Graciela Vanessa González | Alimentación Con-Ciencia
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Ana juró empezar a comer sano el lunes, pero al pasar frente a su panadería habitual sus pies giraron solos. ¡No fue hambre!, fue su cerebro reactivando la ruta neural que asoció durante años el olor a cachitos y el marroncito con el alivio del estrés matutino.
Carl Jung le decía en una carta al físico cuántico Wolfang Pauli en 1946: «Hasta que lo inconsciente no se haga consciente, el subconsciente seguirá dirigiendo tu vida y tú le llamarás destino”. La frase no era solo poesía psicológica, era una especie de profecía científica. Hoy sabemos que nuestros «destinos» son, en gran parte, la suma de hábitos inconscientes grabados en circuitos cerebrales que ni siquiera sabíamos que existían.
¿Te has preguntado alguna vez por qué siempre terminas pidiendo lo mismo en tu restaurante favorito? No es solo porque te gusta el sabor, sino porque tu cerebro es un guionista medio flojo que prefiere repetir escenas conocidas. En aquella carta de 1946 aún se reflexionaba sobre como nuestras mentes y destinos parecían estar cosidos con hilos invisibles. Hoy la ciencia nos da una pista, esos hilos son circuitos neuronales que se forman con cada hábito.
La ciencia ha revelado algo asombroso, y es que gran parte de nuestras decisiones diarias son inconscientes. Esto no solo aplica a si movemos la mano izquierda o derecha. En un artículo de 2008, Soon y otros demostraron que el cerebro puede preparar decisiones hasta 10 segundos antes de que las registremos conscientemente. Pero, ¿qué tiene esto que ver con nuestras elecciones diarias, como qué comemos? Todo, según la evidencia, guardan relación incluso con los 97 mil actos alimentarios que realizamos desde que nacemos hasta próximos a cumplir 50 años.
Los hábitos alimentarios, como cualquier comportamiento repetido, se convierten en programas neuronales automáticos. No decidimos conscientemente comer verduras o ultraprocesados cada día; cada elección entre comer uno u otro no es un debate interno, sino el resultado de un hábito que el cerebro ha ensayado hasta volverlo automático, es decir, el cerebro ejecuta lo que ha sido entrenado para hacer. Cada bocado, cada elección entre subir escaleras o tomar el ascensor, cada momento frente a la pantalla antes de dormir, son el resultado de una compleja red de patrones cerebrales que operan en la sombra. Nuestras acciones diarias son pilotos automáticos que nos llevan a repetir patrones, incluso contra nuestra voluntad consciente.

El cerebro es automático y discreto
El cerebro humano opera como un director de orquesta invisible que nos lleva a ejecutar sinfonías neuronales programadas por años de exposición ambiental, según revela el estudio de Marteau, Hollands y Fletcher (2012). La pandemia silenciosa de diabetes, enfermedades cardíacas y cáncer, no surge principalmente de decisiones conscientes partiendo del hecho de que nadie se quiere morir, sino de respuestas automáticas grabadas en circuitos cerebrales, el olor a cachito que activa recuerdos felices de la infancia, un ascensor (o carros) siempre disponible que borra la idea de subir escaleras (o caminar), o los anuncios de comida rápida que pudieran (dependiendo del contexto) generar las condiciones para despertar el núcleo accumbens, una región del sistema de recompensa que libera dopamina, gritando «¡Esto es placer, quiero más!».
Estos estímulos nos empujan a actuar sin pensar, guiados por un diseño cerebral que evolucionó para sobrevivir, no para resistir la abundancia moderna.
Todos lo hemos vivido, sabemos que esas papas fritas extras o el segundo pedazo de torta no nos hacen bien, pero igual decimos «me quedó un huequito». ¿Por qué? No es falta de voluntad, sino biología pura. Hace miles de años, en el Paleolítico, un antepasado encontraba un panal de miel tras días sin comer y su cerebro no susurraba «guarda para mañana», sino que disparaba dopamina para devorarlo todo, ignorando la leptina, esa señal que nos indica saciedad, y es más lenta en llegar a nuestro cerebro. En ese momento ese impulso le salvaba la vida. Hoy, rodeados de comida a cada paso, ese mismo mecanismo sigue activo: la dopamina nos empuja a comer más allá de la necesidad. No es debilidad; es un cerebro programado para un mundo que ya no existe, chocando con uno que nos tienta sin parar.

¿El inconsciente alguna vez fue saludable?
Crecimos con la creencia de que la salud o la enfermedad son simplemente una herencia genética. Pero, ¿y si te dijera que la salud no es un destino predeterminado en tu ADN, sino un rompecabezas que armamos a través de nuestras acciones, nuestro entorno y nuestra biología? A menudo se culpa a los genes por las enfermedades, pero la ciencia nos presenta un panorama diferente. En realidad la salud se construye, y la mayoría de las enfermedades no son heredadas. No es lo mismo tener 20% de predisposición genética para desarrollar enfermedades como el cáncer, que generar el 80% de estas condiciones a través de los hábitos de vida.
Las cosas funcionan más o menos así: a lo largo de tu vida has experimentado una serie de eventos que han contribuido a tu bienestar, aunque no seas consciente de ello. O, por el contrario, has pasado por situaciones que te han llevado a la enfermedad, aunque no lo hayas notado. Aquí radica la gran tarea de hacer consciente lo inconsciente. Hoy en día sabemos que este mecanismo existe como un factor determinante en la regulación de la expresión de nuestros genes y se conoce como epigenética (tema para profundizar en otra entrega).
Nuestros abuelos son un ejemplo claro de ello. Estudios de largo plazo muestran que la longevidad y vitalidad de nuestros abuelos no eran un regalo genético, sino el fruto de ese estilo de vida que protegía su salud sin que fueran conscientes de ello. No necesitaron de aplicaciones en los teléfonos para contar calorías, o manuales para aprender a leer etiquetas nutricionales para vivir vidas largas y vitales. ¿Por qué? Principalmente su entorno estaba alineado con la biología humana, haciendo que su inconsciente trabajara a favor de la salud.
Esas generaciones comían alimentos reales ligados a la tierra y a las estaciones, y no al marketing o al estrés como los ultraprocesados. Su día incluía movimiento natural, como caminar o labrar, sin necesidad de gimnasios ni hábitos forzados. Dormían con el sol y despertaban con el canto del gallo, manteniendo ritmos circadianos intactos y niveles bajos de cortisol gracias a una vida social en plazas, no en pantallas que dispararan cortisol o desajustaran su melatonina.

Estos patrones, repetidos miles de veces, se grabaron en sus circuitos neuronales, haciendo de la salud una consecuencia natural, no un objetivo consciente. Luego ha venido ocurriendo lo que la FAO define como transición nutricional, que no es más que el cambio de estas dietas tradicionales, ricas en cereales y fibra, a dietas occidentales altas en azúcares, grasas y ultraprocesados, impulsado por lo que brindan las ciudades y el aumento de ingresos. Este proceso, aunque diversifica la oferta alimentaria, dispara obesidad y enfermedades crónicas al desviar el inconsciente hacia hábitos dañinos.
Alimentarse con conciencia desde el inconsciente
La salud no es un triunfo individual conquistado por la fuerza de voluntad, ni un destino escrito en los genes. Es, más bien, el resultado emergente de contextos socioambientales, las calles que transitamos, los mercados que nutren nuestras despensas o los rituales circadianos que normalizamos.
En un mundo donde el 60% de las enfermedades crónicas son previsibles mediante hábitos, la verdadera revolución sanitaria no ocurrirá en quirófanos, sino en mercados, calles y hogares. La salud no es un verbo, son 97 mil adverbios que modifican cómo comemos, cómo respiramos y cómo existimos. El futuro de la salud no está en las farmacias, sino en hacer de cada bocado un acto de rebelión epigenética.
Como sociedad, estamos llamados a construir entornos (ciudades) que conviertan lo saludable en inevitable, honrando así la sabiduría de quienes nos precedieron y aprovechando el poder transformador de la ciencia.
1 comentario
Gracias por compartir, muy buen artículo. mente y corazón abiertos