José Roberto Duque
Versión o extracto libre de un artículo del autor publicado en 2014, titulado Las casas del Cazador
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Desde el año 2006 el cantautor y declamador apureño (¿o colombiano? ¿O ambas cosas?) Rafael Martínez Arteaga, El Cazador Novato, se instaló a vivir en una comunidad llamada La Quinta, cercana a Altamira de Cáceres, la primera capital del estado Barinas. Es una zona montañosa donde gobiernan los ríos, el café y las mapanares. Una hermosura de montaña. Estamos conscientes de que la presentación de este caballero amerita un buen paréntesis, mucho más si lo vamos a relacionar con un tema que aparentemente no es su territorio.
Para quienes no lo recuerden o no sepan quién fue: en los años 70 el Cazador se puso de moda, aunque estaba proscrito de todas las emisoras, debido a las letras muriáticas que fueron su marca como declamador: “Párate, coñoetumadre, / pa date tu merecío”. Y aquella otra: “Yo no me caso, compadre, / aunque me escoñete el frío / Me volveré un coñoemadre o un borracho empedernío…”, tronaba en algunos de sus relatos sonoros en perfectos octosílabos, y eso no era lo más escabroso que solía decir. Era una especie de ídolo underground del llano colombo-venezolano y luego de todo el territorio binacional; para oírlo había que comprar sus discos o ir a verlo en persona donde se presentara. Fue forjando así una leyenda que marcó y desnudó, contra toda pacatería, la verdad del habla popular. La gente habla así, pero por alguna razón la extraña moral de los hipócritas y burgueses prohibió que esas coplas se difundieran por radio o televisión.
Esto, después de haber sido una de las voces más recias del llano. De 1969 data el pajarillo La masacre del Vichada, cantado con garganta colosal, y en el intermedio el escalofriante solo de arpa, bordoneo inclemente de Eudes Álvarez (a partir del minuto 1’:35”). La canción narra una tragedia espantosa, que fue primero a plomo y después cultural (escuchen la letra y la música, vale la pena).
El caso es que el Cazador Novato, poeta y declamador, era un hombre culto. Y esto hay que empezar a retomarlo alguna vez con toda la seriedad y la importancia que amerita el asunto: era un hombre culto, no porque hubiera leído mucho sino porque su vida, su hacer cotidiano y su aprendizaje corporal lo hicieron producir objetos culturales: el hombre sembraba, conocía las propiedades medicinales de las plantas, construía casas, sabía de materiales de construcción.
Y justamente de ese dato tecnológico, semiolvidado pero vivo, era que vengo a hablarles.
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Un día lo encontré dirigiendo unas remodelaciones en su casa. Estaba poniendo cemento y bloques, pero dijo que iba a conservar la construcción original o fundacional tal como estaba, porque el primer documento de propiedad data del año 1872 (quiere decir que la construyeron antes) y él quería conservar lo que quedaba de este monumento de la construcción popular.
Se trata de un cajón de unos 3 x 4 metros hecho de bahareque, aunque frisado en otra época con capa de cemento. Como el concreto se había caído en varios tramos de esas paredes podía verse adentro cómo y de qué estaba hecha esa casa que tiene siglo y medio: el barro, las cañabravas y los amarres de bejuco. Esto del bejuco aporta una clave en esa casa del Cazador.
Cuando a un habitante cualquiera, de la ciudad o del campo venezolano, le mencionan la palabra “bahareque”, en seguida la reacción es de rechazo y tal vez algo de burla. “Bahareque” no sólo suena feo y campuruso, sino que la imagen mental que le trae a uno es la de un rancho todo torcido y vuelto mierda, lleno de gente muy jodida, carajitos barrigones de tantos parásitos (“millonarios de lombrices”), las gallinas y los perros disputándoles la comida. Un bahareque nos trae la representación mental de la miseria.
Pero pasa algo que a nadie o a casi nadie le explicaron: el porqué. En cierto momento del siglo XX, cuando el capitalismo industrial arropó el ensayo de país que teníamos en Venezuela, el proceso de negación de la naturaleza y de los materiales nobles (y gratis) con que se construyen las casas de verdad nos trajo al momento en que a todo el mundo se le convenció de que nada es más fuerte, resistente y duradero que el metal. El mismo proceso nos llevó a rendirle culto al cemento, cuando contábamos con algo tan recio como el barro para construir con distintas técnicas (tapia, adobe, bahareque). Esos bahareques que uno ve en la carretera doblados y desvencijados están así porque la estafa del capitalismo no tardó en quedar en evidencia: el esqueleto de esos bahaqueres fueron amarrados y sujetados con clavos y alambre, y ya todo el mundo sabe que los metales ferrosos se pudren, oxidan y descomponen, más temprano que tarde. Al contacto con el barro los clavos no duran más de cinco años antes de oxidarse, y el alambre se debilita y se parte un poco antes.
El bejuco con que está amarrada la casa del Cazador no se descompone con la tierra sino que, con el paso del tiempo, se endurece, casi se petrifica, se integra a la tierra y por lo tanto a la estructura. Las paredes originales de esa casa (que por cierto no es de las más viejas de Altamira: aquí hay casas sólidas de más de 300 años) se ven firmes. A su lado están las otras paredes de cemento y metal, pudriéndose lentamente; el viejo bahareque verá morir a la casa capitalista, y ojalá haya quien capte esta tercera clave: las casas del futuro tienen que ser como las de antes. Hay que ir olvidando poco a poco el cemento, abandonar poco a poco las casas enfermas que nos enfermaron y volver a experimentar con los materiales del entorno.
La sociedad capitalista desaparecerá y la continuación de nuestra historia debe buscarse en aquel intento de país que fuimos: aquel país donde todavía sembrábamos para comer y no para vender; un país que no conocía el cemento y entonces hacía magia con la piedra, el barro y la madera.
2 comentarios
Excelente contenidos. Felicitaciones compañeros
¡Agradecidos!