En la más musical de las parroquias caraqueñas hay un esfuerzo de los adultos por transmitir valores y procesos de su cultura urbana y ancestral: de la memoria a los paladares
Penélope Toro León / Fotos Candi Moncada
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Aquel día de septiembre llegamos retrasadas a la prefectura de San Agustín del Sur, a causa de un palo de agua descomunal. Doñas y dones hablaban en círculo. La conversación giraba en torno a sabores de la infancia intactos en la memoria, a los viajes a los sitios de origen de sus familias campesinas, primeras pobladoras del barrio, quienes hacia los años 40 fueron empujadas a hacinarse en los cerros caraqueños por el cambio abrupto del modelo agrícola al petrolero.
Pronto entraríamos en confianza. ¿Cómo no? Si este es un barrio que sabe y huele a pueblito. Banquete, homenaje y mucho más. Rezar, trabajar, comer, cantar, apoyarse, acoger y aprender son como una misma cosa y se hace en colectivo.

Diccionario aparte, la palabra convite posee una significación particular para la población afrodescendiente y veremos por qué. Punto de referencia en la superación de la connotación peyorativa que la palabra “barrio” tuvo en Venezuela, gracias a la capacidad resiliente de su gente, quienes le atribuyen dicho aforo al sabor de la rumba y el guaguancó. Múltiples sabores y saberes florecen para complementar el protagonismo cultural que se ha forjado San Agustín en Venezuela y el mundo.
Urbanizadas sin mayor planificación u orden -como tantas otras zonas caraqueñas-, con familias provenientes en su mayoría del estado Miranda, sus ocho barriadas desplegadas en faldas y cerros se encuentran atravesando el río Guaire, al bajar al sur por El Conde. De su origen mirandino se desprende el marcado sello afro y la devoción a San Juan Bautista. En los años 60 y 70 el cimarroneo, la sobresaliente calidad percusionista y la influencia cubana, se mezclaron para crear su también destacada trayectoria sonera, tal como se refleja en el documental El afinque de Marín.

Una Cooperativa que ha sobrevivido con “presupuesto amor”
Leche recién ordeñada, coco fresco, cambur titiaro del conuco para la preparación de la cafunga, melao de caña, papelón en el punto requerido sin sospechosos aditivos, maíz pilao; son elementos con los que Mireya Peña, Norma Pedrales y María Vaamonde (La China), integrantes de la Cooperativa Unidos San Agustín Convive y rescatistas de la dulcería criolla de origen afrodescendiente, difícilmente podrán contar. Aun así, y a pesar de las diversas crisis que no han mermado para el pueblo venezolano desde hace 500 años, el convite, práctica de resistencia, se sigue haciendo con su principal ingrediente: auténtica solidaridad y con “presupuesto amor”.
Así nos dice Mireya Peña, coordinadora de la Cooperativa, maestra de saberes, cultora e inspectora itinerante de la Misión Cultura, cuyo liderazgo matrísitico sale a relucir en todo momento. Toma la palabra en el círculo, invitando a adultas y adultos mayores a empoderarse y retomar el convite una vez al mes, dada la merma de los comedores populares: “Estamos en otro proceso de la historia, podemos hacer las cosas juntos, decentes, con amor”.

Mireya finalizó el llamado a hacer junteras mensuales y anunció la puesta en acción para la preparación del majarete. Cual diligentes hormiguitas las mujeres sacaron hacia un área externa del recinto la bombona de gas y la cocina, para que todo el mundo apreciara, con lujo de detalles, la elaboración del dulce protagonista del día. Mientras tanto, gente iba y venía. En un sitio la conversa, en otro la cocinadera… Era como estar en una fiesta en casa de una tía. Y esa tía era La China.
María Vaamonde, trabajadora social con 28 años de servicio en el Instituto Nacional de Servicios Sociales (INASS), Coordinadora de la Atención a Adultos y Adultas Mayores, sonriente en todo momento, es la encargada de que esta gente se apropie de ese espacio institucional como si fuera su hogar.
Vivir la ciudad, ¡y de qué manera!
Mientras se acomodaba el “set” para la preparación del majarete, la fiesta de saberes no paraba. Contaban que la pandemia les hizo relucir ganas de hacer, en parte, para encontrar alternativas a necesidades apremiantes, como el decaimiento emocional de la población adulta mayor. Así comenzaron a hacer talleres de cocina, encuentros de saberes y sabores, unidas con creadoras de otros barrios. Ahí empezó la fiebre por las bebidas artesanales.

La olla está montada en el último de los convites de una serie de cuatro que correspondían al Proyecto de Reparaciones de la Esclavitud y la Colonización, convocado el Ministerio del Poder Popular para la Ciencia y la Tecnología (Mincyt) en el que entró la Cooperativa, conformada por 32 personas, la mitad activas. Cantan, cosen, cocina, recitan y un proyecto de reciclaje las espera.
Mireya, encargada del delicado mando de la paleta, habla mientras bate. “Nosotras en la pandemia cogimos cerro, a buscar matas, y ahí comenzamos con los jarabes medicinales. No sabíamos mucho, pero una que sabía le enseñaba a la otra y así. Fuera de los jarabes y la dulcería criolla también hacemos ponche crema (leche ‘e burra) y vinos artesanales”.
Hace una importante aclaratoria mientras abre un paquete de harina de maíz: “Yo ya no viví la época en que el majarete se hacía con maíz pilao, nosotras lo hacemos con harina. La ciudad se vive de otra manera”. Y la viven de la manera más sana posible.

El majarete es un dulce criollo, semejante a una natilla, cuya base es el maíz y el coco. El grano, bien sea procesado en harina precocida (la comercial) o bien en masa de maíz cocido y molido, anteriormente pilao en pilón, su forma ancestral.
Comienza con las proporciones. Para un kilogramo de harina de maíz, tres cocos (cocos secos y harina blanca), y una panela de papelón grande. Explica que no utilizan el papelón tan oscuro porque es muy salobre. Usan el que traen de Mérida. El melao cocinado exclusivamente con canela en rama, no usan ninguna otra especia. Y “por supuesto, tiene que tené su puntico ‘e sal”. Ellas le ponen una pequeña cantidad de leche de vaca, al final.
En una olla común se pusieron la leche de coco con el melao de papelón, aliñado, colado, y la harina. Se le agrega otro palo más de canela al batido, que no debe tener la llama alta, sino media, no descuidarse ni un momento y estarlo meneando constantemente con paleta de madera; “si usted no le da paleta de la buena y en una misma dirección lo que va a tener es un mazacote”.

Mireya se retiró un momento a buscar algo cediendo el timón a una compañera. Cuando volvió, continuaba hablando y de pronto paró: “me dejaste empelotar la masa, China… la voy a matá…”. Nos miró esbozando una sonrisa de medio lado y siguió hablando, ocupándose de desempelotar, lo cual se hace empujando las pelotas con la paleta a las paredes de la olla para disolverlas.
El ritmo y energía de la paleta son fundamentales en esta preparación y no todo el mundo le tiene el punto. Dice que no se puede distraer. Pasan bandejas con bollitos aliñados con una salsa bien buena, pero ella ni los mira. Habla de un punto del majarete: “es cuando tú estás meneando y ves el fondo de la olla. El punto es cuando se despega de la olla”.

“La gente piensa que los abuelos nos heredan las recetas así de fácil. ¡Eso es mentira!, usted ve paʼ allá y usted ve… Antes no había eso de que si voy a utilizar una taza de esto y un kilo de aquello, no había medida. Yo he pasado mi vida experimentando, tratando de evocar el sabor con el que yo me crié”.
“Ellos no trabajaban con recetas, eran sus cálculos que ellos sabían”, – Interviene una señora de unos 80 años. Mireya asiente y continúa: “Yo empecé a hacer besitos de coco a los 12 años y eso era una galleta, eso no era un besito de coco. Voy a cumplir 70, o sea, que son 58 años haciendo besitos”.
La ruta del coco
El Proyecto de reparaciones contempló tres comunidades afro: Cuyagua (estado Aragua), Curiepe (estado Miranda) y San Agustín. Ellas eligieron “La ruta del coco” en la dulcería criolla. Cada comunidad eligió su rubro y hubo varios encuentros. Con los recursos que han obtenido en distintos proyectos han podido adquirir insumos y utensilios para su cocina ambulante.

Resultó difícil delimitar, en medio de la alborotada conversa que incluía: “ponme aquí, tráeme acá, échame de aquello…” más las preguntas de la audiencia; el mundo de proyectos, articulaciones, enlaces, alianzas e increíble trayectoria de estas mujeres. Sin embargo, destaca una responsabilidad que tienen en alianza con Pueblo a Pueblo en la comunidad.

“Para las clases de cocina, casi siempre escogemos una casa de alguno de los compañeros de la Hermandad, la Hermandad de La Ceiba. ¡Ah… porque también tenemos una Hermandad!”, -recalca.
En La Hermandad, (cofradía) de San Juan Bautista de La Ceiba, se rescatan las tradiciones culinarias, pero lo más importante es el trabajo pedagógico con niños y niñas, siguiendo el legado de su mentor, el profesor Jesús «Totoño» Blanco. “Tenemos el San Juan de Marín que nosotros decimos el farandulero. Pero en el de nosotros los muchachos aprenden a rezar, a cantá fulía, las sirenas, participan niñas. Marín es aquí, este sector, y La Ceiba está más arriba en el cerro. ¡¿No conocen pa arriba?! No puede ser…”.

El majarete en su punto y lo mejor por venir
Pasados unos cuarenta minutos, más o menos el tiempo del punto del majarete, Mireya se veía agotada pero no sucumbía ante el cansancio. Repartían ponche crema, besos de coco y dulce de leche con coco. Yo esperaba ansiosa el majarete, que desde que mi abuela falleció nunca más lo probé. Los besos tenían un delicado aroma que no podía descifrar. Pregunté a Norma (como quien no quiere la cosa), y me respondió orgullosa que a sus besos ellas le ponen ralladura de limón. ¡Deliciosos!
El debate en el círculo de abuelos y abuelas se puso candela. Tema: El Esequibo. Una doña, mapa en mano explicaba con pelos y señales la añeja y sistemática historia de la planta insolente de los poderes imperiales en la repartición política de nuestro territorio. La claridad política de esta gente estremece y hace pensar que muy difícilmente a este pueblo lo vuelvan a dominar.

Justo cuando el majarete lo estaban enmoldando para que se enfriara y cuajara, ya después de haberle agregado la porción de leche de vaca en la última fase y en el punto anteriormente descrito, un personaje, cundido de carismática negritud, entró al recinto diciendo a gañote: “¡Ajá!! Llegó el que faltaba pues… ¿Armamos la rumba o no armamos la rumba?”, sonriendo lumínicamente.
Se trata de “Luis Eduardo Báez Cortés Mata Machuca”, dice, porque no quiere obviar los apellidos de sus abuelas, “hijo de Florencio Báez y Amelia, ¡esa negra hermosa!”. Criado en el barrio de La Vega, formado desde muy pequeño en la escuela de música José Ángel Lamas, comienza su carrera artística con la agrupación Cosecha. De ahí en adelante comparte escenarios con grandes músicos parranderos y salseros.
El conversatorio cerró con un emotivo y fortísimo coro “¡El sol de Venezuela nace en el Esequibo!”. El cuatro estaba preparado y comenzamos a cantar la parranda “Venezuela, bandera venezolana”. Los versos a cargo de Luis, hablaban de creación, amor, sabor, negritud, guayaba, tamarindo y, no podía faltar, de Bolívar.
Seguían las parrandas porque Luis agarró ese cuatro y no lo soltó, no nos soltó. En los coros un par de hombres más la afinadísima y aguda voz de Norma.

Norma Pedrales quien es docente, maestra de tradición, nació en el Junquito (estado La Guiara), pero se va a San Agustín desde muy pequeña y desde esa edad canta. Tiene el orgullo de haber sido fundadora de la primera agrupación coral salida de un barrio, La Coral de San Agustín, con el maestro Blanco. Su trayectoria en el terreno del canto es muy amplia, destaca particularmente en la Cofradía de la Hermandad de San Juan Cantor de La Ceiba, de la que nos hablaba Mireya.
Los orígenes güireños (Güiria, estado Sucre), de Luis salieron a relucir con una parranda suavecita que hablaba de una “barca de oro a la orilla ‘el mar”. Con esa evocación marina, ya degustábamos la ternura del coco en el majarete, mezclada con el candor de la voz de Norma, perfecto ensamble. Terso y profundo como el pueblo, el dulzor en su punto. Un convite y un majarete que nos hicieron sentir como acurrucadas en el regazo de unas abuelas, bajo la promesa de volverlas a ver con una invitación paʼ coger cerro.

1 comentario
que experiencia tan hermosa! y contada de esta manera lo hace a uno vivir como uno más el momento. saludos fraternos desde el estado Lara, de una caraqueña del Valle y de Antímano. misión cultura Lara.