belleza.

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Angel Lopez 24 mayo 2023 - 09:47

Muy bueno, y mejor por ser parte de la historia de gente de mi pueblo Santa Lucía, estoy buscando de reconstruir la historia de muchos personajes de mi pueblo, que han estado en el olvido.

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Julian Márquez 16 mayo 2023 - 07:44

Una sabrosa crónica bien sazonada

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