Abril es un mes de conmemorar fechas simbólicas para lo que somos y hacemos. Coinciden el aniversario del primer (no único) intento de golpe de Estado contra Hugo Chávez (11) y del primer grito de independencia en Venezuela (19), también se celebra el Día Mundial de la Ciencia y la Tecnología (10), el de las Luchas Campesinas (17) y el de la Madre Tierra (22).
A partir de estos hitos se puede reflexionar respecto a este planeta atribulado y generoso en el que vivimos por designios divinos, dicen unos, o como producto de muchas coincidencias aleatorias, dicen otros.
La civilización que ha arropado a la mayoría de la especie humana y al resto del planeta ha sido marcada por una frase bíblica: «Sean fecundos y multiplíquense. Llenen la tierra y sométanla. Tengan autoridad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre todo ser viviente que se mueve sobre la tierra”. De allí que toda la naturaleza no humana está disponible para el uso (y abuso) de la especie humana, tema sobre el que se ha reflexionado exhaustivamente desde esta tribuna.
La noción de ese uso (y abuso, insistimos) se ha basado en la guerra contra la incertidumbre que reside en los procesos ecológicos y sociales, la especie humana se ha dedicado a combatir lo inesperado, a controlarlo para que “nos obedezca”.
Para ello existe el conocimiento, cada técnica o procedimiento que se aprende se utiliza para ejercer dicho control, desde los alimentos que se consumen hasta la energía y los materiales con que se construyen y modifican los paisajes. También la toma de decisiones, proceso vital para la existencia de la especie humana.
De esta manera, para beneficio de pocos y de muchos, se han alcanzado logros extraordinarios en la salud, movilidad, alimentación, hábitat y otras actividades que definen la cotidianidad. Cabe interrogarse si dichos logros se han trasladado a la vida interior de las personas ¿Podemos sentir seguridad, motivación, ganas de trabajar/estudiar o esperanza en el futuro? ¿O solo soñamos que lo viviremos?

Alguien se preguntará dónde está la guerra en todo esto, pues la respuesta está en que eso que llaman “antropocentrismo” ha prevalecido en los procesos con los que se controlan los recursos naturales, es decir, la materia y la energía. Es decir, la especie humana en el centro de todo (insistamos en que no toda) aunque dicho control sea desigual.
Es por eso que para poder celebrar un día de la Madre Tierra se debe abandonar a la Madre Guerra, la misma que ha traído a nuestra especie, en los brazos (a unos) o a patadas (a otros), al presente de crisis que experimenta. La Madre Guerra, que ha gobernado la historia, no ha dejado por fuera de sus hijos a la ciencia y la tecnología.
No es casual que aparezca como detonante de la Gran Aceleración, todos los índices que dan cuenta de la presencia y la actividad humana en el planeta se dispararon poco después de la Segunda Guerra Mundial, desde los registros de nuevas patentes hasta la sobrepesca comenzaron a crecer una vez “terminó” esa confrontación, también la contaminación del agua dulce, pérdida de bosques y el uso de energía primaria.
A este punto cada guerra tiene a la naturaleza como motivo principal, desde Gaza hasta Ucrania, desde las que parecen eternas e invisibles como la del Congo hasta las que no dejan de prepararse como la que Estados Unidos provoca entre China y Taiwan. Aunque se diga que las provocan las ideologías, lo étnico o las religiones, es el agotamiento de recursos como el agua, petróleo, suelos, minerales, el mismo que hace que el derecho internacional sea letra muerta, porque el poder de Occidente se ejerce y ya.
A medida que la guerra, como motor del progreso, ha avanzado como una locomotora sin frenos, también ha avanzado la utilización del conocimiento científico para el dominio político de unas naciones sobre otras. Pero no se trata solo de tanques, aviones o misiles, sino de desaparecer o deformar las culturas mediante la “guerra cognitiva”.

La conciencia humana es objetivo primario del control hegemónico, todo ser humano decide en función de las experiencias e imaginarios, si estos son transformados o manipulados, las decisiones pueden beneficiar a quien mejor logre hacerlo.
Aunque lo de guerra cognitiva aparece como un término nuevo se trata de un modo muy antiguo de doblegar y explotar a otros mediante el usufructo de su voluntad. Un ejemplo ya no tan reciente, pero clave para la historia venezolana, es el golpe de abril de 2002: El primero (no el único) en realizarse mediante los medios de comunicación.
Con cada vez más acierto, las elites económicas han influido sobre la capacidad de las mayorías para evaluar condiciones y variables ante escenarios, es decir, sobre su toma de decisiones. La cultura y la educación, junto a la ciencia, han sido utilizadas como herramientas para moldearla, de esta manera se elige qué comprar, dónde vivir y a qué aspirar, entre millones de elecciones realizadas.
La capacidad de discernimiento ha sido mediada por la información recibida y por las condiciones materiales bajo las que cada quien vive, por lo que quien controla lo que la especie sabe o imagina puede incidir sobre las estrategias y tácticas de intervención de los sujetos sobre su vida. Esto influye sobre la vida la de otros y, por consecuencia, sobre los procesos que ocurren sobre la Madre Tierra.
A lo largo de la historia global, que incluye a la venezolana, se ha conformado el imaginario colectivo. Se sigue practicando el supremacismo aunque la ciencia haya demostrado que la humana no es una especie privilegiada, que Europa no es el centro de la cultura global, que existe la diversidad genética, no la raza, que este planeta no es el centro del sistema solar, ni de la Vía Láctea, ni del universo. Por lo tanto, la guerra cognitiva no es nueva, lo que es nuevo es la cantidad de recursos que se utilizan para que sea efectiva en favor de las élites.

Esta se nutre de técnicas de desinformación y propaganda destinadas a agotar psicológicamente a los receptores, convierte al conocimiento en “neuroarma” y hace que, como diría Vico C, sea en el corazón donde comiencen las guerras. Se refuerza en los rápidos avances de las NBIC (Nanotecnología, Biotecnología, Tecnología de la Información y Ciencias Cognitivas) y la comprensión del cerebro. Entes netamente bélicos como la OTAN ya están invirtiendo mucho en estas nuevas tecnologías.
De la independencia cultural depende la soberanía tecnológica, es importante construir un pensamiento nacional que apunte a una imagen objetivo que vaya más allá del cliché del “desarrollo sostenible”. Quienes hacen vida académica o política en Venezuela están obligados a preguntarse para qué tipo de país trabajan y bajo qué escenarios globales.
Eventos como el 11 de abril de 2002 o procesos destructivos como las sanciones deberían ser más que anécdotas tristes en un país que ha decidido ser libre y soberano. De allí que lo que se investiga, lo que se crea, lo que se cree y cómo se gobierna deberían basarse en evitar que la dependencia tecnológica y la guerra cognitiva, hijas de la Madre Guerra, vuelvan a sorprender y dañar a la población, como lo siguen haciendo…
Por otra parte, acá en el Sur Global los problemas sociales seguirán creciendo con la crisis ambiental, esto exige nuevos enfoques que integren el saber y el ser colectivo. Democratizar el conocimiento requiere un diálogo de saberes en el que los interlocutores se asuman complementarios, no unos superiores a otros. Y como dice aquel rap llamado “Madre Guerra”:
“…desde ese día en que uno
impuso su pertenencia
ese mismo otros
conocieron la carencia…”
Se trata, antes que apropiarse de la Madre Tierra, de compartirla, como la vida misma…