José Roberto Duque
Estos comentarios funcionan como apéndice de “Cerveza: historia resumida y algunos datos autóctonos”, de Julián Márquez.
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En el retorcido árbol genealógico de los Machado Zuloaga y sus ramificaciones figuran varios señores que se conectaron con la industria cervecera venezolana desde su lanzamiento en el siglo XIX. Ese mismo árbol, que sigue retorciéndose en ramas y hojarasca hasta el siglo XXI, desemboca en algún punto en una tal María Corina, que para ser justos no tiene la culpa de las malas mañas de sus abuelos. Como en esta página se habla mucho de ciencia tampoco nos está permitido decir, sin comprobación alguna, que las malas mañas se transmiten por vía genética. Pero mira que sí se asoman ciertos atavismos de vez en cuando.
En rigor, los Zuloaga (con don Nicomedes en modo dueño y patriarca del clan, mafia o familia) le entraron públicamente y con todo a la industria cervecera en la década de los 20, hace exactamente 100 años. Nicomedes figura como socio promotor de la Cervecería Caracas, un Carlos Machado Zuloaga como “comprador de parte de la producción de la Cervecería Nacional” (comprador: tipo que compra aquí en 10 y vende más allá en 80) y media docena más de ejemplares Machado y Zuloaga en plan (pran) directivo y propietario. Así que el guarapo fundacional de esta bulliciosa Machado de ahora se incubó en las primeras peas cerveceras caraqueñas.

Veinticinco años antes, desde el inicio mismo de la vendedera de cerveza en Venezuela, desde aquel momento en que abrió la primera cervecería en la esquina de la Torre (frente a la catedral, diagonal a la Plaza Bolívar; específicamente donde ahora mismo en 2023 funciona una tienda de la Red de Arte) ya los tentáculos Zuloaga jugaban al monopolio, a no permitir que nadie más se lucrara de la venta de esa bebida, a menos que perteneciera al clan o mafia familiar o les sirviera desde arriba o desde abajo. El pueblo de Caracas, que siempre ha sido robado y despojado pero nunca ha sido pendejo (porque al menos sabe lo que ocurre a su alrededor) comentaba a finales del XIX el enorme poder de esos Zuloaga, capaces de castrarle la entrada a la industria a cualquier competidor, apoyado por socios poderosos y procedimientos oscuros.
Parece que los Zuloaga y su combo se trajeron los ingredientes de la cerveza pero no trajeron los coroticos surtidores capaces de servirles varios vasos a varios borrachos al instante. Y entonces el expendio se tornaba lento y caótico, porque las cervecitas gustaban mucho. Alguien saltó diciendo que la solución era abrir más cervecerías con distintos dueños, eso que los adoradores de la libre empresa llaman “competencia”. Y los Zuloaga, que como todos los empresarios del mundo promueven con el hocico la competencia pero en la vida real prefieren y procuran que no haya competidores, frenaron toda iniciativa: “if you suck me this”, decían en correcto inglés de Oxford.
Y entonces entra en acción uno de los impresos más prestigiosos y quizá el de mayor solidez del momento: El Cojo Ilustrado.
A ver, todos los dueños de medios tienen derecho a tratar bien a la gente, grupos, partidos, corporaciones y países que les financian la existencia, eso ha sido así toda la vida. Los dueños del Cojo Ilustrado, en un despliegue de defensa a ultranza de estos Zuloaga, que podían aplastarlos sin darles chance ni de estornudar, se lanza en agosto de 1894 un texto que procedemos a “pegar” más abajo, con algunos pasajes subrayados por nosotros, nada más para que ustedes mismos fabriquen sus propios chistes y carcajadas. Es un juego fácil, hágalo usted mismo.

Más del contexto: el populacho de fines del XIX ya sabe o intuye qué cosa es una mafia, qué cosa es un monopolio y qué cosa es una familia multimillonaria. Y apenas empieza a saber lo que es la cerveza, esa bebida que al cabo de pocos años se convirtió en furor y casi en cultura (si fuéramos productores de cebada podría decirse que tenemos cultura cervecera, pero no). El pueblo pobre en esos años bebía aguardientes, la mayoría seguramente artesanales y de fabricación perseguida o ilegal. La cerveza, bebida barata y refrescante, contó con promotores y propagandistas que tardaron en dar con una clave, pero la encontraron. Esta: al bebedor de caña clara, miches y cocuyes es mejor despacharle una botella cuyo contenido lo dejará fulminado en una plaza o en su casa. Pero al consumidor de cerveza, que no se iba a llevar un vaso o botella a su casa, porque eso así de a poquito no rascaba sino que daban más ganas de seguir bebiendo, era conveniente armarle un escenario, una locación, un bebedero adonde pudiera emborracharse, mear y hablar paja. Los botiquines, bares y cantinas en los que Rúkleman ha indagado fueron instalados por los señores propietarios de la cerveza, que le ponían al vendedor una barra, una rocola, unos avisos (muchos por ahí pueden verse, desteñidos) más o menos hacia la década de los 40, cuando comenzó el éxodo en masa hacia las ciudades. No hubiera prosperado la cerveza sin las cervecerías.
Pero (queremos insistir) en 1894 el expendio de birras era uno solo y había que morir ahí. La otra opción era seguir bebiendo esos aguardientes muriáticos hasta perder la razón.
La pieza que sigue a continuación, publicada en El Cojo Ilustrado, intenta “explicarle” a ese populacho qué es lo que está pasando. Y nosotros, un siglo y pico después, nos damos por explicados, ya que el texto de “defensa” revela más cosas de las que seguramente se proponía.
Esto es lo que hay:
En pro de la industria nacional (se conserva la ortografía de la publicación original)
La acogida que ha merecido del público la cerveza nacional parece que ha superado todas las previsiones de la Empresa. A pesar del fuerte capital empleado por los accionistas, de la fe en el éxito y de los conocimientos indisputables del promotor, no era racional erogar mayores sumas en la adquisición de aparatos para las ventas de detal, sin saber antes si la cerveza gustaría y si aquellos aparatos eran de uso práctico aquí. En cuestiones de gusto no se puede fundar ninguna hipótesis. Menos aún cuando esos gustos han de herir o de favorecer, según éllos sean, cuantiosos intereses comerciales. ¿Nuestro país era país cervecero? Más que la idea de lucro, la de beneficencia de las clases proletarias que no pueden regalarse con vinos puros, ha sido el principal objetivo de la Empresa, al tratar de fundar una industria desconocida en el país, y de introducir un producto no generalizado en todas las clases. Ha tenido que marchar con prudencia y esa prudencia se la enrostra como falta gravísima en el criterio de los genios mercantiles que han estado envenenando al pueblo con bebidas que tenían del extranjero la etiqueta y las sustancias químicas con que aquí las preparaban en el antro más sombrío del establecimiento.
¡Monopolio es lo que dicen esas gentes! “La cerveza no es sino para Zuloaga, se hostiliza á los otros industriales, se les pone trabas para que no puedan expender el solicitado licor.”
No son de extrañarse esos ataques; de extrañarse es la extraordinaria demanda del producto, la revolución que ha introducido en los bebedores, y que viene á modificar nuestras costumbres, suavizándolas y corrigiendo á los viciosos, porque es la primera industria nacional que desde el primer momento se ha impuesto en el ánimo de todos, como buena y como útil, sin reclamos interesados ó mentirosos.
Por buena, merece el apoyo de los patriotas; por útil, la defensa, si necesario fuere, de las personas interesadas en el bien común. Esto lo han comprendido de tal modo los caraqueños, que no hay uno, á esta fecha, que pueda dejarse influir con la tristeza de los que ponen malos ojos al indudable éxito de la cervecería.
El Cojo ilustrado, agosto de 1894
