Julián Márquez
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En víspera de la llegada al sitio en que nace el ojo de agua donde comienza el mítico Orinoco, el mayor Franz Rísquez Iribarren, joven oficial del ejército venezolano, quien comandara en 1951 la expedición organizada para descubrir las fuentes del río más caudaloso del país, manifestó una actitud de patriotismo escasamente referida cuando se escribe acerca de este extraordinario suceso histórico, protagonizado por el mismo río, la selva inhóspita y un grupo de valerosos expedicionarios.
Fue una cálida mañana cuando, tras el saludo a la bandera nacional, el mayor Rísquez dijo a los otros expedicionarios que él seguiría hacia el manadero del río, acompañado solamente por Ildefonso Villegas, su ayudante personal, y los prácticos Juan Guapo y Javier D’Acosta. Los demás permanecerían en el campamento hasta que él hiciera un disparo anunciando la llegada a las cabeceras del río.
El 27 de noviembre de 2025 se cumplirán setenta y cuatro años de aquel olvidado día de la decisión del brioso militar caraqueño, que dejó desconcertados a los otros exploradores, sobre todo a los franceses, también integrantes del equipo expedicionario. A pesar de haber sido una empresa conformada en su mayoría por venezolanos, organizada y financiada totalmente por el gobierno nacional, todavía la misión continúa siendo denominada expedición francesa-venezolana.

Un año atrás hubo varias entrevistas entre el mayor Rísquez Iribarren y el teniente coronel Carlos Delgado Chalbaud, presidente de la Junta Militar de Gobierno. Conversaron en detalle de la misión científico-militar hacia la región del alto Orinoco en Sierra Parima, cerca de la frontera con Brasil. Se trató de una misión de suma importancia para el conocimiento geográfico y el futuro económico de Venezuela. Durante el recorrido se haría acopio de muestras minerales, especies botánicas y zoológicas.
Desde principio de las conversas, el mayor quedó designado comandante de la expedición venezolano-francesa destinada a cumplir la importante misión. Sin embargo, el secuestro y asesinato del Presidente Delgado Chalbaud, acaecido el 13 de noviembre de 1950, retrasó varios meses los planes concebidos.

Conformación del equipo
El 27 de marzo de 1951, con el destino de la expedición en otras manos, el mayor tuvo en su poder el oficio que lo confirmaba como comandante de la expedición. Con la autoridad conferida, se ocupó de conformar el equipo que lo acompañaría a la selva. Deseando contar con los mejores hombres consiguió organizar un grupo integrado por el profesor Josep María Cruxent, director del Museo Nacional de Ciencias Naturales, donde el elenco realizó muchas reuniones; el doctor Luis Carbonell, medico antropólogo; profesor Luis León Croixal, ecólogo geo-botánico; doctor Luis Carmona, el geólogo Jean Marc de Civrieux; los doctores Pablo Anduze y Cardona Puig; el teniente Alas Chávez, entre otros destacados profesionales.
En cumplimiento de un confuso acuerdo entre Francia y Venezuela para compartir el viaje de exploración al nacimiento del Orinoco, se incorporó a la empresa un grupo de franceses de la Fundación Liotard, asentada en el país galo. Un equipo de gente inexperta, según comentario del mayor Rísquez, como está consignado en su libro “Donde nace el Orinoco”, publicado en el año 1962.
Más tarde, en plena selva, sin autorización oficial, los franceses se empecinaron en recorrer el impresionante cauce del río en unos endebles kayaks, inadecuados para remontar los puntos más peligrosos del torrente de agua, quizá confundiendo la selva venezolana con el Bosque de Bolonia, ironizaba Rísquez.

Viaje hacia la selva remota
Unos días antes de la fecha del viaje, el nuevo presidente de la Junta Militar de Gobierno, el General Marcos Pérez Jiménez se reunió con el Mayor Rísquez Iribarren para entregarle el tricolor nacional y lo despidió sonriente, deseándole un resonante éxito con la expedición. Un avión de las Fuerzas Armadas de Venezuela trasladó el mes de abril de 1951 a los expedicionarios hacia la selva. Una vez llegados al territorio centraron sus operaciones en la primera base en Arrollar. Sobre el terreno más seguro se había construido una pista de aterrizaje y las tiendas para las provisiones de alimentos y las medicinas traídas en helicópteros cada cierto tiempo.
Los primeros días, con su experiencia organizativa, el mayor procedió a ordenar las tareas y el equipo de trabajo quedó dividido entre científicos, militares y muchachos, estos últimos compuestos en su mayoría por baqueanos y peones reclutados como porteadores y constructores de curiaras, entre gente del pueblo yekuana. Mientras continuaban las tareas no tardaron en surgir las discordias. Algunos civiles se negaban a acatar las instrucciones militares, por ejemplo el deber de saludar cada mañana el tricolor nacional izado en el campamento.
El comandante de la misión no titubeó en imponer la disciplina y hacer valer su autoridad. Controlados los primeros conatos de insubordinación, los tres colores del pabellón nacional flameaban con la brisa todos los días en el campamento, respetados incluso por los franceses. El saludo a la bandera se hacía acompañado del grito “¡Llegaremos!”, establecido por el carácter firme del mayor Rísquez Iribarren.
La marcha a las cabeceras del gran río no constituía un viaje de esparcimiento. Muchas veces cundió el desaliento, el pánico animaba el deseo de deserción. En cada recodo de la vegetación el camino se hacía más culebrero, había temor del peligro en las puntas de las flechas con curare, en las mordeduras de las serpientes venosas y las estranguladoras de poderosos anillos, los insaciables caribes, las terribles fauces de los caimanes y los cocodrilos enormes, las garras de algún acechante jaguar, las jeringas desatadas de los zancudos transmisores de la mortal fiebre amarilla, los vertiginosos remolinos de las aguas. La presencia sigilosa de los indígenas y los grandes felinos entre la tupida maleza.

Peligros al acecho
El ataque incesante de los insectos, sobre todo zancudos y jejenes, hizo estragos en muchos miembros de la expedición. Algunos cuantos fueron desincorporados, enfermos de malaria y fiebre tropical, algunos cundidos de llagas en varias partes del cuerpo. Como los otros, el mayor no escapó al desenfreno de los insectos chupasangres; a causa de las picadas agarró una grave infección en el rostro que le duró un largo tiempo, a pesar de los atentos cuidados médicos del doctor Luis Carbonell. Incluso en una ocasión, pistola en mano, tuvo que hacer frente a un envalentonado tigre mariposa que estuvo a punto de atacarlo.
Desde la segunda base en La Esmeralda comenzó la etapa más riesgosa de la travesía, las lluvias se sucedieron más copiosas días tras días, el recorrido hacia la selva se hizo más intrincado. El mayor vivió por primera vez las inclemencias torrenciales de las lluvias selváticas, sin poder encontrar un lugar apropiado donde pudieran aterrizar los helicópteros de aprovisionamiento de alimentos y medicina. Cuando se aplacaron las lluvias se pudo levantar las tiendas y las carpas de lona. Pronto el campamento La Esmeralda estuvo listo, desde allí a los veinte días de instalarse emprendieron las siguientes jornadas río arriba.
Sobre las aguas turbulentas, las curiaras se impusieron a los endebles kayaks, naves inadecuadas para remontar un río bravío como el Orinoco. Se recurría al apoyo de las piernas de los tripulantes y la ayuda de los garabatos, agarrados fuertemente de los mecates. Con ese esfuerzo los tenaces navegantes, logró lentamente pasar todas las curiaras.
A veces los expedicionarios quedaban atrapados entre la espesa vegetación, impidiendo el paso hacia las altas mesetas, y no les quedaba otro remedio que abrirse paso hacia adelante a golpes de los filosos machetes, hasta el límite del cansancio, bañados de sudor. Detrás de los bosques asomaban murallas de rocas que parecían haber sido segadas por una cuchilla gigantesca que había dejado huecos perfectamente perforados, cortados vertiginosamente, formando hendiduras huecas en las enormes mesetas elevadas por encima de los cuatro primeros hombres que se hallaban lo más cerca del lugar donde nace el Orinoco.

Expandidos alrededor del cuarteto, inmensos saltos de aguas espumosas producían el ruido profundo y ensordecedor de enormes chorros de vapor. De los cuatros exploradores perplejos antes las maravillas naturales de ese lugar de la Sierra Parima, límites fronterizos entre Venezuela y Brasil, solo el mayor Franz Rísquez Iribarren tenía certeza del punto donde estaban.
El ojo de agua a la vista
Saturado de regocijo el perseverante militar contemplaba surgir de entre las hendijas rocosas y el suave musgo de aquellos hondos farallones el delgado manantial cristalino del tercer río más caudaloso del mundo, metido en una elevación de 1.047,35 metros sobre el nivel del mar, paraje maravilloso, conocido desde entonces con el nombre de cerro Carlos Delgado Chalbaud. En el centro del afluente quedó enterrado el Pabellón Nacional y se fijó encima de las rocas el hito geográfico grabado con las siglas de los ministerios de Defensa, Educación, Minas e Hidrocarburos, los organismos nacionales patrocinadores de la expedición.
Transcurrió un largo rato de silencio, convencido el mayor Rísquez de estar sobre lo cierto. En ese instante eran las 08:51 hora de la mañana de aquel día martes 27 de noviembre de 1951. Luego el oficial levantó la escopeta, apretó el gatillo y realizó un solo disparo, como lo había prometido, avisando el resto del equipo el descubrimiento de la fuente del río Orinoco.
Entonces, juntos los compañeros de proeza, a una sola voz, dejaron escuchar, en esa parte de la densa selva, el gritó: ¡Viva Venezuela, carajo! Luego, tras el sonido del disparo vinieron al sitio Cruxent, Carbonell, Cardona, Anduze… y detrás de ellos los otros. El propósito de la expedición, con el mayor Rísquez a la cabeza, se había alcanzado a fuerza de patriotismo y tenacidad.
