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Un mercado como árbol de la vida

por José Luis Omaña
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José Luis Omaña

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El mercado indígena de alimentos de Puerto Ayacucho es un acontecimiento cultural único. Cada sábado recibe agricultores, pescadores y recolectores del estado Amazonas y parte del estado Bolívar. Ahí usted puede probar más de 100 especies diferentes de productos del bosque tropical, como tarántula, pescado asado, bachacos, picante amazónico (catara), jugos o pulpa de palma de moriche, manaca (asaí), seje, pijiguao y copoazú, y comprar toda clase de tubérculos, raíces, frutas y cacería desconocidas por el paladar capitalino.

Quizás no existe en Venezuela un mercado más rico en cultura y memoria. Más de diez mil años de historia gastronómica se manifiestan durante pocas horas en ese pequeño espacio de Puerto Ayacucho. Cada producto es la evidencia de técnicas y tecnologías amazónicas milenarias. Entre ellas destacan técnicas económicas que no se restringen al clásico intercambio capitalista, sino que insisten en mantener viva una de las economías ecológicamente más perdurables del planeta: alianzas y truekes que los monetaristas ignoran.

Beatriz Graterol, investigadora adscrita al INIA (Instituto Nacional de Investigaciones Agrícolas) de Puerto Ayacucho, dedicó varios años a sistematizar los procesos económicos, ecológicos, sociales y culturales de este mercado. Su relato nos permite ver más allá de los prejuicios criollos. Con su tesis doctoral nos introduce en un espacio que es a la vez vestigio y presente de una antigua y eficiente racionalidad para la vida, corresponsable de la existencia de la selva misma.

Clases de soberanía

Beatriz nació en Caracas y se crió en Maracay, donde se hizo fervorosa ecomilitante y luego ingeniera agrónoma. Hace casi 25 años llegó a Puerto Ayacucho, primero a trabajar en el CAICET (Centro Amazónico de Investigación y Control de Enfermedades Tropicales) y después en el INIA. Desde allí realiza su investigación.

Al principio comenzó como evaluadora de impactos ambientales y probó métodos de cartografía participativa. Rápidamente se dio cuenta de que “uno de los principales problemas ambientales del planeta es el hambre”.

Luego del sabotaje petrolero de 2002, Beatriz acudió a las comunidades del Cataniapo para entender cómo, ante semejante emergencia nacional, los pueblos indígenas resolvieron su alimentación. Se encontró con la pura, simple y ancestral soberanía alimentaria. La gente se estaba abasteciendo como siempre: de lo producido en el territorio con técnicas milenarias.

Eso la llevó a plantearse la relación entre la manera de comer, la salud humana y la salud de los ecosistemas, que en Amazonas no puede distinguirse de la biodiversidad y de la integridad de la selva. Siguiendo la ruta gastronómica de las comunidades del Cataniapo llegó al mercado indígena de Puerto Ayacucho.

Saber de dónde vienen los productos de este mercado y conocer las relaciones ecosociales de producción que ahí se manifiestan la llevó a pasar del concepto de seguridad alimentaria al de soberanía alimentaria y sociocultural. Comprendió que el mercado no sólo permite contar con alimentos, sino que es testimonio de soberanía territorial y del resguardo de la diversidad biocultural presente en cada producto.

En el mercado Beatriz hizo 500 entrevistas en un año. Realizó numerosas observaciones y conversaciones con informantes claves, y visitó varias de las comunidades indígenas que regularmente arriman allí su producción.

Algunas de las preguntas de su tesis fueron: ¿Qué lleva la gente, cómo y por qué lo hacen? ¿Por qué van al mercado, a veces desde lugares muy distantes? ¿Cuáles son las interacciones socioculturales, económicas y ecológicas que allí suceden?

Sobre los resultados de su investigación Beatriz expresa: “Me di cuenta que no es un mercado globalizado, no son las fuerzas del sistema alimentario mundial lo que lo mueve o lo que determina lo que ahí se vende”. En cambio, los elementos socioambientales y bioculturales son lo verdaderamente importante.

La observación detallada y paciente muestra que hay una serie de acuerdos y normas de conducta tácitas entre las personas que participan. Eso se refleja en la distribución y disposición de los puestos de venta, las unidades de medida y los recipientes que usan, entre otros detalles. La propia organización no centralizada fija los precios a través del mañoco (harina de yuca tostada) que funciona como mercancía de mediación entre el valor del trabajo indígena y los valores de la economía burguesa.

Por eso Beatriz insiste en que “no es un mercado capitalista”: son las y los agricultores, recolectores y pescadores quienes venden directamente los productos de su trabajo.

A diferencia de lo que sucede en el mercado globalizado, aquí a la plusvalía se le imponen límites. Lo que no es importante en el sistema alimentario mundial aquí sí vale: el lugar, el territorio, el tiempo, la estacionalidad y el origen de las personas que participan. Son familias nucleares pertenecientes a familias extendidas de más de 100 comunidades originarias: desde El Guamal, en el estado Bolívar, a 20 minutos de Caicara del Orinoco, hasta la Laguna de Moriche del Sipapo al sur del estado Amazonas.

El 70% de quienes arriman al mercado son familias huottoja (piaroa) que provienen de lugares como Parguaza, en Bolívar, y Pendare al sur de Amazonas, que viajan a Puerto Ayacucho todos los viernes en la tarde o noche, y los sábados de madrugada.

Estas familias del pueblo huottoja son las principales proveedoras de mañoco, casabe, pescado y frutas. También acuden agricultoras y agricultores de los pueblos hiwi (jibi), puinave, kurripako, eñepá, sáliva y yeral. Y su producción es de tal diversidad y envergadura que durante la escasez inducida por la guerra multiforme, y luego durante la pandemia por Covid-19, contribuyó significativamente en la alimentación de Puerto Ayacucho.

Más allá de los prejuicios criollos

Sin lugar a dudas, este mercado contradice uno de los prejuicios criollos heredados del colonialismo. Eso de que “los indios son flojos” queda completamente negado y descubierta su raíz malsana. La verdad queda a la vista: los pueblos originarios han sido sistemáticamente encubiertos, ocultados. Desde el siglo XV se les llama flojos para justificar, primero el genocidio y el ecocidio en Abya Yala, y después para perpetuar el expolio y el despojo de sus ciencias y sus territorios.

El mercado enseña lo que no se aprende en las facultades de agronomía o en los posgrados sobre estudios ambientales: que la modernidad, el colonialismo y la colonialidad son continuos históricos que operan hoy día como hace 500 años, aunque en versiones actualizadas. Pero también evidencia realidades que en este país están vivitas y coleando, como la importancia de la producción de pequeñas cantidades, heterogéneas y fluctuantes en el tiempo, que si bien no cumplen con las exigencias de la industria son fundamentales en la dieta nacional.

Para indagar en ello, Beatriz planteó la pregunta sobre el significado del mercado indígena. Entendió que no es sólo un lugar para vender y comprar, sino que es fundamentalmente un punto de encuentro entre distintas comunidades. Sirve para intercambiar información, organizarse y satisfacer diversas necesidades comunes, o para buscar interpretación de los mensajes del gobierno nacional. También le permite a la gente moverse en el territorio, cosa que en Amazonas es muy costoso. Incluso sirve para pasear y conseguir pareja, o descubrir las andanzas pasionales de algún congénere.

Un detalle importante es que a los habitantes de Puerto Ayacucho el mercado les permite sostener su identidad. Es el único lugar donde el sujeto urbanizado puede conseguir regularmente la comida del conuco que ya no tiene, o de la selva a la cual antaño tuvo acceso. Allí la gente va en búsqueda de los productos de su propio pueblo. De modo que es un puente entre la subjetividad urbanizada y su pertenencia originaria, ancestral. Y no se trata de un vínculo entre pasado y presente, sino entre dos realidades de un presente complejo y tenso.

El árbol de la vida

En este mercado, cada sábado los pueblos originarios retoman Puerto Ayacucho, y reivindican el significado que en otros tiempos tuvo ese territorio. Lo cual permite la continuidad de ese significado.

Este hecho recuerda de alguna manera la historia del Mercado Principal de Mérida, que originalmente estaba en la Av. 2 Lora, a la altura de lo que hoy es el Centro Cultural Tulio Febres Cordero. A ese mercado antiguo, quizás anterior a la invasión europea, le prendieron fuego para desalojarlo. En su lugar construyeron una obra del progreso y el desarrollo: un centro cultural. El mercado lo mudaron a un edificio de acceso controlado, que hoy visitan centenas de turistas todos los años, pero donde los pequeños agricultores ya no pueden arrimar su mercancía libremente, como se hacía antes. Sin embargo, como el pueblo es sabio y paciente, durante los años de guerra económica y bloqueo la gente retomó los espacios del antiguo mercado. Pequeños comerciantes, revendedores y productores retomaron la Av. 2 Lora, que vuelve a llenarse de cultura popular.

Algo similar ocurre en Puerto Ayacucho. Sin ánimos de plantear una tesis antropológica, a Beatriz Graterol no le parece casual que el mercado indígena suceda cerca de los territorios del antiguo Gran Mercado de Átures, espacio ancestral de confluencia entre los pueblos de los llanos de Colombia y Venezuela, los pueblos del Caribe y del sur amazónico.

Beatriz interpreta esto en clave indígena: “el mercado de Puerto Ayacucho es como el Kalibirrinai de los hiwi, o el Kuawai de los huottoja, o el Marahuaca de los yekuana: el primigenio árbol de la vida que fue tumbado, y que para Beatriz está todos los sábados en el mercado indígena.

La defensa del valor: la vida por encima del capital

Beatriz insiste en que una de las principales características del mercado indígena es la desfetichización de la mercancía. Allí la gente defiende el valor de su trabajo. Si en el capitalismo la mercancía es fetiche porque se deslinda de sus orígenes, de sus reales fuentes de producción, aquí esos orígenes son fundamentales. La vida contenida en cada uno de los productos es valorada no sólo monetariamente, sino, sobre todo, cultural e identitariamente. De cada rubro importa el trabajo que lo hizo posible, el de la familia comunitaria, el de los congéneres, pero también el trabajo del bosque y el del río. Un trabajo en el que participan todas las existencias de la comunidad, y no sólo las humanas.

Sin lugar a dudas, este mercado contradice uno de los prejuicios criollos heredados del colonialismo. Eso de que “los indios son flojos” queda completamente negado y descubierta su raíz malsana

Por eso Beatriz dice que este mercado es un acontecimiento socio-biocultural, y no sólo economicista. Es el paladar comunitario lo que lo sostiene, anclado a las cosmovivencias ancestrales, a la selva y todos sus vivientes.

Eso explica por qué en este mercado el origen del valor (la vida) no se puede ocultar. Al contrario, es defendido. Nadie acepta rebajas. Lo que no se vende regresa a la comunidad. Hay una ardua defensa de lo artesanal. Y ninguno de los productores va con afán de acumular y de crecer, en el sentido de maximizar ganancias.

No es el concepto de crecimiento económico lo que allí persevera. Incluso los revendedores y procesadores indígenas reivindican, orgullosamente, el origen de lo que venden.

Cuenta Beatriz que en varias ocasiones algunas comunidades indígenas se negaron a participar en proyectos de ayuda basada en créditos, maquinarias o equipos agrícolas, para no quedar endeudadas o que les fijen los precios a sus productos, ni les impongan otros patrones de funcionamiento. Así de profunda es la defensa del valor del trabajo, que es también la defensa de los territorios y las culturas.

Beatriz sostiene que esa defensa sucede en una triple frontera. La ecológica, porque es un mercado megabiodiverso, sus rubros provienen de distintos sistemas biológicos. La frontera étnica: porque participan siete pueblos originarios, con distintas lenguas y distintas costumbres. Y la frontera económica, que se traza entre la dignificación de la vida comunitaria y el mercado capitalista. Es la frontera entre las economías comunitarias ancestrales y las exigencias de la economía de mercado.

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5 comentarios

Gustavo Salazar 11 enero 2025 - 22:48

Sería excelente que el gobierno, o quien fuese el interesado, acondicionara un espacio mejor y mas digno para nuestros indígenas vender sus productos, así como se hizo con el Mercado de Artesanía. Un espacio donde puedan cómodamente ejercer su economía ancestral, y que nos recuerde al Gran Mercado de Atures.

Sólo digo..

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Romer Urdaneta 24 noviembre 2024 - 16:45

mejor imposible

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Checo 15 octubre 2024 - 11:42

Excelentes ambos trabajos. Tanto en el reportaje tan completo que desarrolla variados temas de vigencia permanente. como el realizado por Beatriz, desde una visión crítica la compleja relación del mundo indígena con el mercado capitalista.

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Teresa Ovalles M. 13 octubre 2024 - 19:58

Excelente reportaje José Luis. Volver a nuestros ancestros es una tarea hermosa y gratificante. Te felicito.

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Ramón Urbáez 12 octubre 2024 - 17:51

Excelente José Luis, tu narrativa es tal que mi mente, alma y corazón se trasladaron hacia el período ancestral de los sitios mencionados por Ti: Pto. Ayacucho y Mérida y me pareció tan familiar como el Mercado de Quiriquire en el Estado Monagas donde crecí con mis abuelos y padres, especialmente, mis abuelas Martha Margarita Guilarte y Petra Malavé. Allí, se daba las mismas particularidades que tú expones en el presente artículo!!!!

Te felicito, eres de Tal Palo, tal Astilla !!!

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