En las afueras de Carora se levanta el taller de luthería de Florencio Daniel Pérez. De ese laberinto de maderas y objetos olvidados surgen piezas sorprendentes
José Roberto Duque / Fotos: Ángela Peroza
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El sol de Carora es mucho más que esa permanente explosión candela de allá arriba; lo atestiguan las calles de Calicanto, demolidas en una orgía de cráteres, derrota definitiva del asfalto. Más allá lo atestiguan también las calles de Quebrada Grande, donde ya las autoridades (o quien sea) se rindieron ante la verdad de las calles de tierra; la Carora que quiso o quiere ser ciudad encuentra aquí su vocación rural, y la intemperie encuentra al mismo tiempo su vocación destructiva: todo sucumbe a esa llamarada metalúrgica (piedras, vegetación, energía corporal, ánimo, ganas de abrir el grifo a ver si sale agua): todo.
Ya habíamos ido antes, exactamente cuatro veces en los últimos diez años, siempre de la mano de Neybis Bracho, y siempre en busca del mismo prodigio de la luthería: los cuatros flaquitos de Florencio Daniel Pérez. Pero es preciso reconocer que mi lamentable memoria geográfica me hace perder las coordenadas siempre, y no sólo en Quebrada Grande. Ahora sucedió que Neybis, quien tiene la brújula clarita, entre otras cosas porque nunca huyó de Carora, también se perdió esta vez en las labores de guía: nos metimos por dos o tres calles devastadas que no eran las de la casa del luthier, y al fin la encontramos. Así que anoten: el sol también hace hervir y desvencijarse a la memoria.

El caos de la creación
Lo que me fascina del fenómeno Florencio Daniel, aparte del sonido limpio de sus cuatros, guitarras y bandolinas, aparte de la belleza y la rara contextura de esos objetos, es la verificación de que esos instrumentos formidables en su sencillez no surgen de un diáfano y pulcro laboratorio sino de un rancho o casita que se bifurca en dos manifestaciones triunfales de la vida: la casita es un gallinero y al mismo tiempo es el lugar donde Florencio Daniel tiene el reguero de materiales para producir joyas sonoras. En el maravilloso caos de maderas, aserrín, herramientas y objetos que nada tienen que ver con la fabricación de instrumentos ni con la cría de aves, de cuando en vez sale un cuatro de cristalina sonoridad, y de vez en cuando también salen algunas ñemas, directo del nido hacia la cocina.

De hecho, cuando nos vio llegar pidió que le diéramos un chance para arreglar el taller y dejarlo presentable para el público. Le rogué que lo dejara como estaba: ese torbellino de cosas aparentemente amontonadas y olvidadas es la materia de donde Florencio obtiene las piezas y partes necesarias para producir estos objetos.
Le pregunté si tenía alguno de sus cuatros de caja de resonancia delgadita; respondió que sí, que casualmente estaba terminando uno. Sacó el ejemplar, al que le faltaban las clavijas y las cuerdas, y quise saber en cuánto tiempo lo podía terminar de armar.
Dijo: “Diez minutos”.

Una vez más se manifestó el raro momoy o tarita mágica que me suele atravesar las historias en el camino: diez minutos era justo el tiempo que necesitaba para registrar esos momentos finales de la gestación del cuatro.
La trayectoria
De las herramientas que emplea, dijo que prefiere las tradicionales, las viejas herramientas manuales con las que veía a los viejos luthieres y con las que aprendió a moldear cuatros. Apenas ha mecanizado el mínimo necesario para ahorrar tiempo y optimizar algunos detalles; tiene un taladro, una lijadora eléctrica. Los cepillos no los tiene en el taller pero se los prestan unos amigos.




Mientras trabajaba nos iba informando de lo muy esencial: nació en 1953 ahí mismo en Quebrada Grande, en una casa ubicada a pocos metros de la actual. Pudo estudiar hasta el sexto grado, “…pero a veces hablo con un ingeniero y me parece que yo como que soy uno de ellos”, declara. Su rumbo vocacional se definió un día de 1972, cuando al legendario luthier Guillermo Timaure, patrimonio del pueblo de artesanos Palo de Olor, le dio por enseñarle algunos trucos del oficio y el joven Florencio Daniel se interesó y pudo desarrollar sus destrezas. Empezó fabricando cuatricos de juguete, y después de una década de pulirse dio el salto hacia los instrumentos de verdad.
Buen momento para preguntarle si estaba haciendo lo mismo con otros niños y jóvenes, para que el arte de hacer cuatros se fuera hacia el futuro en manos de los menores de su familia. Dijo que no, que de santa vaina está animando a un sobrino suyo para que aprenda a tocar instrumentos, pero no a fabricarlos. Alguna vez enseñó a muchachos jóvenes que apenas aprendían lo esencial se iban a trabajar a las fábricas grandes.

«Mi hijo cuando estaba chiquito me veía trabajar con mucha curiosidad, y cada vez que podía se me metía en el taller a verme trabajar. Cada vez que iba a agarrar la segueta o cualquier herramienta yo le metía miedo: ‘¡cuidao con un dedo!’. Yo quise espantarlo porque si no entonces no me iba a estudiar. Menos mal que siguió estudiando y ya se graduó».
En la televisión
El cuatrico de nuestra fascinación es un artefacto sencillo, modesto a simple vista, de 14 trastes; la caja de resonancia es delgadita, varios centímetros menos profunda que la de los cuatros convencionales. Como hemos parrandeado con esos ejemplares se nos antojó que el cuatrico sólo era bueno para parrandear. El luthier nos invita amablemente a salir de nuestro error: él también produce cuatros de concierto y de semi-concierto, de 17 trastes, “…pero éste no tiene nada que envidiarles a esos. Tal vez el sonido sea mejor en los de concierto por el tipo de madera que usamos, de pino armónico o pino abeto para la tapa de arriba. El resto de la caja puede ser de nogal, caoba, cedro”.

Varios músicos han ido a visitarlo y se han llevado varios de los más de mil que calcula haber hecho en cuarenta y tantos años. De los episodios un poco frustrantes recuerda una vez que tenía una gran producción de cuatros en exhibición, y de pronto le cayeron los Golperos de El Tocuyo en cambote; probaron varios, estuvieron un buen rato tocando y probando, y al final se llevaron uno solo.
Pero también ha tenido momentos reconfortantes: una vez estaba viendo un concierto de música llanera en televisión y de pronto se subió a la tarima Gino González con uno de esos cuatricos flacos, hecho por él.

Su mejor cliente es el profesor de música Elías Torcate, quien se surte de cuatros en el taller de Florencio para sus estudiantes.
Por fortuna, el mago de la fabricación de instrumentos tardó mucho más de diez minutos en terminar su más reciente creación, ese cuatro diminuto que modula sonidos de excelencia. Y, también por fortuna, algo ocurrió en el cielo de Carora y empezó a soplar un viento de agua, refrescante.
Volveré tantas veces como haga falta para volver a maravillarme siempre del mismo prodigio.











4 comentarios
necesito comunicarme con el lutier
Que belleza Roberto. Abrazo de alma!!!
Salud, padre
una lastima que el señor o enseñe su oficio. aunque la historia es muy bonitas