Henriette Arreaza Adam | Aquelarre
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Cuando se pierde una lengua las cosas y los seres dejan de ser nombrados. Implosiona un universo. Huérfanos y desolados, dioses y pueblos quedan a merced de los demonios.
En su afán por no perder la voz ancestral, Anny Guerra rastrea herramientas, lenguajes, artes, ciencias y tecnologías para dar forma a esa memoria. Parte de su investigación se refleja en el documental “Voces Invisibles, la simbología añú a través de la ciencia y la tradición”. Pueden encontrarlo en las redes.
“Mi profesión es ser añú”, dice Anny. “Soy una piedra bruta que deja rodar la arena que falta por caer para poder verme desde un principio espiritual, sencillo, humilde, sonoro, contemplativo y silencioso. Mirar como niño, no hay otra manera de ver el universo indígena. Nuestra lengua fue silenciada por el opresor. Despés de tanta masacre, de tanto genocidio, un miedo genético se instaló en la memoria. Si no fuera por Jofrys Márquez, nuestro hermano añú, único hablante y referente fonético, no quedaría rastro del sonido que nos origina”.
Jofrys Márquez, nacido en 1980, fue enseñado por su abuela, la Comadrona Ana Dolores, una de las últimas ancianas que hablaba la lengua.
Somos seres del agua, dice Anny con solemne humildad. Cuenta cómo las mujeres se reunían en la laguna de Sinamaica, apartadas y entreveradas a los manglares para cantar y hablar en su lengua. Aquellos cantos, asevera, eran lamento y poesía impregnada de filosofía añú, sabiduría del habla. Luego hicieron su aporte los antropolingüistas y así Jofrys aprendió a escribir en el idioma.
Un referente importante en esta reconstrucción es la lingüista francesa Mari France Patte. Ella hizo una investigación desde la tradición o cosmovisión wayú, ya que comparten la misma raíz lingüística, para armar la gramática añú. Patte hizo el primer diccionario añú, editado por la LUZ (Universidad del Zulia). Otros investigadores como José Quintero, Idelfonso Finol, Amni Ortega, Heberto Ortega, Rafael Nieves, se dedican al estudio científico de esa lengua.

A Jofrys nunca le enseñaron, aprendió por curiosidad, espiando a las mujeres, escondido detrás de las esteras de enea (Tipha sp.) que protegían el territorio femenino donde se sembraban y abonaban los secretos. Una noche, sin querer, lo traicionaron las palabras. La abuela preguntó algo y una sarta de oraciones en añú escaparon por su aliento. La abuela Ana Dolores, ante aquella transgresión, cumplió con rigor escénico su papel y le dio un regaño severo: muchacho, quién te enseñó, dónde aprendiste, te daré una pela.
Aquella noche Jofrys se retiró asustado y perplejo. Horas después, la abuela se acercó al chinchorro donde el niño de siete u ocho años dormitaba y le susurró con una mezcla de dulzura y orgullo: ¿quieres aprender la lengua de tus antepasados?
Él no dijo ni sí ni no, sino que preguntó por qué hablaban así.
“Fue a partir de allí”, nos narra Anny, “que comienza esa construcción. Jofrys se propuso darle cuerpo al habla. Sin él no tuviéramos esta certeza de nuestro idioma. Él es quien nos acerca a ese sonido del añú, que es el sonido de las aguas”.
La mirada de Anny se ausenta un instante. Hacia qué costa viaja, me pregunto.
La palabra y el agua
“Yo me crie en la laguna de Sinamaica. Mi niñez se enmarca en ese silencio que es preponderante y significativo en mis memorias y también en mis recuerdos, que pueden ser imaginarios. Pueblos costeros de la orilla del lago. Pulmón de mangle”, va dibujando Anny, evocativa, el paisaje que la vio nacer y crecer.
“Crecer en un silencio que se ve, te da una percepción de la realidad completamente distinta. Es otra sensorialidad. Más de lo que yo diga, porque no puedo hablarlo, es lo que yo siento, lo que yo contemplo. Nadie sino yo puede acercarse a esa obra de arte que vive en mi memoria. Allí me encuentro, con un respeto impresionante, impregnado de la filosofía de mi abuela. Todavía veo detrás del humo, cocinando el pescado sobre las varas de mangle encendidas para protegernos de los zancudos, la luna reflejada en el agua y el contrapunteo de las luces.
En los palafitos, me veo de niña, descalza, los deditos de mis pies rozando la marea plato, así le decimos cuando está completamente serena. Yo veía esa escarcha de luna venir hacia mí, su color blanco y aquella forma desdibujada en el agua. Cuando colocaba mis deditos se abrían las gotitas como los surcos que abren los peces en el agua. Para mí ese es un recuerdo que me da tanta clama, tanta poesía. Y esa imagen de mí, despelucada, sin preocuparme de mi imagen porque lo que estoy viviendo en el momento me interesa más. Esa es la adrenalina que nosotros vivimos día a día. Cuando pasas de un palafito a otro y hay un hueco entre ellos que te puede dejar caer. O cuando vas por el lago en una lancha escondida entre redes y peces…

A mí me llaman la niña de la red
Esto me pasó a mí en Santa Rosa de Agua.
Mis hermanos iban a pescar y yo me metí dentro de la lancha. Me escondí en un rincón, guardada entre las redes. Cuando mis hermanos sacaron la red en medio del lago, estaba yo enredadita como pescado. Cuando abrieron la red y la extendieron, yo casi salgo volando. ¡Se llevaron un susto, vieron mis ojos grandotes, asombrados, mi cabello espelucado, casi desnuda y oliendo a pescado! Se asustaron, si no hemos pescado todavía, qué será esto. Era yo.
Crecí como una niña de la selva, no tuve una madre ni un padre que me estuvieran vigilando. Aquella experiencia me gustó tanto, que la repetí dos o tres veces más, estaba atenta cada vez que iban a pescar para incluirme, tendría cuatro o cinco años.
Entonces, independientemente de que yo supiera si era o no era añú, yo lo vivía, lo respiraba. Me identificaba con ese silencio habitado por la sabiduría, el respeto, la madurez de estar presente ante deidades como la Madre Tierra. No todo el mundo tiene la facultad de pensar y expresar ese liderazgo desde esa fibra, desde ese corazón que palpita, como dicen, cada 26 segundos en el Golfo de Guinea. Es desde esa analogía que nosotros vivimos el silencio.
El silencio del que tanto hablo, en mi caso está ligado a mi niñez, mi risa, mi locura, mi desprotección, incluso mi invisibilidad. Desde ese no cuido, me cuido mucho para cuidar.
Siento que ahorita el trabajo que hago en simbología pertenece a ese principio. Sin la experiencia del no cuido, no estuviera ahora cuidando tanto y protegiendo a mi gente y a lo que quisiera proyectar para beneficiar a todos. Ese pálpito perenne, ese respeto, ese silencio te da más respuestas que los libros. Para poder entender y trasmitir el Universo Indígena, mas allá de lo indígena -no es mi intención comparar ni pensar que nuestro universo es mejor o superior a otros universos-, pero para trasmitirlo, necesito sentirlo desde ese silencio que identifica, esa humildad ligada a nuestro génesis. En mi caso ligado a mi niñez.
Proyecto Katowa
Los mangles de Sinamaica no se han salvado del peligro, antes había 150 hectáreas de manglares, ahora solo quedan 100. Para su rescate y protección Anny crea junto a su comunidad el proyecto Katowa, un desarrollo artístico, didáctico y ecológico en pleno territorio lacustre. Un paisaje mágico de plantas acuáticas para limpiar las aguas, viveros de mangle para restaurar la flora, esculturas vivas de raíz de mangle, puentes reciclando polímeros, nichos didácticos para reforzar el habla de la lengua.
Desde su costa íntima, Anny cierra los ojos y respira exhalando el canto del origen:
Hace mucho mucho tiempo, el mundo era pura agua…

2 comentarios
Importante, vital, palabras que alumbran..
Belleza pura….