Quince minutos

por Fredy Muñoz Altamiranda
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«Que el universo sea tu aldea” dijo Máximo Gorki, cuando le preguntaron cómo lograba que su obra lograra la universalidad, si representaba circunstancias de colores muy locales. Nada hay tan general como la particularidad y la diferencia. Los seres humanos somos peculiaridades que luchamos contra la pretendida homogenización de los sistemas que siguen fracasando, a la hora de rivalizar con nuestra condición disímil.

¿Por qué insistimos en existir contra la naturaleza? Las ciudades son el ejemplo más claro de nuestra derrota. Todas las que existieron antes de nuestra era fueron vencidas por el hambre, la guerra, o los desastres naturales. Cada cosa que hicimos sobre ellas, o sobre nosotros mismos para emularla, terminó negándola: viviendas, vestidos, caminos, acueductos, albañales…

Cuando las concentraciones humanas del feudalismo se hicieron núcleos de comercio, la necesidad de más alimentos en una sociedad con menos agricultores, le imprimió al campo un papel determinante en la existencia de las urbes. Y el comercio contaminó tanto la actividad productiva que hoy se siembra industrialmente para producir más dinero que alimentos.

Algunas ciudades anteriores a nuestra Era existieron más de cinco mil años. Uruk, la metrópolis pre cristiana de babilonia, cuyos restos aún se ahogan con las ventiscas de arena del desierto iraquí, dejó de existir cuando los ríos que bañaban sus cultivos periféricos cambiaron de curso y secaron los campos de trigo, alimentos y forrajes que la mantenían.

No valió de mucho haber desarrollado una arquitectura magnífica, un minucioso sistema contable para su vida comercial, una escritura cuneiforme enriquecida con el uso de sellos cerámicos… Todo quedó atrás cuando los canales empedrados que llenaban de agua el delta del Éufrates se secaron y los agricultores fueron convertidos en soldados.

La ciudad moderna, sostenida con razones más endebles, desaparecerá antes que Uruk, Tebas, Troya, Mohenjo Daro, y cualquier otra que sólo existe hoy en las enciclopedias, o las necesidades académicas de los arqueólogos.Ciudad de México congrega más de veinte millones habitantes en un frenesí por existir. Es el centro de un torbellino lento y desastroso que absorbe todos los días agua, energía y alimentos de los alrededores, mientras tiene los índices más altos de delincuencia del continente. Es la ciudad donde más se asesinan mujeres cada día.

En Nueva York, Sao paulo, Tokyo o Bogotá existen personas que cada día dedican cinco de sus seis o siete horas despiertos, a andar en un bus hacia el trabajo, nunca ven a sus hijos, consumen su potencial productivo en centros comerciales, y están orgullosos del progreso en el que viven.

Un progreso que para producir un huevo, necesita consumir la energía de ocho. Que envenena su comida porque a quienes la cultivan les importa más el rendimiento financiero que la salud humana. Y que ve sin pudor cómo las nuevas generaciones deshacen su tiempo en las ilusiones virtuales del capitalismo.

Un urbanista colombiano llamado Carlos Moreno cree que el desastre socioeconómico, climático y cultural que caracteriza a las ciudades hoy, puede mejorar si las partimos en pedazos, las convertimos en una especie de islas, donde todo lugar al que necesitemos ir quede a quince minutos caminando, y los seres humanos nos acercamos físicamente más unos a otros.

El Sistema ya compró esta propuesta y Moreno aplica su teoría de la “Ciudad de los quince minutos” como asesor de la alcaldía de París. Barcelona y Shangai también se interesaron en aplicar esta metodología de acercamiento para humanizarse y demostrar que les interesa aplazar la extinción.

Personalmente no creo que la solución al desvarío urbano esté en acortar la distancia caminando al centro comercial, o a la consulta médica, mientras el capitalismo sigue revolviendo las fichas del dominó económico.

Aunque sí le reconozco a Moreno que acortar las distancias para vernos las caras y escucharnos unos a otros puede dinamizar las soluciones.

Creo que para el productor agrícola que salió del sistema, el problema es la ciudad, y que si lograra tejer un camino más corto hacia quienes consumen sus alimentos, las mejoras económicas de una y otra parte, ligadas al proceso agroecológico involucrado en la producción de esos alimentos, tendrían mucho peso en el diseño de la sociedad que aspiramos a ser. Acercarnos es una necesidad, conocernos es fundamental, y si el lugar donde vamos a sentarnos para comenzar el diálogo sin fin de un nuevo modelo, queda a sólo quince minutos de la huerta, entonces la aldea que nos acoja comenzará a tener matices realmente universales, como en el universo de Gorki.

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1 comentario

Eva Rojas 6 enero 2024 - 09:26

Maravilloso artículo, la simpleza de sus explicaciones dejan un sentimiento de desasosiego, es increíble ver cómo en el transcurso de eso que llaman evolución, el ser humano se mientras más se forma, destruye con mayor contundencia su entorno, y me preguntó no hay conocimiento de preservación de la especie? eran nuestros antepasados prehistórico más respetuoso del entorno? hacia dónde evolucionamos entonces?

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