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Una verdad que nuestras abuelas siempre supieron

por Graciela Vanessa González
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Graciela Vanessa González | Alimentación ConCiencia

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El pasado 28 de Mayo se celebró el día Mundial de la Nutrición y desde diversas instituciones en todo el mundo se generó el momento más oportuno del año para divulgar información y análisis al respecto. Recordé una anécdota que me pasó el diciembre pasado preparando hallacas en casa. Invité a una amiga a cocinar, estábamos muy emocionadas por revivir la tradición, yo le comenté que quería hacerlas con ingredientes lo más cercano a lo que usaban nuestros abuelos. Cuando ella comienza a poner lo que trajo arriba del mesón, me dice:

–¡Mirá el aceite compré! Es el mejor–, mostrando el litro con orgullo, ese famoso de etiqueta verde con un gran maíz, y que suele ser más caro que el resto.

–Venecia, pero yo tengo la empella–, le respondí sacándola de la nevera como si fuera un tesoro. –Es grasa de cerdo, la misma que seguramente usaba tu bisabuela antes de que el aceite vegetal fuera norma, o más bien “sinónimo de salud”.

–Dios mío, pero estamos en el siglo XXI –protestó–, además, ¿la grasa saturada no y que es mala?, así lo dicen los sellitos negros.

–Ah, claro –dije, derritiendo la empella en la sartén–. ¿Y cuándo viste un sello negro en un cerdo criollo o en un aguacate?–, mientras la empella ya empezaba chisporrotear.

Mientras amasábamos y envolvíamos, se me coló una reflexión: ¿realmente todo lo que se hizo parte de nuestra cultura alimentaria está bien? Esa duda me llevó a un viaje mucho más profundo, uno que me revelaría cómo la cultura de la alimentación, esa que creemos tan nuestra, ha sido moldeada por fuerzas que van más allá de la cocina.

Un reflejo de lo material

La cultura alimentaria, ese entramado de métodos y uso de ingredientes que se transmite de generación en generación, no surge de manera espontánea. Como bien decía el padre del materialismo histórico, no es que nuestra conciencia o nuestra cultura salgan de la nada, todo eso que pensamos y sentimos está moldeado por las condiciones materiales en las que vivimos: el trabajo, la economía, la tecnología, lo que nos rodea día a día. Es como si la realidad material fuera el suelo donde crece lo que somos, y la ciencia son esos lentes que nos ponemos para ver esa realidad, a veces distorsionándola, a veces haciéndola más clara. La cosa es que esos lentes no son neutros e imparciales, siempre están signados por las relaciones de poder y las industrias que mandan en nuestro entorno. A veces nos hacen creer que ciertas cosas son «normales» o «imposibles de cambiar», cuando en muchos casos son verdades construidas a conveniencia de algunos.

Nuestra manera de comer, de cocinar, de sentarnos a la mesa, está profundamente ligada a los recursos de nuestra tierra, a nuestra historia y, lamentablemente, a las decisiones de una industria que ha reescrito nuestras tradiciones. Hace un siglo, la grasa de cerdo era la reina de nuestros fogones. Las hallacas, el pabellón, los guisos que llenaban de vida las casas venezolanas, todos llevaban ese toque untuoso y profundo que solo la manteca podía dar. Pero algo cambió, y no fue por casualidad.

A comienzos del siglo XX la industria alimentaria experimentó una revolución con la introducción de los aceites de semillas. Fue en 1911 cuando la Procter & Gamble lanzó Crisco, que era vegetal, hidrogenada, elaborada a partir de aceite de semilla de algodón. Este producto se presentó como una alternativa económica (¿economía para quiénes?) y moderna a las grasas animales tradicionales, como la manteca de cerdo y la mantequilla. La campaña publicitaria fue arrolladora, Crisco se convirtió en un santiamén en el ingrediente básico en las cocinas de todo el mundo.

Podríamos pensar que este cambio solo alteró un ingrediente en nuestras cocinas, pero quizá no reflexionamos sobre cómo transformó gran parte de nuestras prácticas culinarias. Una de las cosas por las cuales se quejaba Venecia, mientras extraía la grasa de la empella, es que según ella íbamos a comer el día de la pera, pues era mucho tiempo. Profundizando mucho más sobre esa necesidad por hacer todo rápido, encuentro a Byung-Chul Han y parafraseándolo podría entender que esa aceleración implacable (impuesta por el sistema) anula todos los ritmos comunitarios, por lo general pausados, propios de la cocina familiar.

Para mí la auténtica sazón debería latir también al compás ancestral; por ejemplo, esas horas que se consumen para obtener grasa, son nuestra resistencia al sistema de la aceleración, que desgarra todo tiempo-ritual al convertir la cocina en mera producción de comida.

Pero ¿y el colesterol?

Los aceites de semillas son lípidos extraídos de soya, maíz, girasol, palma o colza, mediante procesos industriales, usando solventes químicos y refinamiento, son ricos en ácidos grasos poliinsaturados, especialmente omega-6. Estos no solo alteraron el sabor de nuestras preparaciones, sino que introdujeron un elemento completamente ajeno a nuestra dieta ancestral. Su alta proporción de omega-6 puede promover inflamación crónica si no se balancea con omega-3, y son menos estables a altas temperaturas, generando compuestos oxidativos potencialmente dañinos (cancerígenos). De hecho, en ratones bajo dietas ricas en aceite de soya se ha demostrado que han provocado obesidad y resistencia a la insulina. Sin embargo, durante décadas, la publicidad nos convenció de que estos aceites eran la opción “saludable” ¡Hasta ponían un corazón en la etiqueta! ¿Cómo fue que aceptamos esta narrativa?

Ya sabemos que nuestras elecciones alimentarias están influidas por factores económicos, industriales y culturales, y que lo cultural es el más débil de estos factores. La adopción de aceites de semillas en la cocina es un buen ejemplo: que la cultura no pudo hacer resistencia a esta “evolución” forzada por comerciales y por los cambios en las condiciones materiales de producción del último siglo, esto acompañado de una ciencia con poca ética que demonizó a las grasas saturadas, principalmente en los años 50 con la hipótesis de Ancel Keys, “padre de la nutrición”, que asoció erróneamente las grasas animales con infartos.

Esto apenas ha comenzado a cambiar, ya el debate sobre las grasas saturadas y el colesterol ha venido siendo desmitificados a través de estudios, como los publicados en The Lancet por Dehghan y otros en el 2017, donde analizaron datos de 135 mil personas en 18 países, concluyendo que no existe una correlación significativa entre el consumo moderado de grasas saturadas naturales y el riesgo cardiovascular.

El pecado que nunca existió

A veces nos resulta casi cómico pensar que aquella manteca que usaban nuestras abuelas fue el demonio de nuestra dieta. Entonces ya pueden descansar en paz, abuelitas, la evidencia científica las respalda actualmente.

Otra gran evidencia se reportó en 2020 desde el Journal of the American College of Cardiology, donde investigadores defienden con argumentos sólidos, que estas grasas saturadas están lejos de elevar el riesgo cardiovascular, y de hecho, su consumo moderado no se asocia con enfermedades del corazón e incluso podrían ejercer un efecto protector. Estos lípidos no solo facilitan la absorción de vitaminas A, D, E y K, sino que aportan ácido esteárico, que mejora el perfil lipídico, y ácido linoleico conjugado (CLA), vinculado a una menor incidencia de diabetes tipo 2.

Además, participan en la regulación hormonal al ser precursores de testosterona y estrógenos, mostrando que la bioquímica de la grasa animal tiene tantas facetas como recetas en la cocina de nuestras abuelas.

Reivindiquemos lo nuestro

Aprovechando el pasado día Mundial de la Nutrición, la invitación es a hacer una pausa y mirar nuestras cocinas con otros ojos, concentrarnos en cada ingrediente que usamos y entender que cada uno cuenta una historia y no todas son tan inocentes como parecen. Recuerdo una vez que alguien me dijo que las tradiciones gastronómicas no siempre son buenas o saludables, y que debíamos aceptarlas “tal como son”, sin cuestionar. Esa idea nunca resonó en mí. Al asomarnos a la historia, vemos cómo nuestras costumbres han sido moldeadas y distorsionadas por intereses ajenos. Esto no solo merece ser cuestionado, también señalado en todos los espacios posibles.

Volver a la manteca de cerdo, moler el maíz con cariño, no es solo un acto de nostalgia, es una forma de resistencia. Así que, la próxima vez que te sientes a la mesa, recuerda que la comida no es solo alimento, es memoria. En cada cucharada, tenemos una oportunidad de honrar nuestra historia, pero debemos hacerlo con criterio para cuestionar lo que nos han dicho que es “nuestro”.

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Investigadora en ciencia y cultura de la alimentación

7 comentarios

Francisco 22 junio 2025 - 02:11

¡Gracias a Dios! ¡Volveremos al sabor único de unas empanadas fritas en aceite de manteca de cerdo!

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Graciela Portes 13 junio 2025 - 07:57

Muy buen artículo y eso que faltó que el sabor se intensifica y que las abuelitas daban a está manteca también, usos cosméticos😊

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Wili Figueroa 5 septiembre 2025 - 13:01

Nada más sabroso que las caraotas aliñadas con manteca de cochino criollo 🤤 o plátanos verdes frito con manteca de cochino y ajo 🧄 😋 creo que tengo hambre 🤭

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carimar garcía 10 junio 2025 - 15:11

Buenísimo, me encantó lo del mito, el pecado que nunca existió. Hay que seguir desmitificando.

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Graciela Vanessa González 12 junio 2025 - 14:56

Ahi está la gran tarea por hacer, desmitificar la alimentación para poder sacar lo mejor de nuestros rubros y nuestra verdadera cultura.

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Sylvia Chirinos 8 junio 2025 - 15:56

Delicioso articulo

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Vanessa González 9 junio 2025 - 19:42

Muchísimas gracias ☺️

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