José Roberto Duque
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Mataré rápido el tema central de este artículo, y luego desarrollaré abajo el “lomito” simbólico, los fenómenos culturales periféricos y de fondo. Tiene que ver con el ají o picante catara, inquietante y adictivo manjar del Amazonas.
Ese preparado a base de yare (jugo de la yuca amarga, altamente tóxico y mortal, a menos que se someta a fuego durante horas, como en efecto se hace en su preparación) se ha incorporado al imaginario urbano con un toque de leyenda, que, más que ignorancia, es un regodeo en la muy humana tendencia de cualquiera a dárselas de interesante. Mucha gente cree que la catara es un picante a base de bachaco culón, y que su principal cualidad (el picor) proviene de esos insectos. En realidad el picante proviene del ají (casi siempre “tornillo”, variedad autóctona amazónica) y el sabor, del yare y de los aliños e ingredientes con que se prepara, además del toque del bachaco.
La catara original, ancestral, indígena auténtico, es muy líquido y uno puede ver flotando dentro de él los ajíes enteros, y solo eso. Cuando alguien va a comprar catara y quien atiende al comprador es una persona bien intencionada, por lo general le pregunta: “¿líquido o espeso?”. El espeso viene engrosado con mañoco (de ahí su textura robusta) y con el detalle de los bachacos triturados, que le aportan proteína y un sabor extra bastante sexi, por cierto.
Y también le aportan un ingrediente que al paladar no le dice nada, pero sí a la tendencia de casi todo el mundo a la alienación: el exotismo. Sobre esta clave es bueno decir varias cosas.
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Los manjares a base de especies animales o vegetales no secuestradas masivamente por la industria de los alimentos generan algunas reacciones sociales no siempre coincidentes. Va una: lo que no es común encontrar en los expendios para la gente pobre viene con el rótulo “exótico”, y el exotismo casi siempre se vende caro, porque es alimento para la vanidad. Comerse un grillo gigante (o un bachaco) en Caracas puede verse como el colmo de la marginalidad y la miseria. Pero comerse ese mismo grillo pero comprado en la India o en México (o el bachaco en Amazonas) puede resultar chic, premium, random. Como la palabra random pues, que parece muy refinada o indicativa de curtura pero en realidad es cualquier vaina.
Va otra: en el extremo opuesto, lo muy exótico, cuando conserva su índole artesanal y no viene “legitimado” por alguna marca comercial, suele ser relegado y despreciado por los exquisitos o los buscadores de exquisitez: el grillo o chapulín, el bachaco culón u hormiga voladora.
El gancho comercial de lo exótico ha permitido aberraciones como que un aguardiente muy básico y popular como el mezcal, que es y debería seguir siendo una bebida muy barata, se venda a precios de escándalo en cierta presentación: una marca comercial decidió explotar la ignorancia del turismo estándar de las clases medias-altas e incorporó dentro de la botella un gusanito, y en el cuello de la botella una bolsita de sal. El mezcal Gusano Rojo se vende como casi ninguna otra bebida porque al acto marginal de comerse un gusano machacado en sal se le incorporó publicitariamente una propiedad bastante improbable: a los machos con posibilidades económicas les encanta pagar lo que sea cuando los convencen de que el producto es afrodisíaco. Por algo será. Si quieres vender algo, di que es afrodisíaco.
El mejor meme al respecto es un letrero puesto en alguna playa donde desovan las tortugas marinas: «Si tus huevos no te sirven los míos tampoco te van a servir».
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Acabo de leer una extraña polémica en Twitter: tuiteros discutiendo sobre las mejores marcas de café. Cuando alguien mencionó que el mejor café es el que se tuesta y se muele ante los ojos del público comprador, saltó al ruedo el dictamen: los productos que no tienen marca no son confiables porque no tienen permiso sanitario. Otra vez la burocracia legitimando las gastronomías del pueblo.
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Pero volvamos a los bachacos. Varios pueblos indígenas, entre ellos los jibi o guajibo de Apure, Amazonas y sus vecindades colombianas, acostumbran realizar un ritual no liberado de tormentos. Cuando caen las primeras lluvias del año empieza el vuelo nupcial de las hormigas o bachacos culones, y se levanta desde los nidos en el suelo un espectáculo formidable de miles o millones reinas inmensas que terminarán multiplicando la especie, la mayoría, y otra buena parte es devorada por las aves. O por los jibi.
El ritual consiste en levantarse de madrugada y acercarse al nido de los bachacos a recogerlos por montones con las manos. En el trance, los nativos resultan cortados por la furia de las tenazas, sus ropas también rotas por el ataque defensivo de los formidables insectos. Como toda la tradición, esta tiene algo de acto ceremonial; los jibi se someten a esta laceración pero al final tendrán como recompensa una joya gastronómica de sabor fuerte, previo asado o freído en caldero.
El compai Rubén Montoya, quien tiene más de dos décadas conviviendo con Mayra Yuave, mezcla jibi-curripaco en Puente Parhueña, una vez aceptó la invitación a participar en el ritual (esos bachacos son sabrosos pero hay que ganárselos) y se armó de viveza caraqueña. El hombre se llevó un banquito de madera al hormiguero, se acostó de barriga sobre él, se calzó unos guantes y empezó a capturar los bachacos. En dos segundos los bachacos se subieron al banquito y lo mordieron bello, sin importarle guantes ni inteligencia caraqueña.
En el Alto de Escuque (Trujillo), donde también levantan vuelo por millones estas especies, hicimos alguna captura tímida de unos pocos ejemplares. Apenas los suficientes para un par de sánduches de estos respetables hormigos.
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Aquí, un informe de la FAO que sigue sorprendiendo a algunas almas sensibles: se titula “¿Por qué deberíamos interesarnos en los insectos comestibles?”. Sobre todo resulta sorpresivo para algunos que prefieren seguir creyendo que eso de comer insectos es una obligación que el chavismo le impuso a Venezuela, y no una práctica antiquísima. Más antigua, por ejemplo, que el consumo de carne de vaca o de cerdo.
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Entonces sí, cómo no, las hormigas voladoras o bachacos culones son comestibles. Pero no son la base de la catara.
2 comentarios
He probado la Catara, en ambas versiones (Líquida y espesa), muy sabrosa, por cierto, y eso que no soy amante de comer salsas picantes. También consumido una mezcla de la misma con la afamada «Harina de Caribe», un producto que los naturales de Amazonas y parte del Estado Bolívar aseguran es un afrodisíaco como ninguno. También he probado el popular Kumache, de los pemón de nuestra Gran Sabana, a base de yare de yuca y muy apreciado al momento de comer el delicioso Tumá, que tiene unas variedades que incorporan bachacos, pero la más sorprendente es la que usa Comején de tierra o Termita, insectos coloniales que poseen la capacidad de arrojar químicos repelentes o ácidos a sus enemigos. Los indígenas y gente del Sur de Bolívar lo suelen consumir sólo con casabe, para ellos es un manjar. Ese Kumache lo he visto incluso en presentaciones comerciales bajo marca, la versión sencilla, sin termita, claro.
No sé cómo será ahora, pero en aquellos tiempos restaurante que se respetara en el noroeste de Bolívar y en Amazonas tenían en sus mesas Mañoco, Catara de Bachaco y Harina de Caribe.
Excelente, José Roberto! He probado el picante o tal vez un derivado de catara y creía que el picor los daba el culo del bachaco. DIDÁCTICA POPULAR!