Segunda parte de un registro necesario: tejidos warao en la voz, en la mirada y en las manos de la comunidad Siaguani, en Delta Amacuro
Soriana Durán / Fotos Yrleana Gómez
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El mundo ha cambiado. Siempre lo ha hecho. Pero para los indígenas el mundo cambió una vez y desde entonces se dividió en dos: en indios y criollos, según el decir warao.
“Yo soy de la comunidad Siaguani, en San Francisco de Guayo. Es lejos, lejísimo, tengo años que no voy. Muchos indígenas ya no viven allá, prácticamente. Imagínate, irse pa’ allá sin gasolina ni motor. Tengo casi veinte años que no veo a mi papá. No sé si está vivo. No tengo comunicación, allá no hay señal, nada”, relata Juana González, natural de una comunidad warao-parlante que poblaba toda la extensión del caño Manamo y parte de Trinidad y Tobago.
Eran expertos fabricantes de curiaras y casas. Catalogados por los colonizadores como “belicosos”, en la actualidad, de los siawani solo queda el topónimo castellanizado Siaguani, pueblo donde nació Juana, ubicado en la mismísima desembocadura del Orinoco en el océano Atlántico.
Delta Amacuro es uno de los estados con mayor población indígena del país y el segundo menos densamente poblado después de Amazonas. En su capital se concentra casi el ochenta por ciento de sus habitantes mientras que el resto se encuentra en la periferia, en zonas de difícil acceso más allá de los límites de la modesta urbe. La migración dentro del propio estado es recurrente, por lo que es habitual encontrarse con personas que, por motivos varios, han salido de su comunidad de origen –propia de los caños, de la selva deltana– para establecerse en Tucupita.
“Todo lo que me gusta, lo que me llama la atención, aprendo más. (…) ¿Algo que yo haya hecho…? ¡Ah! La falda, la falda de colores. La tejí, como yo te dije, que estaba aprendiendo recién y ya sé tejer. Pantalones, cinturones, faldas, todo de moriche”.
Juana se mueve tímida por la tienda, pero cuando tiene la oportunidad de mostrar su trabajo lo hace con orgullo. La trajeron a Tucupita cuando tenía siete años y fue adoptada en el seno de una familia criolla, así que, según ella, no tuvo demasiado contacto con otros indígenas, o al menos no el suficiente como para aprender a tejer de la misma manera en que lo hacen otras mujeres warao. Desarrolló esa habilidad en sus treinta y tantos, y a pesar de que sus dedos parecen tejer tan rápido como las patas de una araña, ella afirma que todavía está aprendiendo. Su lengua materna se siente distante, y si bien no habla el warao, lo entiende bien.
Todo lo que hace lo exhibe en la tienda de artesanías de su familia, junto con otro montón de mercancía hecha por diversas manos warao, desde animales tallados en madera hasta alpargatas, carteras, sombreros y chinchorros de moriche. También hay instrumentos de percusión, accesorios para el cabello, suvenires, canaletes, pinturas, cestas y collares. Este lugar, abarrotado de imágenes del Delta y de su gente, se ha convertido en un punto de venta útil para aquellos warao que viven en los caños y viajan a Tucupita una vez por mes, cuando mucho. Allí dejan la artesanía que les provee el sustento.
La escuela es la observación
La fabricación de enseres, utensilios, adornos o herramientas con fibra de moriche es herencia ancestral de las comunidades nativas del área; este conocimiento se transmitió por generaciones y sobrevivió hasta nuestra época, adaptándose ahora a dinámicas occidentales que también conllevan un número de circunstancias que afectan el trabajo artesanal, como la falta de matas de moriche en espacios urbanizados, por ejemplo.
“Cuando yo voy pa’ los caños, yo traigo material de allá, porque por aquí no se consigue, y si se consigue, se consigue caro”, explica Violeta Freites, artesana. Vive en Ciudad Coromoto desde hace tres años, en el corazón de Tucupita, pero es originaria de San Francisco de Guayo. Junto a su familia, que es su madre, un nieto y su marido, cuida la casa en la que viven, pues los dueños están fuera del país.
“Estamos aquí porque es más conveniente. Allá las cosas están carísimas, entonces aquí hacemos esto (artesanía) y nos ayudamos por medio de esto. Sembramos aquí porque no había nada tampoco”.
En el fondo tienen un conuco pequeño, unas matas de limón, parchita, lechosa, ocumo y caña. También hay un par de gallinas y un pato. Ahí, en el fondo de la casa, se sienta Violeta a tejer sus artesanías. Su madre, que solo habla warao, la acompaña en silencio, interviniendo solo cuando lo considera necesario. Violeta aprendió el tejido desde pequeña, como suele suceder, a punta de observación. Miraba cómo lo hacía su abuela y una tía hasta que aprendió lo básico. El resto fue práctica y experiencia que acumuló durante décadas. Es el oficio al que le ha dedicado su vida entera.
“Yo aprendí así, viendo, desde pequeñita (…) No sé si habrá otras formas de tejer, pero yo lo hago así. Otros tejidos no sé, este (el de la hamaca) lo aprendí de mi mamá”.
Lo que hace lo vende y el resto lo guarda para su uso personal. Un chinchorro de moriche cuesta entre $25 y $40, dependiendo del tamaño. También hace cestas y materos, que rondan los $10.
Tejer un chinchorro le lleva dos semanas, “haciendo eso nada más, sin hacer otra cosa”. Para colorear las hebras del moriche utiliza colorante comestible. Otras warao también hacen lo mismo, pero dicen que antes tintaban con Wiki-Wiki. En este momento está trabajando en un florero. Lleva una semana de trabajo y para terminarlo faltaría una semana adicional.
No existe una fórmula o patrón para tejer según el warao. Lo que se sabe se aprende del padre o de la madre, y ese mismo saber se traspasa a la generación que venga.
“¿Tú chupas caña?” pregunta Violeta en un gesto amable, después de habernos permitido entrar a su casa. Su esposo saca un machete y corta varios pedazos de caña dulce y jugosa. Se comunican en warao, manteniéndonos al margen de su diálogo interno y sus risas constantes.