José Roberto Duque
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El viejo Chevrolet venía desde el casco central de Socopó y se disponía a cruzar la Troncal 5, carretera profusamente transitada y peligrosa durante todo el año. El chofer, atento al movimiento de vehículos que venían desde el suroeste (Táchira, Santa Bárbara, Capitanejo, Pedraza La Vieja) le pidió al acompañante o copiloto que le avisara si venían carros desde los lados de Barinas. El copiloto le dijo: “Por aquí no veo nada”. El chofer pisó la chola, confiado, y a los dos segundos sintió el frenazo pavoroso, el corneteo y las mentadas de madre del camionero, que estuvo a punto de volverlos chicha a bordo de su enorme 750.
Entre los temblores y espasmos que lo dejaron paralizado un rato a la orilla de la vía, el conductor intentó reclamarle aquella fatal indicación al copiloto, que lo terminó de paralizar con su voz de trueno y su lógica aplastante: “Un momentico, yo le dije que no veía nada: ¿usted no sabe que yo soy ciego?”.

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Para conversar con ese copiloto, nombrado Jesús “Chucho” Mora; para procesar el alcance de sus palabras y sus anécdotas de un humor despiadado y a mansalva (ese chiste o episodio del frenazo en la carretera lo cuenta él mismo cada vez que se acuerda) es preciso tener presentes varias cosas. La primera de ellas es que se trata de un hombre controversial; en los caminos de Barinas y de Venezuela encontrarás gente que hablará con alta admiración de su gesta como promotor de la cultura de Socopó, y también encontrarás personas que, digámoslo elegantemente, no lo quieren. Hay gente que lo eleva a la categoría de héroe popular y otra que simplemente prefiere olvidarlo, borrarlo, execrarlo, no dedicarle ni media palabra de nada.
Chucho es el director y también fundador de la Casa de la Cultura “Juan Barajas” y del Museo Arqueológico de Socopó, lugar que resguarda docenas o centenares de piezas del ancestro que pobló todo ese eje (Pedraza-Santa Bárbara de Barinas). Hay verdaderas joyas en ese lugar: metates, puntas de proyectil, vasijas funerarias, figuras ceremoniales o decorativas; pintaderas (artificios que los aborígenes usaban para imprimirse figuras en el cuerpo, antepasados remotos de los actuales tatuajes). Mi sorpresa de neófito o ignorante: encontrar en ese museo vasijas en forma de trípode idénticas a las que vi antes en Quíbor.

El Museo es una casona grande y ventilada, cuidada y abierta al público. Está resguardada, gerenciada y atendida por un grupo de personas con discapacidades diversas. “Tenemos mucha juventud acumulada: está mi persona con 63 años. Está Tania, en silla de ruedas, tiene 55. Está Juan Carlos, en silla de ruedas, tiene 38. Está María López, que es ciega, tiene 52 años. Está Manuel López, que es ciego, tiene como 41. Está la compañera que limpia, que está como en los 42. Está Robert Gil, que tiene unos 38 años. Está David Urretia, que está sobre los 40”.
Aparte de la ceguera, contra Chucho se han confabulado la diábetes y una caída que lo mantiene casi inmovilizado. Hace un par de años le practicaron en la rodilla una operación de esas que resultan peores que el accidente que la requirió, y ahí quedó el hombre con un tornillo bailando malamente en la pierna doblada.
Los objetos que forman parte de esta colección los ha ido encontrando la gente de varias comunidades en los barrancos, orillas y cauces de los ríos. En enero de 2025 se presentó un joven estudiante de bachillerato con una vasija completa y varios restos de otras piezas, y se las entregó al museo; la antigüedad de esas piezas ha sido calculada en más de 1.200 años. Otros campesinos han decidido crear sus propios museos comunitarios en varios caseríos y poblados, con la orientación de conocedores del arte y ciencia de resguardar objetos arqueológicos.

Chucho menciona entre los que más le generan admiración el caso de un agricultor a quien llaman El Apureño, que fundó este mismo año 2025 un museo rural, en un sector llamado El Cuatro, que es la numeración que le correspondió al montículo donde vive el señor en cuestión. “Es un campesino de unos 70 años, conseguía las piezas en la laguna. Él nos donó varias piezas para acá y después dijo, no, pero qué hago yo con donarlas, yo voy a montar un museo aquí. Y con sus herramientas de trabajar en el campo fabricó sus estantes y vitrinas, y bautizó al espacio Museo Arqueológico Cacique Guaicaipuro”. Este valioso campesino recibe a los niños de las escuelas rurales, les da clases sobre el valor de ese patrimonio.
A esos niveles ha llegado la conciencia de los pobladores de la zona; en otros tiempos esas vasijas y figuras eran destruidas, ignoradas o vendidas como simples artesanías.
Chucho Mora ha servido de guía, vínculo y orientador para que muchos arqueólogos, interesados y estudiosos conozcan y palpen el patrimonio histórico y cultural de Barinas. El Museo Arqueológico Juan Barajas recibe a docenas de estudiantes cada semana. En varias escuelas se han conformado como brigadas escolares arqueológicas o Brigadas Patrimoniales en la Escuela. Allí reciben clases sobre el patrimonio para que ellos mismos fomenten en las escuelas del municipio ese trabajo.

En su voz se siente mejor el recuento de cómo comenzó:
Un poquito más joven que Socopó
El parto del pueblo o casi ciudad que desde el siglo XX se llama Socopó fue violento, agreste, amargo. En épocas remotas ya esta región estuvo poblada por pueblos originarios, probablemente arawacos, timotocuicas o una vigorosa e incalculable confluencia de culturas. Pero la fundación del poblado en los años 50 ocurrió con sangre y desafiando la represión gubernamental. El tema no admite dictámenes fáciles; estaba la gente disponiendo de unas tierras de una riqueza agrícola fabulosa y eso parece un derecho inalienable, pero estaba el detallazo de la ubicación del territorio: en el corazón de la reserva forestal de Ticoporo y justo al pie del Parque Nacional Sierra Nevada.

En poco tiempo las autoridades sinceraron la situación y el territorio fue consolidando su real vocación económica: la ganadería y la explotación maderera, fuentes de riqueza pero también de desastres ambientales; las crecidas de los múltiples ríos que bajan de la cordillera han dejado destrucción y damnificados en cantidad.
Según el registro oficial la fundación de Socopó tuvo lugar en el año 1954. Jesús Manuel Mora García, el Chucho que desplaza sus señas en estos párrafos, nació en 1962 en Pregonero, estado Táchira. De padre talabartero (Marcelo Mora) y madre cocinera (y paridora: Mercedes Contreras tuvo 14 retoños), llegaron al poblado en 1970. Socopó tenía 16 años y Chucho tenía ocho. “Aquí estudié mi primaria, crecí en estas calles con una olla vendiendo pasteles, empanadas, morcillas, hallacas de maíz tierno; limpiando zapatos, vendiendo medicina colombiana. Todo ese trabajo nos tocó casi a todos los hijos de mamá, a todos nos acostumbraron a trabajar”.

Sus primeras nociones de lo que era organizar al pueblo a través de la cultura las obtuvo de un personaje que organizaba certámenes callejeros de diverso tipo. “Con el tiempo empezamos a organizar actividades y fundamos el Festival Nacional de la Canción Obrera, el primero de mayo de 1984. Siempre fuimos gente de izquierda, en ese tiempo era mucha la presión política. Después fundamos el 27 de noviembre del 87 la Feria de la Piñata, una actividad donde cerrábamos cuatro o cinco calles y hacíamos juegos y concursos con los niños. Llegamos a reventar 126 piñatas en cuatro cuadras, donadas por la misma comunidad. Repartimos 1.700 regalos hechos y donados por la misma comunidad”.
En algún momento se propusieron fundar una Casa de la Cultura, y el relato de cómo comenzó la aventura bien vale la pena:
“Yo tenía un quiosquito debajo de la pasarela, me ganaba 80 bolívares mensuales, ahí vendía pasteles y empanadas y eso. Y con esa platica yo alquilé un local que fue la primera Casa de la Cultura que tuvo Socopó. Pero no en este sitio donde usted está ahora: escogí uno de los sitios más emblemáticos del pueblo, un lugar donde había cinco centros de prostitución. Y empezamos a hacer un trabajo cultural con las mujeres que la vida las ha golpeado, y que por el machismo de nosotros cayeron en la prostitución. Es uno de los trabajos más hermosos que nosotros llegamos a hacer en este pueblo. Organizábamos talleres de cómo prevenir las enfermedades venéreas, apoyábamos a sus hijos para que estudiaran, buscándoles los uniformes, buscándoles los útiles escolares, las apoyábamos con la medicina, con comida. Ahí duramos 22 años alquilados en ese sitio. Y llegaron a tenernos un respeto tan bonito. Varias veces cuando teníamos que ir a una reunión en Caracas ellas recogían plata para el pasaje. Y bueno, así nació este trabajo”.
Las malas y buenas lenguas de los amigos le pusieron un nombre a esa juntura de voluntades. Es un nombre jocoso pero bastante ofensivo y desconsiderado: ASOPUSO.

Con el tiempo crearon la Asociación Cultural “Juan Barajas”, cuyo nombre honra la memoria de un singular personaje del pueblo: “Era un anciano, llegó a Socopó en 1960. Venía de Colombia, y le dedicó parte de su vida a la agricultura de este pueblo. Vivía en la finca de uno de los fundadores de Socopó, pero la edad muy avanzada lo tiró a la calle. Un día nos reunimos y decidimos ponerle Asociación Cultural “Juan Barajas”, Casa de la Cultura, para revalorizar a este personaje. Y pasó a ser un patrimonio cultural de este municipio. ¿Quién era Juan Barajas? Un personaje popular que nos mató el hambre sembrando plátanos, yucas y mucha comida en este pueblo”.
Mora tuvo un desprendimiento de retina en 1983; hizo una colecta en el pueblo para operarse en Bogotá pero la operación no dio los mejores resultados. Luego se vio afectado por una dolencia terrible e irreversible: glaucoma. En 1997 fue a La Habana para intentar una recuperación, pero no se pudo lograr el objetivo.
La batalla por la memoria
Una de las faenas más trascendentales de la Casa de la Cultura y el Museo Arqueológico Juan Barajas es el rescate de la memoria del joven pueblo de Socopó. En las paredes del museo puede apreciarse una colección de fotografías de personajes y sus respectivas leyendas, semblanzas mínimas de los fundadores y primeros pobladores de ese pueblo. El método empleado para levantar esa memoria es un lujo de organización comunitaria:

“Decidimos hacer un ENCOVI, un Encuentro Convivencia de Viejos, eso fue en 1991. Pegamos unas 20 mesas debajo de unos mangos que había en la finca y en la casa más vieja del pueblo, que era donde el viejo Anastasio Pérez y su esposa. Y en esa gran mesa larga les dijimos: ustedes mismos serán los jueces de este registro. Lo que haya que cambiar, aquí mismo lo cambiamos. Y empezamos a leer la historia que ellos nos echaron, cada quien. Tuvo que pararse el primero que decían que había llegado a Socopó, que se llamaba Lorenzo Contreras, y decir delante de los fundadores: ‘Yo no soy el fundador de Socopó. Cuando yo llegué a Socopó, Pantaleón Rey, que vivía ya al otro lado del río, me ayudó a construir el rancho y me regalaba yuca y me regalaba topocho’. Y la mujer de Pantaleón Rey y dijo: ‘los primeros que llegaron a Socopó fueron los Peña Marquina… Y ahí nació ese libro de historia con niños y adolescentes. Y de esos niños que fueron ayer a investigar con nosotros ya hay unos que son traumatólogos, cardiólogos, profesionales, enfermeros. Salvador, el alcalde actual, tenía como 12 años en ese tiempo”.
No tenemos noticia de un registro similar en otro centro poblado de Venezuela: la reseña biográfica de quienes lo fundaron y echaron a existir.
La génesis o el detonante de esta pasión por la memoria la ubica Chucho Mora en el momento en que “Chávez mandó a hacer la historia de los pueblos”; se refiere a la obra monumental organizada por la Gran Misión Cultura en 2004, publicada como Catálogo del Patrimonio Cultural por el Instituto del Patrimonio Cultural (IPC).

“Aquí organizamos uno de los equipos que censamos para la impresión del libro del municipio Antonio José de Sucre de Barinas. Cuando nosotros avanzamos a meter el GPS a piedras, montículos, calzadas, vimos que había una inmensa riqueza arqueológica regada y que se las estaban llevando para otros estados del país, incluso para fuera del país, para gente que tenía colecciones y las compraba. Cuando un campesino abría un jagüey para sacar agua, cuando un campesino abría un hueco para sembrar un horcón, cuando los niños o los campesinos iban a bañarse en el río, en los barrancos de los ríos, aparecían los cementerios arqueológicos. Y toda esa arqueología caía al río. En tiempos de verano, cuando bajaban las aguas, nosotros íbamos, visitábamos toda esa zona arqueológica y empezamos a recoger piezas. Y después dijimos, bueno, ¿y ahora qué vamos a hacer con todo este poco de piezas? Diseñamos el museo. Empezamos a construir vitrinas, a organizar los espacios y a poner las cosas bonitas. Y vino Garzón de el IVIC con un arqueólogo llamado Juan Carlos. Nos asesoraron en cómo medir las piezas, cómo limpiarlas, cómo mantenerlas, cómo ordenarlas y cómo resguardar este material arqueológico que data más o menos de 1200 años de la familia arawaco que habitó los Altos Llanos de Barinas. Y ahí nació el Museo Arqueológico Juan Barajas, museo comunitario que creció al calor de su gente”.

–Los años que tiene de revolución tú no los has visto con los ojos. Pero los has sentido de otra forma.
–Sí los he visto, pero con los ojos del alma. Y gracias a esta revolución también hemos consolidado este proyecto. Esta casa me la regaló el papá de Chávez cuando era gobernador. Y el alcalde de este municipio, Salvador Guerrero, mandó a un arquitecto para que hicieran unas remodelaciones. Y lo que es dotación, todo lo que usted ve aquí adentro prácticamente ha sido dotado por el pueblo, por las comunidades, a través de la autogestión, a través de ese campesino amigo que siempre nos ayuda. Aquí en esta institución comemos ocho o diez personas todos los días. La comida sale del pueblo. Esto es una escuela, más bien una universidad. Por aquí han pasado miles y miles de niños. Y hemos asesorado a mucha gente.
Algo sobre los pobladores originarios de Socopó y territorios vecinos:


