Fotos: Alejandro Angulo (periódico digital La Salina-El Salitre, Premio Nacional de Periodismo ‘Simón Bolívar» 2023)
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Primero evoquemos o recordemos otro pueblito o serie de pueblitos, ubicados en la larga costa que comparten los estados Anzoátegui y Sucre.
En casi todo ese litoral se ha impuesto una lógica, paradigma, cultura o “modo” que resulta difícil de detectar a simple vista, aunque sus efectos se sienten con una potencia atroz. Resumido: hace años estos fueron caseríos de pescadores, y su cultura giraba precisamente en torno a esa actividad, la pesca.

En algún momento de la destrucción de toda cultura, toda vocación productiva y toda práctica del ancestro cumanagoto por parte de la ciudad industrial (queda demasiado cerca de Puerto la Cruz) comenzaron a llegar los turistas del centro y después de fuera del país, enamorados de aquellas bahías, aquella hermosura que eran el paisaje humano y geográfico. Es imposible determinar el momento en que el primer turista sacó la primera paca de billetes para ofrecérsela al primer pescador o familia de pescadores.
“Paca de billetes”: una cantidad de plata que jamás un pescador de aquellos había visto junta. Comenzó la venta de ranchos ubicados en la orilla del mar; la riqueza de aquella gente consistía en levantarse en la mañana, abrir la puerta del “patio” y remojarse con las olas mansas, caminar al son de las palmeras borrachas de sol. Uno a uno a los pescadores se les fueron presentando similares oportunidades de hacer negocio: te entrego mi rancho y una firma que dice que eso es tuyo, me entregas los dólares y me largo a disfrutar de esos dólares. Ya ustedes saben cuánto suele durar el disfrute de los billetes, esos papeles que se van acabando.
Así, lenta o violentamente, esos pueblitos fueron perdiendo su vocación original, que era la pesca, sencillamente porque ya no tenían acceso directo al mar: recuerda que vendiste el rancho y ahora la orilla de esa bahía es propiedad privada, señorío o reino de unos musiús que montaron posadas, restaurantes y bailaderos, en nombre de lo que llamamos progreso y adaptación a las nuevas formas: las comunidades fueron desplazadas al sur, a la orilla de la carretera, y en la orilla de la carretera la única “cultura” que puede prosperar es el comercio: la buhonería, la compra-venta de todo.

Y el dato más lamentable: cuando en un pueblo ubicado frente al mar, que es el surtidor de alimentos más grande del planeta, hay personas entregadas a la mendicidad, estamos frente a un pueblo derrotado, frente a una cultura destruida y desnaturalizada hasta la catástrofe.
A esos caseríos de gente amable llegaba cualquiera a pedir comida o lo que fuera y se le entregaba con toda la generosidad propia del oriental pueblo; con el tiempo los naturales fueron adoptando el modo de ser mezquino, egoísta y propenso a la trampa del nuevo invasor, que no entró con espada y arcabuz sino con dólares, y ahora, en respuesta, especula y trampea como le enseñaron los europeos y los civilizados. Algunos alquilan un puesto para sus lanchas, y cuando salen a pescar no es para comer y regalar sino para venderles a los caveros, estirpe de arrasadores que se llevan el pescado en cavas de refrigeración.
Otros lancheros encontraron otra vía de ingreso: sacan a pasear turistas, a quienes se les afincan duro, como se les afincaron a ellos, y suelen negociar con ellos una trampa carcajeante: te saco a pasear por 200, pero si en el camino saltan los delfines junto a la lancha entonces te cobro 400. Y por supuesto, los lancheros saben dónde saltan y dónde no saltan los delfines.
Es la venganza de los pueblos despojados: me enseñaste a estafar, robando y desplazando a mis abuelos, y ahora yo te la cobro. No es una actitud consciente, como tampoco lo es la burla interna que se suscita cuando llega un grupo de catires a pasear en lancha y entre ellos se gritan al pasar: “¡Epa compai! ¡Pa dónde llevas ese cuaque!”.
“Cuaque”: el nombre instalado en el habla popular de muchos pueblos costeros para referirse a esa gente blanquita. Blanca como la Quáker, que así llaman a toda la avena, sea de la marca que sea.

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Ahora el pueblito que va ganando, o que ha sido particularmente difícil de derrotar a pesar de su cercanía a Caracas.
En este pueblito la orilla de la playa no ha podido ser colonizada, invadida o comprada por sujetos o grupos que la mancillen. Algún movimiento hay al respecto (compra y venta de algunas casas), pero en general la franja de costa dentro del pueblito sigue siendo una especie de playa familiar, y su vocación y cultura predominante es la pesca. Es un pueblo de pescadores, y a juzgar por algunas actitudes y dinámicas internas va a seguir siéndolo durante un largo rato. Muchos padres y hermanos mayores transmiten aquí su saber y su pasión por la actividad, y eso es síntoma de buena salud social.

Algunas situaciones resguardan esa vocación, y una de ellas, sorpresivamente, admite dos lecturas: es una ventaja y una desventaja. Esta combinación: el sistema eléctrico es inestable, la carretera está en regular estado pero cuando llueve puede ponerse francamente difícil; los acantilados, que dejan espacio a unas playas solitarias y de una belleza sobrecogedora, no son precisamente una invitación a construir clubes o grandes hoteles, de modo que todo el comercio (expendios, pequeñas posadas, comederos) está en manos de gente que nació o tiene tiempo allí, y esto no le resulta muy grato a cierto turismo bullanguero y depredador.
No sé si se dieron cuenta del torpe o difícil ejercicio de «protección» que he tratado de ejecutar hasta ahora, ocultando el nombre de Las Salinas. A veces funciona.

Si algún día construyen en la zona una superautopista, y estabilizan la energía y la declaran lista para despilfarrarla, y llega el consabido personaje prepotente que atropella y compra hasta lo que no le están vendiendo, habrá comenzado la debacle, la perdición, el largo barranco hacia el “progreso”.
Mientras tanto, en las tardes, cuando baja el sol y llegan las lanchas de las jornadas de pesca, si uno para bien la oreja puede oír a los muchachos pescadores (los hay de doce o catorce años en adelante) echándose los cuentos de cómo fue que atraparon esa picúa o barracuda, ese robalo gigante, esa albacora (atún joven), esa aguja (pez espada) asombrosa; niños y jóvenes que no necesitan la televisión o los videos para dejarse asustar por tiburones de mentira, porque ellos los han visto cara a cara en la piel pavorosa del mar y saben cuándo son un peligro y cuándo y cómo esquivar su furia.

Ellos, que conocen el nombre de cada especie, que saben anzuelear y también arponear, nadar a pulmón detrás del arrecife para capturar animales de manera artesanal, sin alterar el equilibrio ecológico (cosa que sí hace la pesca industrial): la victoria de ese pueblito en la genuina emoción de esos chamos, que se llevarán su práctica hacia el futuro. Si es que los dejan.
Hora de no hacernos los locos y reconocer que no hay ninguna diferencia entre sus anhelos y los de cualquier muchacho de ciudad. En el pueblito se escucha la misma música basura impuesta desde las ciudades industriales, el sistema de valores es más o menos el mismo (no hay manera de escapar de la dependencia del dólar ni de la necesidad de comprar y vender cosas útiles e innecesarias). Pero aquí el dato cultural del pueblo pescador sigue ganando la batalla.

9 comentarios
Creo que conozco ese lugar!
Por ahí mismo es
el perro sie.pre cautivando con su narrativa. historias que inspiran
Salud estimado, agradecido
Un abrazo
Excelente escrito, narración de realidades que no observamos o de las que nos «hacemos los locos» para no observarlas…
Hace falta mirar al país más allá de la pura emoción por el paisaje
Gran reportaje felicitaciones
Saludos Esteban, es grato saber de usted