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El efecto Isidoro

por Penélope Toro León
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“Allá va la dulcera / con su azafate amontona’o

lo lleva pa’ Carmelitas  pa’ las niñitas del externa’o.

Con su rollete a cuestas / y en una cesta van los centavos,

corre que son las cuatro / y se pone el dulce, acaramela’o (…)”

Chucho y CeferinaConny Méndez

Llegué a Caracas en los días en que todo el mundo hablaba de la película Barbie. Al caminar por sus calles observo las vitrinas de las zapaterías cundidas del modelo de sandalia que el personaje de la muñeca adopta como parte de una supuesta transformación feminista. Hay cosas que no pasan de moda. Las formas de adoptar fetiches que nos venden o nos imponen, son algunas de ellas.

Lo que sí parece pasar es la ciudad. Resulta incluso difícil decir “mi”, “nuestra”, cuando aquellos elementos, que deberían ser sagrados y le otorgan un sentido de pertenencia a los territorios, están cambiando constantemente. Cada vez que vuelvo, me parece encontrarme con una ciudad extraviada. Como decía Cabrujas, una ciudad que se niega a permanecer, donde un día volteas y lo que estaba en un lugar y te hacía gracia, donde tal vez te ocurrió un evento o una anécdota importante de tu historia vital, algo así como el primer beso; ya no está, se esfumó, fue demolido, se lo llevaron.

En una especie de Isidoro se están convirtiendo los carritos de dulces criollos. Esas pequeñas vitrinitas rodantes de dulcería criolla que abundaban en los alrededores de la Plaza Bolívar, son cada vez más escasos y tristes. Pasa lo mismo con distintos tipos de marchantes y sus pregones. 

También pasa con los oficios. Un amigo, Julián Márquez, quien por ser el escritor homejeado de La Feria del Libro de Caracas este año amerita que sus “flus” estén bien almidonados, buscó incansablemente una tintorería en el centro de Caracas y no encontró. Ni siquiera en los alrededores de la Parroquia La Candelaria, donde proliferaban estos negocios en manos de inmigrantes españoles, quienes reemplazaron a los chinos, dueños de ese ramo en la Caracas de principios de siglo. Origen que algunos cronistas atribuyen al dicho popular: “más caliente que plancha e’ chino”. Ni hablar de los limpiabotas, que han desparecido. 

***

Algunas personas nos la pasamos buscando como palito e’ romero, por una ciudad que se nos escurre entre los recuerdos, manjares que ya sólo albergan los recovecos de nuestras memorias. Como buscando guayaba, recorremos sus calles en el intento de que no desaparezcan esas recetas, esos negocios emblemáticos que las vendían, que no se vayan a la tumba con sus dueños, dueñas; quienes mantuvieron por décadas ese rinconcito candoroso de la ciudad, al que poco a poco lo vemos convertido en un lugar olvidado, polvoriento, atendido por una descendencia ya cansada, sin interés por mantener una receta, un legado, una memoria de nuestra ciudad. 

Lectores y lectoras pueden pensar que debo estar entrando en esa etapa de la vida en que ya no hay vuelta atrás con los mandatos de la añoranza. Más allá de eso, se trata de preguntarnos, ¿hasta qué punto llevaremos esta especie de zona de tolerancia a la displicencia de nuestras propias costumbres? 

No soy tan ingenua como para pensar que las ciudades no mutan o se transforman como la vida misma. A lo que voy, o a lo que vengo (a Caracas) es a que esta perniciosa tendencia de deforestación del acervo cultural ha ido arropando en los últimos años con mayor fuerza a nuestra variada, múltiple, rica y única gastronomía. La persistencia de esta especie de paradoja da hasta para chistes, comparándonos con pueblos cuya preservación de la identidad patrimonial se supone incólume. Más de lo mismo. 

En una conversación con Laura Díaz compartíamos nuestra impotencia ante la pérdida del recetario venezolano y con ello la brutal modificación del paladar, de los aspectos sensoriales y culturales asociados a la comida. 

¿Cómo es que la injerencia alimentaria ha sido tan fuerte como para que no consigamos en el centro de la ciudad una buena cuca (catalina o paledonia), elaborada con verdadero papelón? Para comerse un buen golfeado hay que hacer una exhaustiva indagación previa, en el círculo de amistades. De lo contrario podría ser una aventura peligrosa. 

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Por estos días recordaba lo fácil que era desayunar en Caracas, bien tempranito, un buen cachito de jamón calientico. Si era para llevar te lo daban en una bolsita de papel de panadería. Si se trataba de una buena empanada o una arepa como Dios manda, abundaban las “luncherías” donde en un solo lugar había café, batidos de frutas naturales y hasta bebidas achocolatadas para niños, niñas. Hoy para encontrar una empanada crujiente, con su toquecito dulce en la masa, que no se abra debido al exceso de líquido en el relleno y que no provoque la repetición del sabor a manteca vieja todo el resto de la jornada, hay echar pata. 

Ciertamente la recuperación patrimonial de los últimos años le ha devuelto a Caracas, a sus habitantes y visitantes, la grandiosa posibilidad de poder caminar (la) en sitios donde en mi adolescencia era impensable. También es verdad que a la par de las cosas que se van yendo, vienen otras encantadoras, como las bailantas de salsa que se arman en la Plaza San Jacinto o Plaza El Venezolano, cuya concurrencia alberga una buena cantidad de adultos y adultas mayores. Sin embargo, en esa misma plaza, uno de los sitios de mayor espiritualidad de la ciudad, en los espacios cedidos a los negocios de comida que funcionan en las edificaciones “recuperadas”, lo único típico que encontramos es algo que pretende imitar burdamente un golfeado, envuelto en una papeleta “vintage”, con un texto de reminiscencia al ícono de San Jacinto. Bien bonitica la bolsita, pero ese pan seco con papelón puede ser cualquier cosa menos un golfeado. 

En una de esas utópicas cacerías, un día que andábamos buscando otra especie en extinción: un barbero que corte el cabello con tijera para mi hijo; comimos en un localito de Conde a Padre Sierra (nombre de dos esquinas en el centro de Caracas). Se llama Flor de Canela y desde hace 40 años allí preparan arepas de chicharrón, arepitas dulces y lo imposible de encontrar a la venta en otro lugar: fresco e cebada (y otras bebidas caraqueñas que ya casi nadie prepara). En cuanto al barbero, encontramos a Máximo, un migrante del sur de Italia que está de Conde a Piñango.

Para bajar unas calorías basta con buscar un suspirito, un templón o un buen un bocadillo de plátano en el casco central. No obstante, rolls de canela, wafles, donas, mufings, gaseosas o hamburguesas y toda clase de chatarra estridente e incompresible se encuentra en cualquier esquina emblemática. 

En la arriesgada empresa que puede representar tomarle el pulso cultural a esta ciudad puede ocurrir una subida de tensión cultural. Fue el caso del día que marchábamos por las brillosas piedras de más de 300 años del Pasaje Linares (no es la “calle de los paraguas”) y vimos atravesada una caja de cartón, como de metro y medio de alto, color rosa-fucsia, revestida de lentejuelas de papel contact, a un costado letra y logo de Barbie, cuyo objetivo comercial era retratarse dentro de ella.

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Soy de una generación empujada hacia “El Este”, como único territorio amable, paseable de la ciudad. Una diáspora del transeúnte que poco a poco se hizo más privativa hacia los centros comerciales. Una de las razones por las cuales hui de Caracas hacia Mérida. Con el arrebato de los territorios del centro, donde se encuentran gran cantidad de íconos de eras gloriosas de nuestra historia patria, nos quitaron (quitan) la posibilidad de disfrute en un marco afectivo de arraigo.

¿Nos están dando otro empujón?, ¿gastronómico? ¿hacia dónde? ¿Por qué las autoridades que gestionan estos espacios para el turismo no establecen parámetros que den prioridad a la gastronomía venezolana como preservación de nuestra identidad en los espacios recuperados?

El colmo sería que un día de estos ofrezcan en la carta de uno de estos cafés, un sandiwh dulce acartonado con leche descompuesta, a la par de una frase: “coma como Barbie, traiga su prenda rosa”. 

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