Texto y fotos: José Roberto Duque
A esa matica xerófila, a simple vista horrenda y arisca, en Carora la llaman buche. Me cansé de llamarla así en mis vagancias infantiles por ese semidesierto. Luego me enteré de que los orientales y margariteños la llaman pitigüey. Los axagua y los cumanagoto designando en sus diversas lenguas el mismo regalo de la naturaleza.
Puede resistir la sequía más dura y prolongada. En cierto momento de su desarrollo se le forma en la parte de arriba una especie de mota de algodón, y encima de ésta crece una fruta delicada parecida a una cereza o fresa sabrosita, pequeña y frágil. Pero no es con esa fruta con lo que se hace el manjar. Ya vamos pa allá.

Cuando compartí este cuento por primera vez (22 de junio 2019, en una publicación de Instagram) un amigo invisible de nombre Francisco Zaragoza me obsequió estos otros datos en un comentario: “Mi papá que era oriental lo llamaba melón de montaña, y se comía la fruta roja que los orientales llaman pitigüey, el buche, como aquí lo llaman. Lo pelaba, lo lavaba y luego lo metía en una jarra con agua que se iba bebiendo de tanto en tanto, porque limpiaba los riñones”.

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Se “agarra” el buche, se le eliminan las espinas, se guardan (estoy seguro de que con esas bichas se puede fabricar algún tipo de arma o trampa caza gringos). “Agarra” va entre comillas, porque ese ser de tierra agreste no se puede manipular con las manos; tuve que armarme con dos machetes para proceder.
Se corta en trozos pequeños, tal como a una papa, zanahoria, auyama, lechosa o cualquier fruta o verdura de pulpa semiblanda (o semidura). Los adentros del buche son precisamente una masa ni tan dura ni tan blanda, rebosante de agua, cuya textura recuerda la de las manzanas, lechosas verdes y otros frutos.

En la receta original, el cultor de la dulcería a base de este manjar autóctono la corta en largas y delgadas tiritas, que luego se entretejen para darle un aspecto que recuerda a las arañas de Chávez. Yo me salté ese paso y solo corté en trozos pequeños; soy torpe para la motricidad fina y además mi interés era probar a ver si era verdad que con el buche podía hacerse algo sabroso o tan siquiera comestible.
Candela de fogón por un rato; se le cambia el agua al primer hervor (parece que esa primera agua puede dejarle algún amargo) y luego se procede como con cualquier dulce de lechosa, higo o cabello de ángel. Azúcar o papelón, especies o especias, más candela y sobre todo cariño.
Es una creación anticapitalista, seguramente precolombina. Por lo tanto es gastronomía de la resistencia cultural. Gracias a Neybis Bracho y a Edgar Vargas, caroreños que se quedaron allá en el terruño (yo me fui hace décadas, mal hijo y desarraigado) quienes me pusieron al tanto hace unos poquitos años de lo que podía hacerse con el buche, aparte de comerle la frutica y estar pendiente de no pisarlo.

1 comentario
En Mocoy, especie de pedacito perdido de aridez caroreña o falconiana en el estado Trujillo, los campesinos más viejos conocen el dulce de buche.