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Las culturas y el futuro

por José Roberto Duque
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José Roberto Duque | Monte y culebra

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Llegas a las profundidades larenses, miras a los lados en la carretera o te adentras en las comunidades del por dios santo hasta cuándo, y te das cuenta de que la miseria es, para empezar, esa cosa física que se siente en el polvero, en las duras resolanas y en la verificación de que en ciertas zonas el agua hay que comprarla y traerla desde lejos. Nada que decir sobre las casas e intentos de comunidad: el calor duele, el olvido oprime, la persistencia de la vida en esas condiciones es una proeza pero también un grito de alarma.

Reza una presunta o pretendida ley de sociólogos o antropólogos o historiadores equivocados que los pueblos, antes de entregarse al arte y a la creación, deben tener satisfechas sus necesidades básicas. La terrible verdad de la historia de los pueblos dice que las culturas y las artes van surgiendo a medida que la especie ha ido labrando sus caminos a puro golpe y dolor.

Todo esto da para una vieja y amarga discusión: ¿le procuras al artista todas las comodidades para que se entregue exclusivamente a su arte, o el artista genuino se nutre precisamente del plomo de las carencias y dificultades?

Esa es la pregunta de hoy: cómo esperar de unas personas que viven en la precariedad de aquellas lomas peladas, rodeadas de polvo y de ventarrones (“Tanto que sopla el viento y no se lleva el hambre”, decía un poeta del que te acordarás en algún momento) que produzca algo que la convención conservadora sea capaz de llamar arte, o cultura, tan siquiera cultura.

Y la pregunta siguiente: si esto es así hoy, en el siglo de las inteligencias y las brutalidades tecnológicas, ¿cómo serían estos eriales y los humanos que los poblaban hace mil, dos mil y 10 mil años?

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Llegas a Quíbor y acudes directo al Museo Antropológico de Quíbor, nombrado «Francisco Tamayo», donde se supone que el recuento del pasado remoto te pondrá algunas ideas en su sitio. Llegas un domingo, día que se supone de descanso para la mayoría de la gente con un oficio asalariado, pero allí te reciben unas personas muy jóvenes, que te preguntan si quieres averiguar algo en especial o si prefieres hacer todo el recorrido. Te animas a echarte la zambullida completa y ahí entra en acción una diminuta y agradable muchacha, Esther, que se lanza una explicación asombrosa y al detalle de cada objeto, cada maqueta, cada resto humano, cada objeto ceremonial y su significado, probable o comprobado.

Le miras la cara a las figuras y figurines y te ves ahí, en el autorretrato del ancestro extinguido. Te asombras con las vasijas funerarias, con los trípodes, con los instrumentos musicales (flautas de huesos de animal, sonajeras, maracas) de hace más de mil años. Hay una pipa hermosamente tallada en la que probablemente se fumaban especies placenteras. Su uso tenía carácter ceremonial, como la mayoría de los objetos cuya decoración invoca las partes sexuales de ambos sexos (en ese tiempo, como en este de ahora, parece que sólo había dos, lo siento) y otras también de carácter utilitario: manos y morteros para machacar, una complicadísima jarra o recipiente múltiple para mezclar bebidas.

Luego el asombro más sensacionalista por el esmero con que tallaban las puntas de lanza y la rusticidad de las antiguas herramientas de tallar y labrar: las hermosas puntas y armas arrojadizas que daban la muerte, y las toscas herramientas de trabajar que daban la vida. Aunque al final los implementos de matar también aseguraban la vida, porque le daban muerte a las presas que alimentaban al gentío (el mejor sinónimo de “comer” es “matar”).

En la voz de Esther, parada al lado de la vitrina donde reposa media mandíbula de mastodonte (un artefacto biológico del tamaño de tu torso completo, desde el cuello hasta la cadera, y con unas muelas como martillos), que tal vez tenga 12 mil años de antigüedad, cobró forma el proceso humano de organización ante las adversidades: hermano, tú me distraes al bicho por allá, yo le amarro la pata por aquí y el compai allá lo lancea o le mete con el hacha. El arte o el oficio de someter a semejantes presas fue uno de los ejercicios primitivos de trabajo colectivo, en equipo.

Hablamos de una gente que no vivía en los ranchos de ahora sino en viviendas más precarias o tal vez en cuevas, con el mismo solazo, la misma aridez y el mismo tunero o espinero cubriendo la tierra. Hay restos de ese ancestro axagua, gayón o ayamán, cuya muerte se supone que ocurrió en lo que hoy llamamos juventud (el promedio o esperanza de vida se ha calculado en 30 a 50 años), y ya era un anciano con fracturas varias y rastros de enfermedades. En una edad a la que los humanos actuales todavía pensamos en qué haremos con nuestra vida, ya aquellos antepasados habían participado en la matanza de algún mastodonte.

La mortandad infantil también debió ser altísima. Uno de los momentos sobrecogedores del recorrido es el paso frente a los restos óseos de un bebé que todavía parece gritar o llorar su desdicha, desde su pobre humanidad incrustada en un gran terrón o túmulo de suelo arcilloso.

Lo anterior es sólo un contexto: en esa dura realidad también florecieron la agricultura y las artes, y por lo tanto la cultura.

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El objeto artístico más alucinante de los que están expuestos es un enrevesado collar blanco hecho de conchas marinas, pero no de las conchas completas sino de unas piecitas diminutas hechas de ese material. La era industrial creó muchos siglos después algún mecanismo para crear canutillos, lentejuelas y otras piecitas mínimas y ensartables, pero hace más de 500 años había que hacerlas a mano. Aquí la paciencia y la dulzura femeninas le dejaron al futuro esta joya increíble: más de 25 mil piecitas mínimas ensartadas una a una en fino hilo. Si estuviera estirada mediría 32 metros lineales.

Foto cortesía Museo Arqueológico de Quíbor

Esther Pérez habló con tanta propiedad y dominio de los datos e información que, al finalizar, le preguntas si es arqueóloga, paleontóloga o antropóloga, y resulta que ninguna de las anteriores: estudió y se graduó en ingeniería de seguridad laboral, y la razón por la que atiende e informa a los visitantes es que una vez, apenas un día después de trabajar en el museo, le hicieron una prueba a ver qué tal se desenvolvía como expositora y ahí se quedó.

El tema clave aquí es que te das cuentas de que hay gente muy joven de Quíbor que está genuinamente enamorada o al menos deslumbrada con su propia historia, con su ancestro. En este tiempo en el que los dueños del mundo quieren etiquetar como delincuentes a las personas por los tatuajes que llevan, es preciso observar que otro de los jóvenes presentes allí, que intervino más de una vez para aportar datos y comentarios, tiene el suyo estampado en un antebrazo: el trípode emblemático de la entrada de Quíbor, con su sol llameante al fondo.

Justo lo que necesita la memoria del antepasado en reposo: que una generación de chamos y chamas se la lleve hacia el futuro.

Al final del encuentro llegan dos personas fundamentales en la organización del museo: Ángel Sequera, el hombre de la restauración, que en breves minutos te muestra en vivo cómo se analiza, limpia y conserva una osamenta humana (favor no hacer fotos, estamos frente a materiales milenarios); y Liseth Castillo, la actual directora.

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En la Librería del Sur del mismo museo te encuentras con que hay al menos un artista del fuego que está haciendo reproducciones de las vasijas y recipientes respetando los glifos y formas originales. Unas piezas de Oblén Rodríguez nos empujaron hacia allá, hacia el taller donde fabrica con procedimientos tradicionales los objetos de aquellas culturas. Pero esta historia, que también tiene historias, las contaremos en otra entrega.

De momento, el abrazo y el reconocimiento a Esther Pérez y Urvi Roas, promotoras culturales; Rafael Mendoza y Liliana Medina, de la Librería del Sur; Jainel Ordóñez, de Radio Quiboc; a los directivos Ángel Sequera y Liseth Castillo, gente que resguarda un tesoro patrimonial que todos los venezolanos deberíamos ir a ver al menos una vez en la vida.

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Periodista, escritor y editor

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