
Éder Peña | Como la vida misma
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La capacidad del estadio principal del Fútbol Club Barcelona, el Camp Nou, superará las 100 mil personas, la cifra de muertos diarios por hambre, que el Programa Mundial de Alimentos de la Organización de Naciones Unidas (ONU), estimó durante la pandemia global, triplica esa cifra.
Unas 265 millones de personas juegan fútbol en todo el mundo mientras, también según la ONU, casi el triple de esa cantidad pasó hambre en 2023, una de cada 11.
Los sistemas alimentarios vigentes le han sacado tarjeta roja a un jugador y la humanidad juega en desventaja. Sin embargo, la producción de alimentos no se detiene, por lo menos es lo que deduce de las tasas de deforestación que –seguimos con los cálculos basados en fútbol— han llegado a niveles en los que superficies boscosas del tamaño de 50 estadios de fútbol desaparecen por minuto.
Se calcula que, desde 1990, se han perdido unas 420 millones de hectáreas de bosque, 1,5 veces la superficie del actual país campeón mundial de fútbol: Argentina.
Está claro que la deforestación no solo se debe a la expansión de la frontera agrícola, actividades como la extracción de minerales e hidrocarburos inciden en dicha cifra, pero el espacio que arrebata la agricultura industrial, junto a la agricultura de subsistencia, generan directamente el 80% de la deforestación en países tropicales y subtropicales.
Una pregunta, a estas alturas, es por qué hay hambre si la producción de alimentos no se detiene.
Sigamos en fútbol: El fichaje más caro fue el de Neymar Jr. del Barcelona al París Saint Germain, fueron 222 millones de euros (casi 250 millones de dólares), las pérdidas de alimentos costaron 1600 veces esa transacción. Unas 931 millones de toneladas, o el 17% de los alimentos que se produjeron en 2019, acabaron en la basura de las familias, los comercios minoristas y los restaurantes, pero también en las fases de post cosecha y distribución.
Existe un fallo múltiple en las principales zonas productoras de alimentos mundiales, debido no sólo al cambio climático, sino a una combinación de factores que incluyen el crecimiento de la población, la degradación del suelo por parte de la agroindustria, el aumento de los costos de la energía y el agotamiento de las aguas subterráneas, entre otras tendencias.
Pero no se trata sólo de analizar cuánto se produce, se come o se desperdicia. Hay un sistema generador de hambre y devastación natural, más allá de las hectáreas, toneladas o millones de dólares.

Como en el fútbol, en la alimentación hay hegemonía y estandarización, en uno casi siempre ganan los mismos clubes y en la otra casi siempre comemos lo mismo. No solo esto, sino que hay una alta concentración y prácticas mafiosas por parte de quienes controlan ambos mundos.
La dependencia alimentaria se ha basado en la estandarización de los hábitos de consumo, nuestra especie domesticó siete especies de cereales: arroz, trigo, maíz, avena, cereal de cebada, mijo y sorgo. Su producción y comercialización se han concentrado en pocas manos, como casi todo en este sistema agro-urbano-industrial.
Sobre el poco consumo de algunas especies de alimentos, y el amplio consumo de otras, han llamado la atención algunas ONGs conservacionistas de las élites (o big green) como la WWF. Afirman que “los monocultivos han conllevado a la pérdida de la agrobiodiversidad” pero no dicen quiénes protagonizan esa práctica.
Según la WWF, en los últimos 50 años, las poblaciones de especies han disminuido en un promedio del 68 % y la producción de alimentos ha causado el 70 % de la pérdida de biodiversidad en tierra firme y el 50 % en agua dulce.
Un 55% de la población global habita en ciudades en las que no se producen alimentos, mientras un 26% de la población global lo hace. Según la FAO, la agricultura familiar realiza nueve de cada diez operaciones agrícolas del mundo y producen cerca del 80% de los alimentos mundiales, entonces ¿Quién destruye mientras “nos alimenta”?
La misma FAO dice que la biodiversidad en los alimentos y la agricultura proporciona múltiples servicios (funciones, en realidad) ecosistémicos que incluyen la polinización, la regulación del clima, el mantenimiento de las fuentes de agua y el control de plagas y enfermedades.
La agrobiodiversidad permite la reducción de la presión de la agricultura sobre hábitats frágiles o sobre especies en peligro de extinción. Sin embargo, la visión socioecosistémica se mantiene ausente de un modelo mercantilizado y arrasador.
Los organismos multilaterales han definido como causas del hambre y la malnutrición, a la pobreza y la exclusión, también al cambio climático y los conflictos y desplazamientos pero, tras una mirada somera sobre la lista de los países más afectados, se aprecia la verdadera causa: una historia de saqueo, intervención bélica imperial y excepcionalismo occidental.
Las causas del hambre se interconectan, el cambio climático es una realidad y la pobreza estructural, impuesta por el arreglo global, impide que muchas poblaciones logren adaptarse. Cuando ni los países del Norte global han logrado medidas eficientes para ello…

Las guerras son alentadas por esas potencias económicas para imponer o quitar gobiernos, extraer recursos o lograr posicionamiento geoestratégico en distintos lugares del planeta. De ellas proviene el desplazamiento y las complejas tramas de conflictos étnicos y territoriales.
El informe “Los barones de la alimentación”, realizado por el grupo ETC, describe cómo las grandes corporaciones controlan puntos críticos de cadena agroalimentaria industrial, lo que hace que muchos sectores agroalimentarios estén tan concentrados que los controlan sólo cuatro o seis empresas dominantes. Esto les permite ejercer una enorme influencia en los mercados, la investigación agrícola y la elaboración de políticas nacionales o multilaterales, no solo deciden qué comemos sino qué sabemos acerca de lo que comemos.
Dispositivos neoliberales como los programas de ajuste estructural y los acuerdos de libre comercio han vulnerado la soberanía alimentaria y nutricional de la mayoría de los países, acelerando la modernización (o industrialización) y liberalización de la agricultura, lo que ha ocasionado una aguda crisis agrícola.
La globalización de ese modelo ha derivado en una mayor degradación de los sistemas naturales, despojo de tierras y de condiciones de vida, desigualdad, pobreza y hasta esclavitud en el campo, mientras avanza la consolidación y concentración de las corporaciones agroempresariales.
El historiador estadounidense, Jason Moore, ha identificado siete cosas baratas con las que el capitalismo moderno ha avanzado: la naturaleza, el dinero, el trabajo, los cuidados, la comida, la energía y las vidas humanas. Al saquearlas y controlarlas, el capital ha organizado y se ha apropiado de la trama de la vida en la que humanos y el resto de la naturaleza coexistimos.
Dado que el hambre no es una falla del sistema sino una consecuencia lógica e intencionada, una lucha por la justicia alimentaria, debería combatir la mercantilización de los alimentos que se basa en aumentar sus precios ignorando la pobreza y en diseñar “alternativas” que hacen posible que esa pobreza persista.
La comida barata, desde la óptica de Moore, no es alimento a bajo precio sino de baja calidad. La agroindustria vende un fetiche de supermercados repletos de productos que llenan los estómagos y apaciguan el descontento, pero no nutren adecuadamente.
Por otra parte, en tiempos de crisis ecológica, la existencia de varias especies de plantas y animales permiten producir y garantizar alimentos en condiciones climáticas adversas, además hace resilientes a los sistemas alimentarios frente a eventualidades como plagas, sequías, inundaciones o enfermedades.
No hay recetas para la soberanía alimentaria, son muchos los conocimientos locales que aseguran la resiliencia humana ante la crisis. El konuko, el pastoreo, la milpa, enfoques agroecológicos, la diversidad gastronómica, mercados locales y muchas otras iniciativas, pueden revertir una crisis alimentaria en proceso. Mientras estén en manos de comunidades organizadas y conscientes de que pueden generar nuevas ideas y políticas, lejos de las franquicias captadas por las corporaciones y cerca de la política real, la del territorio, la que vibra como la vida misma.