Los habitantes originarios de estas tierras se movían a través de caminos de mayor o menor envergadura que conformaban una red orgánica y funcional. Tal como en todos los territorios de la tierra que permiten estas construcciones, había vías principales, troncales, ramales, y luego simples veredas. Troncos, ramas, sub ramas, hojas: por el árbol de la vida que son las vías de acceso (también de huida o escape) ha discurrido el ser humano sobre la piel del planeta.
Al llegar los españoles, y con ellos el afán de destrucción y sustitución, varios de aquellos caminos sirvieron de guía y vía natural para la tarea de penetración del territorio. Varios de esos caminos indígenas fueron reforzados y reconvertidos para los nuevos vehículos y las nuevas tareas (caballos para la guerra, mulas y otros animales para la carga de equipos y mercancías; más tarde el ganado vacuno, que era comida que caminaba con sus propias patas) y cuando quedaron habilitados para esa misión mayor que era la conquista y el repoblamiento posterior o simultáneo al genocidio, pasaron a llamarse Caminos Reales. Como si los reyes de mierda hubieran puesto una sola piedra o una sola gota de sudor en su construcción, la faena del apropiamiento de las obras del otro hizo que, incluso desde la palabra, los caminos pasaran a tener presunto propietario.
Todavía quedan y se utilizan varios de estos Caminos Reales, continuación o no de aquellos caminos indígenas. Al norte de Caracas se alza el Camino de los Españoles (otra vaina más) y prácticamente en todas las ciudades y poblaciones de origen colonial hay rastros e historias de estas caminerías legendarias.
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Luego vino una derivación, reconversión o reajuste en la función de esos y otros caminos, y comenzó a hablarse decanos de arrieros. Ya no del Rey sino de unos señores esforzados que cumplían tremenda tarea: comunicaciones, correo, comercio. En los Andes los hay en cantidad, y algunos de ellos han sido preservados al menos en la memoria, por un asunto de orgullo familiar; abundan y emocionan los cuentos del abuelo que fue arriero y fungía como correo, transporte de mercancías y al mismo tiempo cuentero y juglar de aquellas travesías, que eran la mamá de las aventuras: hombres a cargo de muchos kilos de mercancías, bienes y encomiendas, a merced de las bestias, del clima y de los bandoleros.

En Altamira de Cáceres oí a varios señores habar de sus padres y abuelos en términos épicos: “Mi viejo se llevaba un rebaño de dos docenas de reses desde Barinas hasta Mérida, a pie por ese páramo; llegaba allá sin que se le perdiera ni una sola, y le pagaban una miseria”. Luis Uzcátegui, “El Morocho”, conserva el recuerdo de su viejo montañés, cuya esclavitud fue convertida en epopeya: la hazaña que era hacerse responsable de la vida de muchos animales, y a veces también de la vida de personas aparte de la suya propia.
El Morocho, un jodedor y cuentacuentos cuya chispa retumba en aquellos montes, me habló de su papá con ese afecto y esa admiración de todo niño deslumbrado por la enormidad del padre. En una de esas no encontró mejor forma de describir al coloso de esta manera: “Él era bajito y fornido”. Me miró de arriba abajo antes de decirme: “Así como usted. Pero hombre”. Gran carajo.
El relato de las hazañas viene matizado con el conocimiento de la geografía, la cultura y los fantasmas del camino; encantos y aparecidos pueblan esas antiguas vías, ya intransitadas y en desuso debido a la construcción de carreteras y la proliferación de carros a motor, aunque quedan algunas rutas buenas para aventurarse con ánimo turístico o de hambre de palpar la historia del pueblo.
En lo que respecta a su dimensión utilitaria, aquellas jornadas de muchas horas o días ya no son necesarias. ¿Será que volveremos a necesitarlas cuando lo inviable sean la autopista y el carro de matarse de velocidad?
Fabricio Ojeda subió un día de 1957 a los páramos más allá de Niquitao, como reportero de El Nacional, para cubrir una triste noticia; se había estrellado un avión y allá lo mandaron para que hiciera crónicas o reportajes de las labores de búsqueda y rescate de víctimas. El reportero habló del valor y la fuerza incalculable de los señores baquianos y arrieros que guiaron a las tropas de salvamento por la ruta del viejo camino Calderas-Niquitao. Más tarde él mismo habría de regresar a esos parajes, porque la lucha guerrillera le hizo un guiño y captó su atención: en esos caminos que la sociedad “moderna” ha decidido olvidar está el territorio donde pueden acudir el militante y el refundador a comenzar todo de nuevo. Cuando las circunstancias se lo exijan.