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Monte y Culebra | En el umbral del Esequibo

por José Roberto Duque
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José Roberto Duque

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Siete años se van a cumplir pronto de una incursión que no dudo en calificar como emocionante, porque todo acto que parezca una aventura emociona; anduve por los lados de Nuevo Callao, un campamento minero ubicado en el municipio Sifontes del estado Bolívar, al sureste de Tumeremo, más cerca del territorio Esequibo que de Brasil y más cerca de Brasil que de Caracas. Es la reserva forestal de Imataca. Debo decir, también, que no por emocionante fue del todo agradable esa incursión, cuyo objeto primordial era hurgar en los vericuetos del entonces recién decretado Arco Minero del Orinoco.

Pero al grano. En general aquellos recorridos me dejaron una mala vibra del carajo, pero queda también el agradecimiento por haber conocido un pedazo de Venezuela perdido en los mapas políticos, y un montón de historias de esas que le arrullarán a uno la memoria antes que se borre. Algunas de esas historias las escribí por ahí en algún blog, y otras sencillamente las fui bloqueando o dejando en el camino. Esta es una versión resumida; contiene un par de datos que se parecen bastante a este portal y a esta revista digital.

Pueblo o campamento minero de Nuevo Callao

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En esa zona, antes del renacer del oro la fiebre era de balatá.

En este territorio selvático del estado Bolívar la explotación del caucho llegó a ser mucho más rentable que la del oro, más o menos hasta mediados del siglo XX. Era una actividad ruda. “Ruda” es el eufemismo; la cosa era en realidad cruel e inhumana.

A los miles de hombres que venían a extraer de un coloso vegetal la materia prima del caucho los llamaban “pulgueros”. Eran los obreros encargados de trepar a un árbol alto y robusto que llamaban pulgo, hacerles cortes transversales que hacían drenar la savia, un líquido blanco y viscoso, hacia un canal principal, en cuyo extremo inferior se colocaba una especie de canal metálico. Por allí corría el liquido e iba a parar a un recipiente. Ese recipiente era puesto en el fuego y la sustancia se iba convirtiendo en una pelota de goma que se vendía a buen precio. Suena fácil y hasta divertido el trabajo, pero el paludismo y los accidentes laborales diezmaron a legiones de estos trabajadores.

Todavía se pueden ver, en la vía que va desde la comunidad kariña Los Guaica hasta Pueblo Viejo (centro fundacional de Nuevo Callao), e incluso más adentro entre las actuales minas de oro, algunos de esos árboles centenarios objeto de explotación. Les haces un pequeño corte levantando la corteza y la leche del caucho vuelve a fluir.

Heridas en el pulgo, fuente del balatá

Marcos Rivero y Luis Gerónimo Marcano conservan algo más que el simple cuento/testimonio de los viejos: el primero vio muchas veces al pasar algunos de aquellos canales recolectores incrustados en los árboles, pero cuando adquirió conciencia del valor patrimonial de esos objetos fue a ver si recuperaba alguno y ya no quedaban rastros. Marcano tuvo más sentido de la oportunidad y conserva una “espuela”, implemento que los pulgueros se colocaban a la altura de los tobillos para ayudarse a trepar por los troncos hasta arriba.

La vía que conduce desde Tumeremo hasta Nuevo Callao es asfaltada hasta un punto; es la Troncal 10, la carretera nacional que comunica con La Gran Sabana. Luego hay que desviarse hacia el este por una vía de tierra, transitable por un corto trecho para cualquier vehículo en buenas condiciones, y de pronto se convierte en una pequeña pesadilla en la que sólo se puede seguir en una buena Toyota (las hazañas cotidianas han inmortalizado esta marca japonesa), en moto o a pie. La otra opción es un helicóptero (el pájaro, lo llaman), pero hace unos años este medio de transporte dejó de ser una alternativa viable, por los costos.

Muy contadas veces, sobre todo en casos de emergencia, todavía en 2017 los pobladores de Nuevo Callao solicitaban uno por teléfono a la compañía Ranger, pero tenían que estar dispuestos a pagar el precio: 30 gramas de oro o 60 millones de bolívares (ve tú a saber cuántas devaluaciones atrás), por una “carrerita” hasta Tumeremo, que dura unos pocos minutos. Hacia el año 1996 los estudiantes y la maestra de la escuela de Rancho de Lata (un sector del núcleo fundacional de Nuevo Callao) se trasladaban en helicóptero desde la orilla del río Botanamo hasta la sede del plantel ubicada a unos dos kilómetros. Ahora ese corto trayecto se hace por picas y caminos.

Tumeremo queda a unos 60 kilómetros de Nuevo Callao, pero por ese intento de carretera (una pica, en el lenguaje popular de los lugareños) puede uno invertir hoy entre una hora y media y doce horas, dependiendo de las condiciones climáticas, las del terreno y las del vehículo en que uno se mueva. A mediados de noviembre de 2017 hicimos el trayecto en casi 5 horas. Era tiempo de lluvias esporádicas y pasajeras y esa escasa agua es suficiente para llenar el camino de lagunas, repentinas trampas de arcilla, huecos formidables que la Toyota sorteaba ayudada por el winche y sus aliados, los muchos árboles del entorno.

Si uno viaja al descubierto en la parte trasera la faena se agradece si uno va dispuesto a “pasarla distinto”, en clave de aventura memorable para citadinos. Hay un bejuquito insidioso y malasangre lleno de espinas curvas como uñas de gato, que cuelga de los árboles y parece haber sido diseñado especialmente para amagarle la vida a los viajantes distraídos; si uno no lo esquiva a tiempo puede romperle la piel, la ropa o incluso llevarse impunemente un ojo. En la zona lo llaman “jalapatrás”, y créanlo, no podía llevar un mejor nombre esa ramita arañadora y ladilla.

Hay que bajarse y caminar cada tantos kilómetros, porque hay tramos en que la Toyota tiene que lidiar con el menor peso posible contra el barro y a veces se inclina hasta casi voltearse; es difícil decir si esos hombres llevan la camioneta o si la camioneta los lleva a ellos. Uno ha transitado por carreteras feas en la vida, y esta califica como de las más odiosas. Pero cuando uno le comenta esto al chofer de la Toyota el hombre suelta un grito de burla y aporta este otro dato toponímico:

–¡Muchacho!, esta carretera está bella, esto es una autopista. Si quiere ver carretera mala siga hasta Botanamo; antes de llegar hay un pedazo que llaman “La Lambada”.

Quienes no se hayan enterado de que hubo un baile brasileño de moda en toda América en los años 80 sólo tienen que buscar los videos: aquello era una faena hipnotizante, antecedente comercial del twerk y toda esa movida (movida es) en que las garotas agitaban cintura, cadera y culo en un despliegue maravilloso de sensualidad.

Vaya y mire los videos: así mismo se meneaban las toyotas llenas de gente y mercancías al pasar por esa parte de la ruta.

La carretera se convierte en una pequeña pesadilla

Unos kilómetros antes de llegar al río Botanamo (río que es preciso cruzar en chalana artesanal, esperar que la Toyota haga lo mismo y proseguir) los mejor informados informan: “Debajo de la carretera, en esta curva, aparecieron enterrados varios cadáveres el año pasado (2016). El helicóptero donde vinieron los fiscales aterrizó en este punto y aquí mismo uno veía botadas las batas, guantes y mascarillas que usaron los forenses”. Se refería el testimoniante a la masacre de “El Topo”, un acontecimiento espantoso.

En Nuevo Callao hay comunidades kariña que viven de la caza y la pesca, también de sus conucos y de su elemento ancestral por antonomasia: la yuca y sus casabes. No es extraño que de vez en cuando aparezcan por el pueblo vendiendo piezas de cacería: venados, lapas. Los moradores han visto cerca del poblado ejemplares de león barretiao, dos variedades de tigres, ofidios de varios calibres. Las minas de Nuevo Callao están, entonces, en medio de una selva espléndida, remota y peligrosa en muchos sentidos.

Lo que dejaron los “gringos”

El campamento y zona de explotación de la Greenwich Resources, una transnacional que los mineros sacaron a la fuerza en una rebelión en 1995, había requerido el arrase de buena parte de la vegetación circundante, por razones operativas: utilizaron la madera para construir casas y para mover los molinos y otra maquinaria industrial, que era a vapor. Fue lenta pero sostenida la recuperación del bosque; ya las zonas donde se levantaban las casas de los “gringos” y algunos equipos abandonados podían verse semicubiertos por la vegetación. También, en trechos de la selva, pueden encontrarse restos de maquinaria e implementos tecnológicos usados para extraer el oro.

Los pobladores habían hecho (recordar: hablamos de 2017) sus casas de madera y techos de zinc. No había nadie construyendo con barro u otros materiales. Todavía abundaban los buenos “palos” de construir: pulgo, pardillo, algarrobo, caramacate, zapatero.

Paso en el río Botanamo

Otros árboles utilitarios de los que se hablaba profusamente era el tacamajaca y el sangre de drago, cuyas cortezas medicinales se emplean para combatir el paludismo.

Una buena sorpresa fue detectar una sólida vocación agrícola en medio del furor minero. Como los pobladores fijos o temporales de este caserío provienen de muchas partes de Venezuela suelen llevar consigo costumbres y prácticas que tienen mucho sentido y pertinencia en estas regiones. Dicen las leyendas o nuestros prejuicios que, como la mayoría de la población minera es nómada y no habituada o dispuesta a echar raíces, la agricultura es totalmente ajena a estos territorios. La realidad en Nuevo Callao derriba esa visión determinista y fatal.

Dentro y en los alrededores de la zona residencial, incluso al lado de los molinos y maquinarias, podían verse conucos organizados, pequeños huertos y sembradíos medianos. Una buena cantidad de plátano, ocumo, yuca, maíz, cambur, lechosa y hortalizas varias. Héctor Franco, quien era entonces trabajador de Minervén y en su juventud participante de la Rebelión de 1995 y fundador del poblado, tenía 19 años sin visitar la zona y quedó sorprendido con este detalle; en los tiempos de la fundación no existía este impulso agrícola.

Consultados al respecto, los pobladores explicaban sin ningún esfuerzo el «misterio»: la gente siembra porque en sus pueblos de origen se sembraba, y porque comprar alimentos representaba un gasto demasiado alto. Cuando la gente iba a Tumeremo aprovechaba para comprar las cosas que no era posible obtener mediante la siembra de vegetales o la cría de animales (azúcar, café, aceite). Pero el carbohidrato duro era proporcionado por los tubérculos y musáceas, y la proteína animal, del entorno; los kariña son buenos cazadores y solían presentarse en el pueblo con pescado y piezas de cacería.

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