Siempre que se habla de nuestra relación con el entorno aparece la palabra “equilibrio” como un estado deseable. Desde que Rachel Carson denunciara los excesos de las prácticas humanas sobre el resto de la naturaleza se plantearon muchas alternativas: Desde aquellas preservacionistas que planteaban dejar intacta a la naturaleza hasta otras que invirtieron esfuerzos en demostrar cómo llegar a ese estado en el que pudiéramos vivir y dejar vivir lo que nos rodea.
Una idea exhaustivamente planteada en este espacio de letras es partir del hecho de que somos parte de la naturaleza, por lo que “vivir” para nuestra especie ya debería concebirse como un estado de equilibrio. Otra cosa es lo que ha pasado, sobre todo después de la Gran Aceleración (Antropoceno o Capitaloceno), ese período que comenzó en 1950 y en el que se hizo exponencial el modelo de desarrollo basado en el escalamiento de la extracción de materia prima, y también de la producción de desechos.
Aunque el tema ha sido discutido en distintas áreas de la ciencia, lo cierto es que, más que equilibrio, lo que hay en la naturaleza es complejidad. El mundo natural se encuentra en un estado de transformación interminable.
La Tierra es un sistema complejo no lineal, impredecible y caótico. De esos que se definen por no tener relaciones estrictas de causa y efecto entre las diferentes partes, una ligera diferencia en la condición inicial de una parte puede afectar el resultado de un proceso y generar otros diferentes e impredecibles. Aquella metáfora desarrollada por el meteorólogo Ed Lorenz dice que el batir de alas de mariposa en China puede provocar lluvia en lugar de sol en Nueva York.

Esto es lo que ocurre con muchos pronósticos meteorológicos (que buscan predecir el clima de los próximos días), pero también con los pronósticos climáticos (que buscan predecir cómo será el clima dentro de meses o años).
Lo de “caotico” no quiere decir que nunca se ha podido predecir nada, si así fuera no existiría, por ejemplo, la agricultura. Cada grupo humano enfrenta ciclos y trata de adaptar su vida en función de cuándo lloverá o nevará, cuándo habrá sequía y calor o cuándo no. La estacionalidad es fundamental para nuestros sistemas alimentarios, y también para otras actividades económicas.
El Sur Global posee la rara coincidencia de enfrentar tifones, huracanes o ciclones, según la región en donde ocurran. Se trata de eventos meteorológicos que alteran la dinámica económica y social de muchos países, sin embargo cada uno se ha adaptado porque sus frecuencias e intensidades no habían variado de manera tan indeterminada como ahora. La crisis climática ya está haciendo que se extremen las variables que constituyen a estos eventos, es decir, a temperaturas más altas las lluvias se desarrollan con distintos patrones y las consecuencias son más caóticas y complejas.
Desde hace más de un año las noticias han estado hablando de la Circulación Meridional de la Corriente Oceánica Atlántica (AMOC, por sus siglas en inglés). Se trata de una corriente oceánica que transporta calor desde el trópico hacia el norte del Atlántico y regula el clima al redistribuir el calor a lo largo de esa zona, influyendo en los patrones climáticos tanto a nivel regional como global.

Según investigaciones de finales de la década pasada, esta corriente estaba en su punto más débil en 1600 años debido al calentamiento global, además, los investigadores detectaron señales de advertencia de un punto de inflexión en 2021. Una de las causas del colapso de esta corriente es la afluencia de agua dulce procedente del acelerado derretimiento de la capa de hielo de Groenlandia y otras fuentes.
Por cuestiones de aleteos y mariposas, la AMOC en proceso de desaceleración puede alterar las lluvias de las que dependen miles de millones de personas para alimentarse en India, América del Sur y África occidental. Además se pronostica que aumentarían las tormentas y bajarían las temperaturas en Europa, provocaría un aumento del nivel del mar en la costa oriental de América del Norte y pondría en peligro, aún más, la selva amazónica y las capas de hielo de la Antártida.
Se trata de procesos en los que las consecuencias pueden reproducirse de manera indeterminada, por lo que dichos pronósticos reciben críticas desde todas partes, unos critican que son conservadores mientras, al parecer, la porción de la población que no quiere consumir noticias subió del 29 al 39%. La AMOC se ha convertido en el asteroide aquel de la película “No miren arriba”, nadie quiere entender la cosa, menos pensar en sus consecuencias para no parecer pesimista.
En Venezuela casi no se escuchaba hablar de ondas tropicales como ahora. Respecto a los efectos de los huracanes o vaguadas, también se ha normalizado ver a gente teniendo que tomar un mototaxi para cruzar una calle, puede pasar en Caracas o Nueva Delhi.
Para este año el Servicio Meteorológico Nacional de la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica (NOAA, por sus siglas en inglés) ha planteado que el aumento de la temperatura del mar, sumado a la influencia del fenómeno La Niña, dibujan un escenario poco usual en el que la temporada de huracanes de 2024 sería más intensa de lo normal.
Las zonas costeras comienzan a prepararse para situaciones que dejarán de ser eventuales para ser normales cada año, aumentos de temperatura en esta especie de río subacuático que recorre el Atlántico derivan en aumento del nivel del mar y ya afectan la frecuencia de las inundaciones a lo largo de la costa sureste de los Estados Unidos.

Más que una ola que nos llevará a todos, la crisis se va manifestando en forma de colapsos localizados y no hay forma de huir hacia adelante, aunque nuestras élites se empeñen. Con esto no se quiere decir que la actitud perfecta sea la zozobra, ningún cuerpo ni mente soportan estar en alerta tanto tiempo, mucho menos nuestro pueblo tan asediado entre 2014 y 2020.
A una sociedad politizada como la venezolana le toca pensar en su vía hacia la adaptación a la crisis climática y preguntarse si el modo “darwinista” en el que nos obligan a vivir las sanciones y bloqueos será el adecuado. Debe ser una discusión de toda la sociedad, que trascienda los auditorios académicos.
El Estado ha ido aprendiendo a asumir la gestión del riesgo como una herramienta efectiva para enfrentar la crisis, pero su complejidad y caos siempre exigirán más. Así como hemos sido referencia para enfrentar el monstruoso asedio económico de las sanciones, quizás encendamos una chispa que se junte con otras y con gente que sueña un mundo sin esclavos, desplazados ni devastación.
Luego, transversal a la crisis, está la transición socioecológica, toca discutir y diseñar los pasos hacia ese mundo en el que la complejidad no sea una condena. Pensar nuestro rol geopolítico más allá de la mina y la deuda externa, que es humana y, por tanto, ecológica.
Más allá del riesgo, la crisis se presenta como una oportunidad de cambiar el rumbo, así como lo exige la historia, lo exigen las nuevas realidades, como la vida misma.