
José Roberto Duque | Monte y culebra
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Foto de portada: incendio y destrucción de farmacia móvil en Valencia
En los envenenamientos corporales el factor clave es la saturación o el exceso. Hay sustancias que, ingeridas en pequeñísimas dosis, resultan beneficiosas y ayudan a combatir agentes o estados que nos hacen daño. La clase más antigua que recuerdo al respecto es el uso que se le da en los campos, o al menos en los campos de mi infancia y juventud, a la semilla de tártago, una mata que cuando la ves te das cuenta de que prolifera en todas partes. De esa planta se extrae el aceite de ricino, pero el uso silvestre que antecedió al comercial consiste en triturar las semillas y tragárselas con algo que sepa sabroso, porque maluco sí sabe la bicha.
Según las inquietantes indicaciones que andaban de boca en boca entre señores y señoras con pocos o ningunos estudios de la farmacología, ingerir media semilla era suficiente y eficaz para desparasitar a niños y adultos, pero una semilla completa podía matarlo.
También oí y he seguido oyendo hablar de ciertas plantas que podían ayudarte a reventar y expulsar los cálculos renales (las piedras en los riñones, chico) pero que si las tomabas en exceso como si fuera cualquier refresco podían dejarte ciego. Específicamente de la yerba conocida como cola de caballo escuché unos cuantos testimonios al respecto: el señor tal se quedó ciego pero anda con los riñones limpiecitos, y pa’ lo que hay que ver en Carora da igual no ver nada, fluía el implacable humor de los pueblos.
Con el tiempo he leído que, en efecto, cierta propiedad de esa planta hace que aumente la tensión ocular, sicaria del nervio óptico.
Sin ponerle mucho análisis al asunto basta con acudir al dicho popular que estableció hace rato que todo en exceso hace daño. En los casos de intoxicación y envenenamiento esto parece obvio. Y saltar de esta premisa a la revisión de lo que nos altera el sistema nervioso, la capacidad de razonar serenamente y tomar decisiones que nos proporcionen algo de armonía con el entorno, también tiene su carga de obviedad.
De entrada, Venezuela no parece ser en estos momentos un escenario propicio para andar muy tranquilos o entregándose a la contemplación. Todo lo que ocurre alrededor es o parece excesivo, y esto ya pone fuera de lugar cualquier recomendación en tono de autoayuda que nos invite al relax. Precisamente por lo mismo, vale la pena al menos señalar que estamos sometidos a procesos de intoxicación espirituales (o quizá solamente anímicos o psíquicos), cuyos efectos orgánicos y sociales son evidentes: hemos presenciado manifestaciones individuales que van desde la depresión y la pérdida del control de la furia, hasta el estallido catártico y agresiones contra bienes y personas por parte de gente que en otras condiciones ha sido más bien pacífica.
Aunque políticamente estas cosas no se observan ni se mecionan como desajustes emocionales sino como actitudes criminales o heroicas (depende de quién sea el analista) es importante ir al origen de esas manifestaciones: quien incendia y asesina y le parece que esto es lo correcto por lo general es gente sometida a una larga y descomunal intoxicación-envenenamiento a base de desinformación, propaganda, glorificación de la violencia y de la venganza.
“Vamos a cobrar” en cualquier otro país puede sonar a actitud más o menos pasiva: llego a un sitio y recibo un pago o recompensa. Pero en Venezuela el que viene a “cobrar” es el que cree que alguien le debe la pérdida del sosiego, de la tranquilidad, de la familia que decidió irse (porque nadie la obligó a largarse), y “cobrar” adquiere entonces el sentido de “desquitarse”. La rabia inducida por un liderazgo plegado a los intereses del crimen transnacional decretó que la violencia criminal está bien, que absorber una loca y disparatada noción de libertad es un salvoconducto que autoriza y estimula a algunos a despedazar a personas y objetos.
La otra característica de los envenenadores de la paz colectiva es que mandan a otros a matar y dejarse matar: usted verá a los cabecillas hablar de sangre, venganza y botines a través de redes y medios, pero nunca los verá en la calle dando el ejemplo de lucha y combate.
En ese gigantesco armatoste que llama “libertarios” a quienes promueven la dictadura de las corporaciones, y llama dictador al que no se deja derrocar, reside el mayor envenenamiento colectivo de la historia reciente, signada por una guerra en la que no se ven los misiles pero quieren abrir el camino para que los misiles, y los dueños de los misiles, vengan a cobrar por su inversión.
1 comentario
Excelente JR, y los más envenenados de la sociedad resultan ser los jóvenes expuestos permanentemente y en exceso a las redes sociales que han reemplazado sus vidas reales, o buena parte de ella. Ya tenemos una idea más clara sobre por qué un multimillonario al servicio del capital transnacional como Elon Musk se compra una red social!