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Chile, país del fuego

por Fredy Muñoz Altamiranda
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Cada año Chile arde en candela. Literalmente. Desde las playas centrales, tradicionalmente suben hacia los cerros de la Costa, lenguas de fuego animadas por el viento entrante, y borran en minutos la obra perseverante de las pobrerías en los cerros.

El mes de febrero es el verano. Entre la cordillera de Los Andes y el mar, se concentran núcleos de calor que no se comparan con el calor ecuatorial.

Este es un fogaje reseco y letal, aquel es un vapor asopado, lleno de vida, en el que una cigarra estalla a las seis de la tarde, y de pronto cae un aguacero.

Valparaíso es una de las joyas urbanas del Pacífico. Su puerto cuenta una historia romántica por la que cada verano cientos de miles de chilenos bajan a la rada, más fresca que la cordillera arriba, recorren sus cerros, y se lamentan, año tras año, de los incendios.

Esta vez, en un par de noches desapareció el 20% de la ciudad, ardieron quince mil viviendas, y hasta ahora cuentan ciento doce muertos.

Fue una locura la noche del viernes dos de febrero pasado. El gobernador de la Quinta Región, donde se concentra la tragedia, dice que al mismo tiempo ardieron doce focos de fuego y asegura que su origen es intencional, es decir, alguien los inició con plena conciencia de causar daño.

El fuego consumió, por sus cuatro costados, al Jardín Botánico de Viña del Mar, el borde occidental de la laguna Peñuelas y miles de hectáreas de zonas protegidas, que impedían el progreso del mega proyecto vial periférico de Valparaíso y su conexión con los polos urbanísticos y zonas de recreo de las goteras de Santiago.

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Los movimientos por el agua y la tierra denuncian que el recorrido de los incendios de la Quinta Región, deja despejado el camino a estas obras, que pararán, como todas las que ya existen, en manos de concesionarios privados.

Uno de estos concesionarios detuvo a una caravana de carros de bomberos el mismo día del incendio, porque no pagaban el peaje privado. Ese es el panorama después del fuego: más fuego para el que perdió todo.

Ese mismo día, más al Sur, en la Región de la Araucanía, un fuego encendido hace quinientos años avanzó más de cien mil hectáreas al Norte, y los cerros pelados y ardientes ya tienen propuestas para reforestarse con madera de pino comercial.

Mientras avanzaban los doce incendios de Valparaíso, noventa y dos incendios más consumían el Sur, en las puertas de la Patagonia.

En el centro del país avanza el fantasma del progreso, sacudiendo a fuego limpio las intentonas de justicia social de los sin nombre, y el Sur libra una guerra contra la ancestralidad Mapuche y sus derechos sobre bosques enteros que son quemados adrede para convertir aquellos santuarios en concesiones forestales.

La teoría es que si el árbol de espino que habita las cornisas de la Araucanía, está salvaguardado por normas de protección a la ancestralidad Mapuche, al desaparecer el espino desaparece la protección, y la tierra puede concederse.

El progreso borra con fuego los pequeños avances de los luchadores Mapuche, y de los activistas por la tierra y el agua en Chile.

A todas estas luchas se suma este decenio una nueva: la migración. Las faldas de los cerros de Valparaíso estaban pobladas por chilenos, colombianos, venezolanos, peruanos, bolivianos y haitianos que construyeron ahí, en la mejor vista de la bahía, sus casas de madera y láminas.

La cifra oficial de quince mil casas quemadas no dice cuántas de esas casas eran de migrantes. No tiene por qué. La fatalidad es una sola para todos.

Sin embargo, la situación que sigue a esta tragedia es un desafío que va más allá de la reconstrucción de los ranchos, es un tema social cuya complejidad nadie la mira de frente.

Mientras tanto, la institucionalidad hace alarde de lo que viene para Chile: un futuro sólido en el mercado del Litio, una ampliación de las fortalezas derivadas de la exportación de alimentos.

Son esos discursos los que llenan a los cerros de Valparaíso de migrantes esperanzados por una migaja del capitalismo.

Producir un kilo de litio le costará a los chilenos 25 mil litros de agua. Y cada aguacate que exportan deja sin agua a una familia de cinco miembros.

El progreso sigue agarrado de las greñas ahumadas del extractivismo. Para pensar en un auto Tesla, un departamento en el centro de Santiago, o una casa en los extramuros, tendremos que seguir haciéndole huecos a la tierra para chuparle el agua. Aunque haya toda el agua del mundo, porque la hay. Chile, el país del agua, es también el país del fuego.

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