Las dos actividades que nos hacen volver a la niñez y más allá de la niñez con mayor eficacia son juegos. Es obvio, evidente, fácilmente verificable. Tan fácilmente como comprobar que hemos olvidado colectivamente vaina tan sencilla y hermosa.
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Jugar con agua y jugar con tierra nos hace reír, nos emociona, nos desbarata el miedo, la amargura y la solemnidad. A este sencillo y profundo prodigio se le puede encontrar cualquier explicación elaborada o rebuscada, pero al final la explicación está ahí, sencilla, limpia y embarrada de suelo: retozamos y nos carcajeamos como niños en el agua y en la tierra porque de esos materiales estamos hechos.
Jugar con agua es recordar corporalmente, con el más animal de los recuerdos, la etapa en que nadábamos o flotábamos en los manantiales de los que provenimos: la madre humana y la madre tierra-madre agua. ¿Cómo no nos va a hacer felices el retorno a la semilla?
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Jugar con tierra o en medio de polvaredas tiene otras connotaciones, algunas más culturales que salvajes. En los eriales de nuestra niñez era ley no escrita que anduviéramos contentos y andrajosos con nuestros compinches de solazo y pelota. En Venezuela (al menos, que yo sepa) a quienes tenemos el color, el olor y el dejo silvestre de la tierra nos han bautizado «tierrúos», y cualquiera que haya nacido aquí sabe qué carga de odio y desprecio trae consigo esa referencia. Pobres de la tierra: bichos a quienes no nos espanta el cuento de los gérmenes porque de todos modos la pretendida pulcritud de la ciudad y las convenciones nos va a enfermar.

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En la alborada de los milenios esos dos elementos se juntaron. La juntura de agua y tierra produjo criaturas de diversa metalurgia. Algunas de esas criaturas, dotadas de algo que ellas mismas llaman “raciocinio”, quisieron nombrar y clasificar a esos productos telúricos y los llamaron animal, vegetal y mineral. Antiguamente detectaron y nombraron también al modo o estadio espiritual de la materia, pero esa clasificación entró en desuso y en desprestigio, porque unas banditas de coñoemadres quisieron administrarle la espiritualidad al mundo, y ahora nombrar ese otro subproducto del barro resulta más bien cursi y medio ridículo. Pero esa es una conversa aparte.
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Ya lo nombramos aquí arribita: barro. De barro estamos hechos, de barro nuestras casas primitivas y primordiales, de barro las vasijas de cocinar y almacenar, de barro casi todo objeto necesario para facilitarnos la vida. Si chapotear en el agua es el reencuentro con la madre y lo maternal, jugar con barro es zambullirse en todo su complemento. La argamasa fundacional de todo ser terrestre, el barro del que provenimos, es ese material que la ciudad industrial nos ha estado enseñando a despreciar. “Embarrarse” es sinónimo lingüístico de “estar sucio”. Pero el barro es una fiesta y el cuerpo lo sabe. Pasa lo mismo que con las exigencias de eso que llaman “la moral”: se condena o amenaza con la hoguera a todo lo que es sucio y prohibido pero sabroso, y lo sabroso siempre se impone.

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Hace 13 años y unos pocos días, en pleno aprendizaje de estas claves, nos juntamos con unos bichos de San Diego y de toda Venezuela llamados Los Cayapos y nos animamos a seguirle la pista y el paso de baile a un experimento, ejercicio o comprobación: nos llevamos a un montón de jodedores del naciente Tiuna El Fuerte para ponerlos a hacer adobes para construir una casa. Era 2009, momento luminoso del país, si por luminosidad vamos a llamar la abundancia, el aparente relax y la tranquilidad que da la estabilidad económica combinada con la solidez de un líder que parecía indestructible. Y justamente por eso la conspiración: si a estos chamos los vamos a invitar a hablar de política y a parrandear, primero los vamos a poner a trabajar. A sudar, a enterarse o a recordar que la Revolución no está en la ciudad capitalista sino en el volver a la tierra.

Volver a la tierra: los pusimos a jugar con barro. Para que la materia (agua, barro, paja, bosta de alguna bestia) sea buena y utilizable es preciso mezclarla, revolverla, jugar y chapotear en ella. Pocas actividades medicinales son tan efectivas para quitarse la ciudad del cuerpo.
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Por supuesto que hay mucho dato erótico en el asunto: trabajar o jugar con tierra es meterle mano, sobarla, apretarla, inyectarle y sacarle jugos. Cómo no jugar a ser felices con semejante terapia, a quién no le va a gustar.
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Entonces volvimos a la niñez y más allá de la niñez en el milmilenario juego de fabricar seres (casas, personas, objetos de arcilla):
Cuando de verdad sientan que necesitan huir de la desolación, del laberinto maldito impregnado de contaminación y de corrupciones, busquen dónde fabricar la casa, o al menos jugar con la materia de la que se hacen las casas, que es la misma materia de la que estamos hechos todos nosotros.