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Anotaciones urgentes sobre la enfermedad de la rapidez

por José Roberto Duque
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Aquí, una serie de tips o garrapateos estimulados por la irrupción de algunas personas en rebelión contra los dueños del tiempo, de los ritmos y del derecho de la gente a seguir produciendo cultura, entendida como herencia social y construcción colectiva.

Referencias: este artículo de Carlos Javier González Serrano, y las sucesivas publicaciones de Gabriela Jiménez sobre el tema en su cuenta X.

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La razón o motivo de que la sociedad capitalista celebre la velocidad, lo inmediato, lo rápido y furioso, es el interés de que ese tiempo que los seres esclavizados se niegan a sí mismos se lo entreguen al amo, al propietario. Un esclavo que lo hace todo en tiempo récord se traduce en más ganancias. “El tiempo es oro”: sentencia señorial y patronal devenida dicho popular, que explica muy bien lo que sus promotores quisieran más bien tener bajo llave.

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Dale rápido: no hay ser más deleznado y desprestigiado que aquel que hace las cosas lentamente, a su ritmo.

El ser humano lento es un güevón; el veloz es un paladín.

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No se nos escapa el hecho de que en la guerra no gana el más reflexivo sino el más potente y veloz, pero tampoco podemos dejar de paladear las razones de la victoria de Vietnam sobre EEUU en su momento trágico: el napalm destruyó, arrasó y exterminó plantaciones y vidas humanas en minutos. Pero la cultura vietnamita del arroz y del conocimiento de su territorio, construcción humana de muchos siglos y milenios, estaba ahí para orientar a su pueblo. Una bomba puede matar a miles de seres humanos en segundos, pero no hay artefacto o vértigo capaz de destruir a un pueblo aferrado a sus claves y saberes milenarios.

Puedo perder individualmente una batalla; puedo ganar la guerra al cabo de muchos años de lenta demolición del enemigo que venera la emergencia.

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El caso es que, como esta es una guerra secular, quien se toma su tiempo es mal visto (y está mal dicho: el capital decidió que ese no es SU tiempo); el que termina rápido la tarea es aplaudido, promovido y mostrado como el ejemplo a seguir.

Como la vida es corta (otro dicho que llama a la desesperación) parece que el disfrute consiste en hacer y consumir cosas instantáneas y al instante. Hay comida rápida, música rápida (métanse en la AI llamada Suno y conviértase en compositor en medio minuto), objetos fabricados a la velocidad que exige la urgencia de vender mucho en poco tiempo. Los oficios cuyos cultores producen un objeto después de varios días o semanas de concentración y entrega están devaluados. Es el tiempo de la adoración de las máquinas y apps que resuelven en un minuto lo que a un ser humano o comunidad de seres humanos les toma un mes.

Si tiene tiempo, ganas y paciencia, eche un ojo a este corto documental de Eugenio Monesma, sobre un asunto que tal vez no le importe como venezolano pero seguramente sí como habitante de un planeta hecho por trabajadores:

De estas cosas se está hablando profusamente hace más o menos el tiempo que tienen las computadoras, la digitalización y la automatización de todo sobre el planeta. He aquí un ejemplo de individuo lento que se tardó todo este tiempo para entrarle al tema.

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La hora y media para almorzar que los proletarios del mundo creen que es un derecho y un privilegio es en realidad un insulto y una imposición que hemos aceptado convencional y masivamente. Lo natural sería comer cuando nos da hambre, no cuando al patrón le dé la gana de que comamos.

No existe un registro de la época o momento histórico en que los seres humanos fuimos empujados a desayunar en la mañana, almorzar a mediodía y cenar en la tarde o en la noche. Pero hay algo evidente, y es que ese sistema que nos empuja a comer cuando nos dan permiso es un esquema impuesto, que satisface una necesidad del capitalismo y no de sus esclavos.

Tal vez la metáfora cultural venezolana más dramática y evidente al respecto se lee en lo que ocurrió en el último siglo con la arepa, herencia ancestral de estas regiones. Una arepa de verdad es ese objeto cultural que comienza con la siembra y el cultivo del maíz, continúa con la cosecha, con el desgranado y después el molido o pilado, el amasado y la preparación del budare y el fogón; el proceso para comerse una arepa de verdad dura entonces un poco más de tres meses.

Pero hay que simplificar (rápido, que no tenemos tiempo): nos ahorramos la historia de la sembradera y el cuidado de las mazorcas para que no se las coman los loros silvestres, y comenzamos el conteo desde el momento en que nuestras abuelas o madres se instalaban a hacer esa arepa, digamos que el proceso de desgranado y tal comienza a las 5 de la mañana y esa arepa está lista a las 7. Es un ritual donde no faltan el café y la conversa, la ternura y la música de fondo y un par de cuentos al calor de lo que era el hogar.

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Pero esa sociedad ya no existe y probablemente ya no es viable, porque hay que darle rápido: esa arepa tiene que estar lista en 5 minutos y para eso la ciudad industrial produjo la harina precocida y el tostiarepa. Arepa rápida, arepa al instante; creo que ya se ha dicho bastante que esa arepa de urgencia ya no es una arepa, pero a los esclavos de esta sociedad no nos importa porque esa seudoarepa nos hace ahorrar tiempo y trabajo.

¿Y para qué empleamos ese tiempo “ahorrado”? ¿Para hacer cosas que nos gustan, para dedicárselo a nuestra gente, para crear, para culear? Tal vez haya privilegiados que sí lo aprovechen para esas cosas útiles y sublimes, pero las cosas están diseñadas de manera tal que ese tiempo que se ahorra ese esclavo, si logra sortear el vértigo de la ciudad, del transporte y de los imprevistos, no es para él sino para el patrón, Estado o corporación que le paga.

El tiempo es oro, pero no para nosotros sino para los dueños del oro.

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1 comentario

PANAOCHENTERO 6 junio 2024 - 18:56

SERÉ BREVE NO HAY TIEMPO…

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