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El disco rayado del fascismo (I)

por Fredy Muñoz Altamiranda
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Fredy Muñoz Altamiranda  | Cambur verde mancha

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Para empezar, hay que explicarle a la generación digitalizada el título de esta columna. Hubo un tiempo en el que los humanos andábamos por el mundo con la música impresa en platillos de baquelita.

Eran discos negros surcados en un sinfín de líneas concéntricas que al rodar bajo una aguja acústica, nos reproducían las canciones que amamos.

Los llevábamos a todos lados, bajo el brazo, o en nuestras maletas de estudiantes, y más de una vez caían al suelo, eran pisados o simplemente sufrían el desgaste de los surcos, de acuerdo a la pasión reiterativa de nuestra melomanía.

Cuando un rayón violento interrumpía su sinfín musical, el disco no avanzaba. Repetía y repetía el mismo estribillo, y se paraba el baile, había protestas, hasta que se le hacía avanzar.

Frente a un argumento reiterado, un comportamiento redundante, decíamos, y decimos, que aquello es un disco rayado.

Eso es el fascismo. Un disco rayado. Y los discos rayados, o mejor, los comportamientos que se repiten una y otra vez, importunando a la razón, fastidiando, ofendiendo a la paz mental, terminan por lograr que se les condene y se les combata, tantas veces como sean repetidos.

Ninguna de las agresiones contemporáneas del fascismo es nueva. Ni siquiera el uso de la virtualización de la vida juvenil para alienar y convertir en herramientas de sus planes de intervención a las generaciones recientes.

Nada. Todo lo han hecho como siempre, subrepticiamente, entre claroscuros, con la duda en una mano abierta y la verdad en un puño cerrado.

Las monarquías que sobrevivieron a la guillotina y a la horca, se hicieron industriales en los primeros años del capitalismo. Es decir, lavaron sus fortunas acumuladas en siglos de colonialismo y explotación miserable, convirtiéndose en la vanguardia del progreso y el desarrollo.

Pero no dejaron atrás sus prácticas genocidas, y a la reacción organizativa, a las luchas de los nuevos obreros, antes siervos, por sus derechos de trabajadores, le plantaron un cerco de muerte.

En 1906 un gringo de padres ingleses, William Greene, que lavó su fortuna comprando tierras en Sonora y fundando una mina, se enfrentó a una enorme manifestación de obreros que le exigían salarios en dinero, mejoras laborales, y la posibilidad de gastar su pago más allá del comisariato que el mismo Greene creó para explotar doblemente a los mineros de la ciudad de Cananea.

El capitalismo incipiente de entonces tenía fresco el recuerdo de cuando los pobres del mundo eran su servidumbre cautiva, y mientras les criaban sus cerdos y aves, les sembraban el trigo y la cebada, las hortalizas frescas y fermentaban su cerveza, ellos devolvían, por la puerta trasera del castillo un potaje oscuro y rancio para repartirlo entre toda la gleba, más allá del foso.

Así creyó míster Greene que podía hacer, cuando en Sonora se levantaron los oprimidos. Y la respuesta fue clásica: un grupo de guardias estadounidenses, escoltados por el ejército mexicano de entonces, atacó a balazos al grupo de huelguistas matando, vaya a saber uno a cuántos, que la historia oficial recoge en un “al menos 23” muertos.

Al año siguiente, la muerte se mudó a Veracruz, donde los trabajadores de la fábrica de textiles Río Blanco se alzaron en huelga contra la miseria de salario que ganaban, y la prohibición de gastar su dinero más allá de las tiendas de víveres y abarrotes de la compañía.

La huelga se volvió una rebelión general que el presidente Porfirio Díaz bendijo con un laudo que declaró intocables los derechos y bienes de los empresarios, y mandó tropas federales que mataron a más de 800 huelguistas, hombres y mujeres, jóvenes veracruzanos.

Y ese mismo año, unos meses después, obreros chilenos, peruanos y bolivianos explotados en las salitreras del Norte del país, se organizaron al lado del sindicalista, y padre del movimiento obrero chileno Luis Emilio Recabarren, para pedir mejores salarios, y mejores condiciones de vida en aquel desierto calcinante de día y aniquilante de hipotermia por las noches.

Recabarren fue un hombre de ideas y de acciones vinculantes que formalizó la huelga y se concentró con los obreros en la pequeña escuela de Santa María de Iquique, una edificación de madera y latas donde nació, sobre los muertos de esa tarde, la Federación Obrera de Chile.

Recluidos en la escuela los trabajadores vieron llegar al general chileno Roberto Viaux, que les exigió rendirse. ¡Rendirse! A un grupo de ganapanes que no tenían ni las herramientas en sus manos, y acto seguido, ordenó disparar contra todos, contra todas, contra todo en aquel maldito lugar del desierto más hiriente del mundo.

Viaux, a nombre del capitalismo, en una de las acciones fascistas más atroces y frías del siglo veinte que apenas comenzaba, mató a tres mil seiscientos seres humanos pacíficos, que lo esperaban desarmados y bajo la mirada complaciente del presidente Pedro Montt, a quién se le honró luego con la inmortalidad de su nombre en ciudades, plazas y avenidas del Chile de hoy que repite su nombre, mucho en la ignorancia.

Con frecuencia pienso, cuánto tiempo necesitaron esos soldados para matar a tres mil seiscientas personas.

Cuántos disparos tuvieron que hacer para masacrar a tres mil seiscientos obreros encerrados en una pequeña escuela en el desierto. ¿Cinco minutos? ¿Diez o quince? ¿Media hora de fuego incesante sobre personas, quizás muertas ya, que se apilaban sobre la arena de aquella aldea perdida para siempre en la vergüenza y en el olvido ventajista del capitalismo?

Pues ese mismo disco rayado, ese mismo comportamiento reiterado lo tuvo el fascismo luego, del otro lado de Los Andes, al ejecutar la Masacre de la Patagonia. Un conjunto de hechos idénticos en barbarie que duró dos años, y en los cuales el ejército argentino recorrió campos y montañas para matar a trabajadores huelguistas de las haciendas y las minas, bajo la orden del presidente Hipólito Yrigoyen.

Entre 1920 y 1922, un teniente coronel llamado Héctor Benigno Varela, recorrió la mitad de su país para cazar y masacrar a cinco mil trabajadores y trabajadoras argentinas huelguistas.

Seis años después, en 1928, en la población de Ciénaga, en la Costa del Caribe colombiano, los trabajadores huelguistas de la United Fruit Company fueron citados a la plaza del pueblo para discutir su pliego de peticiones.

Cuando estuvieron concentrados, más de diez mil, desde un megáfono aterrador salió la voz del coronel Carlos Cortés Vargas ordenando abrir fuego.

Desde las cuatro esquinas de la plaza el ejército colombiano disparó contra todo lo que se movía frente a él, y alrededor de él, y encima de él, y mató a más de tres mil quinientos huelguistas ese día, y a un número imposible de determinar por la historia oficial en los años siguientes, cuando se ordenó una “limpieza” finca por finca, casa por casa, de la “escoria” alzada, en una cruzada de exterminio que duró veinte años.

Los muertos fueron apilados en los vagones de carga de un tren, que durante un cuarto de siglo sólo llevó cambures o bananos, desde las plantaciones hasta los puertos donde fondeaban los cargueros hacia La Florida y Nueva Orléans.

La masacre de Las Bananeras está descrita en uno de los capítulos más emotivos de Cien Años de Soledad, de Gabriel García Márquez, y en la novela La Casa Grande, de Álvaro Cepeda Samudio, y hoy, muchos de nuestros jóvenes, los que han escuchado algo de ella, creen que es simplemente eso, un hecho salido de la mente de un par de escritores importantes…

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4 comentarios

Maria Magdalena Zambrano 23 noviembre 2024 - 16:31

Así, me sumo al comentario de Katania, ese artículo hay que replicarlo sin cansar, gracias por ese trabajo

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Fredy 23 noviembre 2024 - 19:02

Contamos con ustedes para multiplicar nuestra voz disidente! Gracias María! Un fuerte abrazo, gracias por tu apoyo!

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Katania Felisola 23 noviembre 2024 - 15:53

Hermano, camarada, hay que replicar este artículo. Hasta el cansancio. Esperamos la segunda parte.

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Fredy 23 noviembre 2024 - 19:03

Katania! Ustedes son nuestro eco en la Patagonia! Gracias!

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