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El miedo, el caimancito y los grandes caimanes

por José Roberto Duque
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Esto ocurrió hace 10 años, exactamente en noviembre de 2013. Garantizo su plena vigencia, salvo por algunos datos numéricos del momento.

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“Agárralo por el pescuezo con la mano derecha”, me dijo Carlos Chávez; yo acaté la instrucción. “Con la izquierda lo agarras por aquí”, me dijo; lo tomé por la zona del cuerpo donde se junta la cola con las patas traseras. El caimán (¿caimán o cocodrilo?, más abajo explicaremos esto), un joven de 90 centímetros de largo, ejecutó un movimiento reptante y casi se me sale de las manos. Los entendidos comenzaron a darme indicaciones contradictorias: Agárralo duro. No lo estrangules. Que no se te salga. No lo lastimes. La compacta masa de músculos decidió reservar para otro momento la exhibición de su potencia y pude entonces cargarlo sin ayuda, rumbo hacia el lugar donde debía soltarlo, una ensenada del caño Guaritico dentro del hato San Francisco,en Apure.

Era uno de los 45 ejemplares jóvenes de Caimán del Orinoco que estaba liberando ese día, 24 de noviembre, el ministerio del Ambiente, en el marco de un programa que busca repoblar las zonas donde este animal abundaba, y que hoy está amenazado de extinción. Había otras personas con su respectivo caimán en las manos; yo tuve unos pocos minutos para observar el mío (nótese la violenta idea de poder, propiedad y apropiación: lo tengo agarrado por el pescuezo, así que ya es mío). Animal poderoso, una de las máquinas de triturar más antiguas y perfectas de la naturaleza, ahora estaba inmovilizado por un bicho que en otras circunstancias vendría a ser su desayuno.

Tenía el hocico cerrado por un teipe, un triste teipe negro. Es fácil evitar que la boca de un caimán (¿o cocodrilo?) se abra, ya que los músculos que ejecutan esa función son débiles, y tan relajados como para permitir esos largos bostezos de horas; el problema es cuando esa boca se abre y decide cerrarse sobre una presa o enemigo. No hay un animal sobre el planeta con una mordida más fuerte que la de los cocodrilos y caimanes. Olvídense de leones, osos, hipopótamos o monstruos marinos: los primos adultos de este caimán (los de agua salada) ejercen una presión de más de 250 atmósferas o 1.700 newtons, lo que equivale a decir que, por cada centímetro cuadrado de carne que estos camaradas muerden, cae un peso de 270 kilos.

No es que si un caimán te agarra un brazo éste va a soportar 270 kilos de dientes y jalones, no: esa presión recaerá en cada centímetro de la zona mordida. Digamos que tú pones un clavo o espina gruesa y afilada en el piso, con la punta hacia arriba, y encima coloca la uña del dedo meñique (que mide más o menos un centímetro cúbico). Encima de la uña colocas una tabla o plataforma, y encima de esta tabla se paran al mismo tiempo tres personas gordas de 90 kilos cada una: esa es la presión que ejerce un caimán adulto por cada centímetro cuadrado al morder. Si los caimanes le hubiesen descubierto algún valor gastronómico al hierro, las cabillas de construcción se partirían en sus fauces como en nuestras miserables bocas se parten las paletas de helados.

“Estos son animales rezagados, aquí los llamamos sutes”, dice Carlos Chávez. “Nacieron en mayo de 2012 y no habían alcanzado la talla en julio de 2013, cuando liberamos a los primeros 60 de esta camada. En estos meses los alimentamos dos veces por semana y les dimos complementos vitamínicos, y ahora miden entre 85 y 115 centímetros”. Chávez es el funcionario del Ministerio del Ambiente encargado del proyecto de conservación del Caimán del Orinoco o Cocodrilo Intermedio.

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Estrictamente hablando, un tecnicismo que los biólogos sabrán explicar obliga a considerarlo como una de las 23 especies de cocodrilos existentes en todo el planeta; 5 de ellas se encuentran en Venezuela. Pero acá se operó un triunfo del habla popular sobre la terminología científica, pues luego de varios siglos de oír a los habitantes del llano hablar del “caimán” en conversaciones cotidianas, en cuentos y leyendas, la convención académica y científica ha terminado por aceptar, sin escandalizarse, la denominación Caimán del Orinoco para este enorme reptil.

Estos que fueron liberados en una ensenada del caño Guaritico, en predios del hato San Francisco (municipio Muñoz del estado Apure) provienen de un zoocriadero ubicado en Puerto Miranda (Camaguán, Guárico) donde se encuentran 11 machos y 12 hembras reproductores, cuyos huevos son incubados artificialmente y sus crías liberadas en distintos puntos de la cuenca del Orinoco, su hábitat original. 

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Las razones por las que el Caimán del Orinoco comenzó a escasear hasta casi extinguirse fueron, sucesivamente, el miedo y la codicia. En la Venezuela preindustrial, al llanero que transitaba por esas sabanas no tenía por qué caerle simpática la presencia de un animal de seis metros de largo y una fiereza comprobada. El dato del miedo estaba en su cuerpo, en la sabana era frecuente la vieja danza del depredador y su presa, y la del hombre que para probar su virilidad se sentía obligado a enfrentar al matador. Toparse con un animal de esas características, huir de él o darle muerte para comer (y también para exhibir su piel como trofeo) era un asunto inherente a la cultura de esas zonas, pero no era una práctica masiva ni descontrolada; nunca el caimán iba a exterminar a los seres humanos ni éstos al caimán. Se trataba de una tensión que no era de guerra sino una lógica de coexistencia.

Esa relación humano-caimán se pervirtió por las mismas razones que han pervertido a casi todas las manifestaciones autóctonas en cualquier parte del mundo: el ingreso del capitalismo industrial, la explotación masiva y el comercio de pieles hicieron disminuir la población de caimanes en cuatro décadas del siglo 20. De pronto, encontrarse con un caimán dejó de ser un episodio fortuito que ponía a prueba la valentía del veguero y pasó a ser una actividad comercial más, un negocio: ahora el caimán se escondía y el mercader iba con sus baquianos a asesinarlos en masa.

“Quien quiera saber a dónde fueron a parar esas decenas de miles de caimanes exterminados vaya a los países europeos y a Estados Unidos. Ahí están, convertidos en carteras y objetos para disfrute de la burguesía”, reflexiona Miguel Rodríguez, ministro del Ambiente. “Cuando uno habla del tema del Caimán del Orinoco se da cuenta de que no fue ociosa ni caprichosa la formulación del comandante Chávez del Quinto Objetivo del Plan de la Patria. Antes de ser redactado este plan ya el comandante hablaba en términos de mucho afecto del Patrullero, ese caimán legendario de 20 metros que los llaneros de Elorza han convertido en patrimonio cultural inasible. Chávez no se refería a esa fiera en términos de odio al monstruo sino de remembranza tierna, y esa fue una base muy sólida para después proponer como objetivo importante dar pasos para la defensa de la vida en el planeta”.

Pero el Patrullero es también producto del miedo. A los grandes caimanes suelen quedárseles en el lomo, cuando salen del agua, matas de bora y otras plantas acuáticas. El colosal cocodrilo del imaginario llanero tiene en el lomo, no unas matas de bora sino una palma.

Así que ese día unos pocos privilegiados nos disponíamos a echar al agua 45 caimanes. La incomodidad inicial se me fue quitando poco a poco al ver que, a mi lado, había otras personas con la misma actitud de crispación que yo. A pesar de la nobleza del acto eso que se veía en el rostro de todos también se llama miedo.

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Miré a mi caimancito, al que uno de los compañeros le había quitado el teipe de la boca. Justo en ese momento, cuando ya faltaban unos segundos para su liberación, el caimancito se orinó. Corrijo: me orinó. El líquido caliente me bañó la mano y parte del pantalón. Después de todo el ser humano es el mayor depredador de la historia, y ese pobre animal tenía muchas razones para sentir miedo también. Al lado del dato ancestral de su enorme poder viaja con sus genes el reconocimiento de la bestia que lo exterminó metódicamente, por miedo y por dinero, en el último siglo.

Hay en estas iniciativas algo de reconocimiento entre depredadores, un acuerdo tácito y sin palabras; a estos caimanes los estresamos y asustamos un rato y luego les regalamos su caño y su sabana, su libertad. Nos corresponde hacerlo, se lo debemos. Porque al final, poniéndonos a observar las cosas con serenidad, resulta que los animales y nosotros somos la misma gente, estamos hechos de la misma materia. La naturaleza toma unos materiales, los mismos para nosotros y para ellos, y los procesa a nivel molecular de manera distinta; de una combinación salen caimanes, de otra combinación nacemos los seres humanos. El orden de los factores altera el producto, pero lo cierto es que estamos fabricados con las mismas cosas, así que todos esos seres: insectos, cuadrúpedos, aves, bípedos, magallaneros, reptiles, escualos, escuálidos, peces; depredadores y mansos, cantarinos y violentos, todos esos bichos son hermanos nuestros. Hermosa o fatalmente, estamos todos aquí y ellos son de los nuestros.

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Me acerqué a la orilla del caño, lo lancé como me indicaron hacia el agua liberadora, y el bichito se echó a nadar.

En un segundo me salió del cerebro otra información, seguramente obtenida de algún programa de National Geographic: los jugos gástricos de los caimanes y cocodrilos son tan devastadores que ninguna bacteria puede sobrevivir en su estómago. Los grandes animales que padecen el verano africano a veces son azotados por epidemias de cólera y mueren por docenas. Ningún animal carroñero come de esa carne envenenada; los cocodrilos, armados con un coctel disolvente perfeccionado por millones de años de evolución devoran esos cadáveres sin problema; lo que se le salva al artefacto de su boca pletórica de colmillos y fuerza inaudita sucumbe en el estómago lleno de los ácidos más corrosivos del reino animal.

Me olí la mano orinada: no olía a nada. Se lo comenté a Jesús Ernesto, a quien su caimán le había defecado la camisa, y quien tenía una explicación al respecto:

–Esos animales comen más limpio que nosotros. Su orina no puede oler mal, no es tóxica: ellos no andan bebiendo cocacola ni comiendo mayonesa.

–Sí, güevón. Los gatos tampoco comen mayonesa y el miao de gato huele más mal que el coño.

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2 comentarios

Aliffer 17 junio 2024 - 17:49

La mejor de tus crónicas, me encantó

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José Roberto Duque 17 junio 2024 - 23:56

¡Un abrazo, Aliffer!

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