José Marino Moncada se empeña en mantener vivo un oficio del que otros cultores reniegan por cansancio o porque no le ven futuro: la fabricación de piezas con cogollo de la hoja de la caña amarga
Nelson Chávez Herrera / Fotos Wilfredo Machado
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Luego de un percance de difícil narrativa que frustró los planes originales –ir tras las huellas y el destino del Tachiráptor– hubo que replantear los objetivos de nuestra visita al estado Táchira. Abandonados por los guías originales caímos en manos de una baqueana dispuesta y cordial: Milángela Vivas Martínez: ceramista, especialista en reproducciones de arte rupestre y figuras precolombinas, artista con varios reconocimientos nacionales, coordinadora del Gabinete Cultural Municipal y del programa de cerámica en el Centro Productivo Artesanal y Cultural El Abejal.
Milángela nos rescató en la alcabala de Copa de Oro. Apenas descendemos de la camioneta nos reconoce; las caras nos delatan como visitantes. Nos invita a ir hasta su casa para guardar los equipajes antes de iniciar la jornada de entrevistas. Preguntamos la distancia; “Serán unos quinientos metros”, responde. Vamos por la orilla de la carretera arrastrando las maletas. Una de estas es gigantesca y se está desarmando. Los vehículos van a toda velocidad por la calzada, pitan, lanzan monóxido, nos obligan a retomar la acera angosta. Es mediodía, hace un calor intenso, el sol pica, el trecho de quinientos metros se convierte en kilómetros.
Subimos hasta su casa, ubicada en la vereda siete al final de una empinada cuesta. Un café negro recién colado y agua fría en la cara nos despabilan. Desde la morada de nuestra solícita anfitriona puede verse el inmenso valle, las cúpulas de la catedral de la Virgen de la Consolación de Táriba. De esta manera empieza nuestra incursión en el estado Táchira, voz lingüística indígena, muisca o chibcha, cuya etimología reconstruida en silabas sería; Ta (labranza) chi (nuestra) ra (lugar). Algo así como “el lugar de nuestra labranza”, traducido muchas veces como “la tierra de nuestra heredad”.


Lo amargo de trabajar con caña amarga
En la aldea El Abejal la cestería y la hechura de sombreros es un asunto familiar. Herencia de los pueblos indígenas habitantes de estos valles y montañas; táribas, peribecas, tononós, tucapés, capachos, azuas, sirgarás, la zona es reconocida porque su gente conserva la tradición originaria de fabricar la cestería con caña brava. Además de elaborar mecedoras, cunas, sombreros de cogollo, con esta y otras fibras naturales y bejucos.
La fundación de la aldea no tiene fecha, pero el municipio Guásimos y el pueblo de Palmira al que se adscribe fueron fundados en 1627. El nombre aparentemente se debe a las muchas abejas que hacían colmena en las paredes de las casas de bahareque de esta zona antaño llena de cañaverales. Aunque también se comenta que refleja lo laborioso de sus gentes.
Nuestra baqueana nos propone visitar a la familia Jaimes. Subimos otra empinada cuesta mientras conversamos sobre el trabajo de Milángela. Hace poco nuestra ceramista guía ganó el primer lugar en la categoría de Oficiante, en el concurso convocado para conmemorar los 200 años de la Batalla Naval del Lago de Maracaibo, con la obra: “Entre gritos y costuras contamos la libertad”. Actualmente la obra está expuesta en la Galería de Arte Nacional, en Caracas.
A la casa de los Jaimes se accede por un pasaje colmado de flores que desemboca en un patio de cemento. Milángela saluda y nos presenta al señor Guillermo Jaimes quien está a la sombra, sin camisa, sentado en una mecedora. Ella le pregunta si acepta conceder una entrevista sobre su oficio de cestero pero el señor Guillermo se niega, se queja de la situación económica, comenta que para qué hablar de eso si ya nadie compra cestas. Esperamos a que se desahogue para ver si accede a ofrecer su testimonio, pero resulta en vano. Dice que ninguno de los Jaimes está tejiendo por estos días.

De bajada nos detenemos ante una vivienda con una enorme reja repleta de matas de ornamento y flores suntuosas; aquí vive la señora Carmen Jara, otra afamada cultora de la cestería con caña amarga. Lamentablemente la señora Carmen había salido en la mañana para Táriba.
De regreso al corredor turístico entramos a una llamativa tienda, rebosante de sombreros, ubicada enfrente de la Plaza de la Tejedora, una pequeña plazoleta donde se erige una estatua a la legendaria tejedora Adelina Ramírez de Castro, a quien inmortalizó en su obra el escultor Ciro Ontiveros, sentada, con las manos ocupadas tejiendo un cesto de caña amarga.
El hijo de María Francisca
Contraria a la primera recepción de rechazo, el señor de la tienda de sombreros nos recibe con una amable sonrisa. Su nombre es José Marino Moncada. Nació en San Cristóbal el 6 de noviembre de 1960, estudió primaria en la escuela Simón Rodríguez y bachillerato en el liceo Ramón J. Velásquez. El oficio se lo enseñó su mamá, María Francisca Moncada, también original de San Cristóbal, donde nació en 1926. Ella, según cuenta Marino, fue madre y padre de tres hijas y tres hijos, entre ellos él, a quienes crió y levantó ella sola mediante su oficio de tejedora de sombreros y bolsos de cogollo. Arte que le había enseñado una amiga suya de juventud, porque nadie en su familia antes que ella se dedicaba a tejer.
–A mi papá no lo conocí–, dice José Marino. –Yo soy natural.
María Francisca le enseñó el oficio a sus seis descendientes, pero los únicos que aprendieron bien y se dedicaron al arte de la cestería fueron José Marino y Erasmo José. “Mi mamá fue la que nos enseñó. Eso viene, como yo les digo: desde el vientre de mi madre yo traigo esta profesión”.

“Nosotros teníamos que llegar de la escuela y ponernos a tejer. Ponernos a ayudar a mi mamá, que en principio nos ponía a hacer las trenzas”.
–¿A qué edad empezó a aprender?
–Como a los siete, ocho años.
–¿Ella empezó a enseñarles todo?
–No. Ella sentada en la máquina nos decía “esto se hace así”, a raticos nos enseñaba.
La otra ayuda recibida por María Francisca de sus hijos y sus hijas, para que no faltara en la casa el sustento, era acompañarla a llevar desde San Cristóbal hasta el corredor turístico El Abejal los pedidos de sombreros que le hacían los locales de artesanía de este lugar, allá por 1968. Venían y se iban en carrito por puesto.

“Mi mamá tenía un costal blanco y metía ahí unas dos o tres docenas de sombreros y unos siete bolsos, que era lo que ella hacía en la semana, y los traía para los negocios de artesanías. En ese entonces había aquí como diez negocios de pura artesanía, luego llegaron a haber hasta treinta y cinco. Ahorita hay como diez, desde el inicio del corredor hasta el Centro Artesanal”.
El sombrero que más hacían por ese entonces eran las pavas: “nosotros los llamábamos pavas. No sé porqué le darían ese nombre de pavas. ¡Hágame una docena de pavas nos decían, para adultos, para niña!”.
Ante una necesidad sobrevenida fue que Marino empezó a fabricar sombreros y bolsos por su cuenta, desde la edad de once años.
“Mamá estaba visitando a una hermana mía que estaba en Caracas. Llegó una señora por un pedido y mamá no estaba. Entonces yo le dije, si quiere yo se lo hago. Eran cinco docenas de cesticas de niña, bolsitos para niña, que antes se le colocaba una carita y se adornaba. Nosotros le metíamos un botoncito y después empecé a hacer sombreros. Uno sabía dónde se buscaba la materia prima, iba y pagaba, y volvíamos a tener la materia prima”.

La mejor manera de enseñar es haciendo. Desde el inicio de la conversación y mientras va contando su historia, para mostrarnos cómo se hace un sombrero de cogollo, José Marino Moncada se puso a fabricar uno en tamaño miniatura. “Ya te voy a enseñar cómo se hace un sombrerito”.
Empezó a coser y fue haciendo primeramente la copa del sombrero. Luego lo sacó de la máquina, lo volteó y empezó a coser el ala. “Se empieza por la copa, y luego se voltea pa’ darle el ala, y ahí va dándole la forma que usted quiera”.
José Marino se define como artesano en cogollo. “Porque el nombre de esto realmente es cogollo. Desde que yo me estaba criando era cogollo, pero ya lo han trasversado porque le dicen ‘de palma’. Aquí se trabaja el cogollo de la hoja de la caña amarga. En Margarita hacen los sombreros de palma, de cogollo de palma de coco; y en una parte de oriente lo hacen de cogollo de palma de moriche. Por eso es que la gente piensa que estos son de cogollo de palma, pero no, son de cogollo de la hoja de la caña brava. Estos son los famosos sombreros palmirenses, de Palmira”.
La vena de la hoja
La explicación de cómo se obtiene y procesa la materia prima para hacer sombreros de cogollo de cañabrava o caña amarga es detallada.

Para no cortar la mata de caña amarga se dobla, se cortan las primeras hojas y se les saca el centro, la vena de la hoja, ese es el cogollo. Se le quitan los orillos a la vena y después en un pedazo de caucho se coloca, y con el cuchillo se abre y se va sacando, se va sacando y se va sacando hasta que den este gruesor (nos muestra un grosor especial). A lo que tenga todas las venas listas, el cogollo, se agarran por la punta más finita y se hace un bojote con ellas, y se ponen a hervir. Al agua se le echa sal y limón. Después se saca con el mismo bojote, se abre y se ponen a secar al sereno, que no le dé sol. Se deja secar bien para que dé el tono y ya cuando esté seca la materia prima se agarra y se teje. Se puede hacer tejido de cinco pares, siete pares. Cuando no se le hace bien el tratamiento o no se deja secar bien el material, se pone verdoso. Eso es un proceso muy bonito.
–¿Con qué materiales tiñen los sombreros y los bolsos?
–El material hay que teñirlo al revés. Antes era natural, con el bijo. Había una zarza que daba amarillo y se conseguía en el monte, pero ahorita no se consiguen las matas. La única parte que yo he visto es con los indios, que ellos mismos la cultivan, pero cuando ellos van a teñir uno puede ir con ellos. Un tiempo teñimos con el wiki-wiki pero no queda muy bien. Ahora teñimos con un polvo que se trae de Colombia, de la parte de los indígenas.
Marino Moncada acostumbra a trabajar de madrugada, pero si un cliente pide verlo trabajar lo hace. Muchos en el corredor, comenta, no fabrican, no saben. Únicamente venden o revenden los trabajos de las artesanas y los artesanos que sí saben tejer. Él tiene el taller y la venta de sus productos en su propia casa, en un local que da hacia el corredor turístico,pero la mayoría de las familias que se dedican a fabricar tienen el taller en su casa y le venden al mayor a los negocios de artesanía. La otra opción que tienen desde 2012 es solicitar un lugar en el Centro Productivo Artesanal y Cultural El Abejal, donde pueden fabricar y vender sus artesanías por cuenta propia sin intermediarios, e impartir talleres de formación a las nuevas generaciones.

–¿Cuáles son los tipos de sombrero más populares que usted fabrica?
–Tenemos el sombrero del andino y la andinita, que es del estado Táchira. El que utilizaban para los bailes tradicionales: el de caballero, el de niño y el de la niña. Está el de siete pares, el de cinco pares, que es el tupido, no es calado ni nada. A este se le colocaba el pico (un borde o remate de una fibra vegetal), el tejido chiquito que está allá. Este es el sombrero de pico que es diferente a todos, por la forma. Está el sombrero cachicamo, que tiene la forma de un cachicamo, está el sombrero que llamamos la pavita”.
El señor Moncada en otro tiempo fabricó vestidos de cogollo para las fiestas tradicionales. Esas piezas ya no se hacen. También viajó dando talleres de tejido con fibras vegetales hacia la zona de Casigua el Cubo y compartió su saber con los pueblos barí del estado Zulia, donde conoció a su esposa, la docente Maleydi Luzardo Pirela de Moncada. “Me la traje de Maracaibo”.
–¿Tiene herederos en la familia Moncada Luzardo este oficio, o se lo está enseñando a alguien en particular?
– Al nieto mío, José Andrés Moncada Jove, que tiene trece años. A los muchachos hay que enseñarlos desde pequeños. Esto es un proyecto que se puede llevar a las escuelas, de enseñanza de las tradiciones nuestras, autóctonas. Un niño de primer grado puede empezar a tejer y ya cuando llegue a cuarto, quinto grado, ya se le puede enseñar a sacar la materia prima, porque a un niño de segundo o de primer grado no se le puede dar una cuchilla.
