Cuando Bolívar conoció el proyecto de fronteras divisorias que dió al traste con el sueño de la Gran Colombia, dijo que “los nuevos países no estarán tan mal gobernados como mal divididos”.
La línea cultural sobre el Caribe, que inicia en el Golfo de Mexico, y termina en la constelación insular del Delta del Orinoco, planteaba una nación mediterránea cuya distancia emocional con Los Andes aún nos sigue costando la paz.
La predeterminación geográfica de nuestras culturas no tiene un espacio más evidente, que este de las fronteras post bolivarianas, trazadas con la imprecisión, el desequilibrio, y la ansiedad de un robo nocturno, “entre gallos y medianoche” como sigue siendo costumbre en muchos de nuestros parlamentos.
El gobierno de Álvaro Uribe en Colombia retomó en su momento y con ferocidad toda la saña santanderista con la que se dividió a las montañas tachirenses, instaló en los bordes fronterizos una estructura de control social basada en el paramilitarismo, la economía del narcotráfico y el combate multiforme a la Revolución Bolivariana que nació con el gobierno de Hugo Chávez.
Ese fue su encargo, atribular la paz fronteriza hasta el punto de convertirla en el foco de una guerra civil entre hermanos, que la semana pasada recibió un soplo de alivio con la reapertura acordada por el gobierno de Gustavo Petro en Bogotá, y el de Nicolás Maduro desde Caracas.

La frontera está llamada hoy a retornar a lo que era antes de la debacle uribista: un espacio de intercambio socioeconómico más atenido a las necesidades gubernamentales que a su realidad cultural.
Porque una cosa es la frontera entre El Táchira y Santander, con sus dinámicas y conexiones, y otra la frontera guajira trazada en medio de un desierto de nadie que un rescoldo de la nación Caribe reclama como su territorio ancestral, y lo transita y lo habita por encima de las pretensiones administrativas de ambos países.
Dos países, uno en El Táchira y otro en La Guajira, tratando de dar una sola imagen fronteriza en medio de la guerra en Colombia, y la lucha de la Revolución Bolivariana en Venezuela.
La paz de Colombia , el mayor acicate del gobierno que nace en Bogotá y flota en la región como una esperanza sin alas, será la puerta de entrada a una integración que sólo los pueblos podríamos llevar al momento exacto, antes de que Bolívar colocara sobre los países nacidos de la traición al sueño grancolombiano, la espada de Damocles del divorcio político.
Sentado en el rancho, espantando ejenes vi por la televisión a la comisión presidencial colombiana, vestida de Blanco, cómo nos lanzó desde el puente de los dos nombres, el mensaje de la reapertura como una invitación a reecontrar la línea borrada con sangre por el uribismo.
Y desde Venezuela, un acto simbólico me llamó poderosamente la atención: el primer vehículo que cruzó la frontera hacia Cúcuta fue un camión cargado de café y frutas venezolanas.

¿Qué nos habrán querido decir estos hermanos desde Miraflores? ¿Que la nueva relación tiene una marca económica más cerca del campo que del petróleo? ¿Que el café venezolano y las frutas llevan el sello de una nueva era productiva, y que están a la altura de la tradición cafetera y frutícola del otro lado?
Puede ser cualquier cosa. Todo o nada de eso, pero los conuqueros tenemos muy clara la imagen de los aviones de la Fuerza Aérea colombiana bañando de glifosato las plantaciones de los campesinos colombianos, empujados por la pobreza a la siembra de la coca en la selva.
Tenemos clara la relación entre las mafias del agronegocio, con la debacle de la calidad del café y el cacao colombiano, que hoy necesita cacao y café venezolano para mejorar su carácter en el mercado internacional.
Esa es una medalla que hoy la Venezuela agroecológica lleva prendida en el pecho con orgullo conuquero: el cacao y el café han conservado y avivado su calidad, en medio de la producción artesanal y el amor por la ancestralidad.
Y no debería haber ningún canto de sirena transfronterizo que pudiera hacernos retroceder en esa conquista.