En un informe publicado en 2022 la ONU dice que “el futuro de la humanidad es indudablemente urbano”. Lo positivo de esta afirmación es que se basa en la realidad y en las cifras (ver la primera parte), lo interesante es que pareciera que la ONU no se permite soñar, quizás porque no le toca…

Son muchas las iniciativas que buscan hacer de las ciudades espacios sostenibles, verdes, justos e inclusivos sin tocar un pelo a un sistema no sostenible, no verde, injusto y excluyente. Un sistema que no dialoga sino que arrolla y estandariza, no puede lograr ciudades distintas a lo que es, porque el hábitat humano siempre termina expresando la espiritualidad ―vacía o llena― de sus pobladores.

Jason Bradford, del Post Carbon Institute, hace una analogía bastante particular sobre las ciudades en su libro “El futuro es rural”. Dice que los modelos de sistemas urbanos son similares a los modelos biológicos del metabolismo. Es que cada ciudad es un superorganismo complejo, altamente estructurado y multifuncional. De hecho, varios subsistemas urbanos como el agua y alcantarillado, eliminación de residuos sólidos, electricidad y comunicaciones, calles y carreteras, transporte interurbano, etc. funcionan como grupos de órganos.

Así como hay insectos también hay animales más complejos como los elefantes. Mientras aquellos respiran por simple difusión a través de sus tráqueas, estos requieren mayor uso de energía para poder ensanchar sus pulmones. Antes, las ciudades sólo podían ser del tamaño de un insecto porque la energía era limitada, mientras que con los combustibles fósiles han crecido tan grandes como un dinosaurio.

Esto hace que en la actualidad las ciudades sean responsables de 60-70% del consumo mundial de materiales. Se espera que éste aumente de 40.000 millones de toneladas en 2010 a 90.000 millones de toneladas en 2050.

Las infraestructuras urbanas se parecen a un gigantesco sistema circulatorio de una ciudad, con tuberías de acero, cables eléctricos, carreteras de concreto, vías de ferrocarril y canales que transportan fluidos, sólidos y energía dentro y fuera de la ciudad. El sistema circulatorio de una ciudad moderna es muy activo y requiere grandes cantidades de energía para alimentar a sus habitantes y evitar la acumulación de residuos.

Se ha naturalizado un estilo de vida en el que no es necesario hacer conciencia de la procedencia de lo que se usa y consume. Casi nunca se piensa cómo llega el agua, el alimento o la electricidad a ciudades como Caracas. Esto no es un tema de repartir culpas sino un diseño político que parte de la historia de la industrialización y se debe a la separación de las personas de sus medios de subsistencia.

Las ciudades siempre han dependido totalmente de la capacidad de las zonas rurales para producir bienes básicos, sobre todo alimentos. Dice Bradford que “gracias a la energía concentrada en el petróleo, con su capacidad para alimentar equipos pesados y transportar mercancías a grandes distancias, las ciudades han podido alcanzar la escala que tienen hoy en día apoyándose en una base territorial a menudo varios cientos de veces superior a su propia superficie”. Son muchos los metros cúbicos de recursos (agua, biomasa, aire, energía) que se requieren para sostener un metro cúbico de una ciudad, con humanos inclusive, obviamente.

Y esto se parece a lo que ocurre en nuestro imaginario, la falta de interacción física con el entorno ha ausentado del funcionamiento del mundo. El dinero es quien atrae a muchísimas personas a las ciudades, también nos atraen las ganas de compartir ideas, generar confianza e innovar.

Viene el postureo científico: la ley de conservación de la masa establece que la materia no se crea ni se destruye, todo lo que entra en un sistema sale, aunque modificado. La primera ley de la termodinámica dice lo mismo pero respecto a la energía, ésta no se crea ni se destruye, solo puede transformarse de una forma «disponible» (como la energía química de la gasolina, una papa o un trozo de madera) en trabajo útil (como la energía cinética) y calor disipado, que también es energía.

Más postureo: la segunda ley de la termodinámica dice que la entropía (mayor probabilidad de desorden, aleatoriedad, azar) siempre aumenta con cualquier cambio en un sistema aislado, también dice que ningún cambio en la materia y la energía puede ser 100% eficiente. Los sistemas vivos se caracterizan por procesos metabólicos que parecen desafiar la ley de la entropía, detienen por momentos el “desorden” con mecanismos sofisticados de importación de materia o energía. Así lo hacen las ciudades.

El caso es que los centros urbanos necesitan exportar grandes cantidades de residuos materiales y energía térmica de baja calidad tanto a las zonas rurales como al resto del entorno. A mayor consumo (comodidad o aire de país), mayor exportación.

Incluso muchas soluciones “verdes” no son sino formas de correr la arruga. En el supuesto negado de que se pueda reemplazar el petróleo por el litio de las baterías” descarbonizadas” también será trágico el impacto sobre el agua de muchos territorios en torno a las minas litíferas, sin hablar mucho sobre qué se piensa hacer con los residuos de esa aparente solución.

Ciudades “automatizadas” mediante tecnologías cuya base humana son pueblos invisibilizados en sus culturas porque son “monte y culebra”. Ciudades con ciudadanos de primera, de segunda y de reversa, en las que el dualismo cartesiano ha impulsado el racismo para separarlas del campo. Ciudades con condiciones de vida que cada vez son más mercancía que derechos.

Pareciera que mientras más se construye para hacer vivible la ciudad más entropía se exporta y mas capital acumulan las élites. Es mucho lo que se ha escrito para hacer creer ciegamente que el crecimiento económico es la única vía para el logro del bienestar de la humanidad sin superar las relaciones de producción, que son políticas. El ciudadano vive atrapado en una cultura que se asume superior y separada del resto de la naturaleza y se le hace creer que todos creceremos si unos pocos se la apropian.

Tan potente es su relato que se “naturaliza” que unos elegidos conviertan al planeta en un campo de guerra para acceder a la naturaleza, por las buenas o las malas. Ese campo de guerra empieza en las ciudades, donde la disputa es permanente y prometer ser mayor si la crisis ambiental avanza como va. Toda una mesa servida para el fascismo y la cultura de Mad Max.

La ciudad aparece como el templo del dios Progreso, una promesa incuestionable que está esperándonos más adelante, mientras más lo perseguimos mas se aleja. Aunque informes y noticias evidencien que estamos en una situación crítica existe la fe en que la ciencia resolverá todo cuanto nos retrase alcanzar al poderoso.

El futuro de las ciudades está mediado por la realidad, no por ídolos tecnológicos. La realidad es que hacerlas más grandes y complejas las acercará a ser elefantes caros y no insectos eficientes. La crisis exige creatividad ante la complejidad, mucha reflexión para construir desde lo pequeño. Continuará, como la vida misma.

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