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Un amasijo de cuerpos…

por Jose Roberto Duque
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Un hombre caza megafauna con una punta de flecha en mano. Esa es una imagen recurrente que nos enseñan desde los medios y la educación formal para mostrarnos cómo eran y qué hacían las sociedades que habitaron nuestro territorio hace al menos unos 14.000 años. Parece que se trataba sólo de hombres que corrían sobre la sabana cazando grandes animales. Sin embargo, esa imagen es una pequeña parte de lo que nuestros ancestros hicieron sobre estas tierras. Si contextualizáramos esta escena en la sociedad actual, no habría mucha diferencia en cuanto a un elemento en común: se trata de un paisaje donde no hay rastro de la mujer.

Esta invisibilización y silencio con respecto a la existencia de las mujeres, su trabajo y aporte, rasgo que aún continúa en diferentes formas y bajo otro horizonte de sentido en la actualidad, es transversal a una sociedad que siempre inclina su mirada hacia el hombre. Sin dudas, el sistema patriarcal tiene una larga data. En el caso de la arqueología, por mucho tiempo se trató de arqueólogos buscándose a sí mismos.

La potente señal de la mujer dentro de este registro, ha estado brillando luminosamente, aunque difuminada e invisibilizada. De acuerdo a las investigaciones arqueológicas, las representaciones más claras con respecto al género y lo femenino se encuentran en los yacimientos vinculados a las sociedades tribales, que eran aquellas que ya dominaban la agricultura y se caracterizaban por la generación de una serie de utensilios y herramientas para el trabajo de la tierra, así como la producción de alfarería. De esta manera, si usted observa en algún museo una vasija de cerámica, es muy probable que esté viendo el trabajo de artesanas de una sociedad que practicaba la agricultura.

Al decir “representaciones de género” nos referimos a figurinas de barro, que son figuras humanas de sexo masculino o femenino que se hallan en muchos casos en los contextos funerarios, es decir en enterramientos, generalmente acompañando a los difuntos junto a otros objetos rituales. 

En este sentido se destacan las figurinas elaboradas por las mujeres alfareras que vivieron en la región central, específicamente en la actual Valencia (de 1.000 a 1.500 años antes del presente), y las artesanas que ocuparon la región Andina (siglos XI al XIV), aunque en muchas otras regiones del país también se reporta su presencia en yacimientos arqueológicos. Parece importante que, mientras la iconografía producida por los andinos estaba centrada en la figura masculina, en las sociedades de Valencia era la mujer, pero esta es otra historia a la que regresaremos próximamente.

Probablemente todos hayamos visto alguna vez una figurina de barro; la más conocida es la comúnmente llamada Venus de Tacarigua. Aunque estos objetos nos parezcan alejados de nuestra vida cotidiana, la realidad es que vivimos rodeados de imágenes y figuras que le dan sentido a nuestra vida, a partir de las cuales calificamos y validamos rasgos en la sociedad, como si de figurinas se tratase.

Resaltamos las figurinas ya que son una clara representación del cuerpo de la mujer, mediante la cual probablemente se exponía lo aceptado estéticamente en esas sociedades, quizás no siendo rasgos del común, sino elementos distintivos de los grupos dominantes. Fíjense que hablamos como si de este momento se tratara.

Veamos estos extraños elementos muy comunes en las figuras: la deformación craneal es un rasgo frecuente en la mayoría de las figurinas halladas en esta región. Se trata de un proceso de modificación intencional de los patrones de crecimiento y desarrollo craneanos de algunos miembros del grupo, mediante el uso de aparatos deformadores en los primeros años de vida. Según algunas investigaciones arqueológicas la deformación no era un rasgo generalizado en la población prehispánica, así que la iconografía de mujeres con el cráneo deformado, alude, quizás, a un sector dominante, asociado al segmento con el poder político. 

También se observan en el registro arqueológico representaciones de las mujeres del común, las cuales son extremadamente escasas. Estas representaciones se caracterizan por acabados toscos y no muestran otros rasgos que cabezas, torsos y miembros desnudos. Otro indicador muy asociado a estas representaciones es lo alusivo a la reproducción, observándose la sobredimensión de caderas, vagina, glúteos, además de la alta presencia de embarazos y la posición de parto. 

Como si se tratara de colocarse uñas postizas, hacerse las cejas, realizarse tatuajes, conservar una cintura pequeña, etc., se denota la deformación en las orejas, en las piernas, pinturas corporales, crinejas y otros elementos estéticos que imponían a la mujer la noción de lo aceptable, además de naturalizar la idea de reproducción a juzgar por la cantidad de figurinas embarazadas.

Es importante enmarcar esta suma de rasgos y, más allá de eso, la existencia de las figurinas dentro de las sociedades que las produjeron, pero además también entender esta realidad a partir de nuestros propios marcos de referencia, encontrando que son muchas las similitudes y los elementos que nos acercan a nuestros ancestros. No es por casualidad que aún en nuestra sociedad, a pesar del discurso incluyente, las mujeres seguimos siendo invisibilizadas de  nuestro registro arqueológico, signadas por una serie de rasgos que se imponen como lo aceptable estéticamente y que se centran en una narrativa dominada por nuestro carácter reproductivo, tanto así que aún es un tabú el tema de la decisión de las mujeres sobre su cuerpo.

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