
Fredy Muñoz Altamiranda | Cambur verde mancha
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En las puertas de la Patagonia chilena un día vivió un toro que tenía los cachos dorados.
Era un animal libre que recorría las sierras de Caliboro y a cuyo paso caía la lluvia. Una lluvia torrencial y necesaria que irrigaba los cultivos y llenaba los abrevaderos.
Por donde el torito pasaba, las vacas quedaban preñadas, los bosques se hacían más oscuros y densos, y en las copas de las araucarias, el brillo alegre de sus cuernos hacía estallar los piñones con una explosión festiva.
Una manada de animales libres lo seguía. Los rebaños de reses y caballos en el Maule eran tan grandes, que no cabían en los potreros, y los vaqueros abrían los encierros para que siguieran al toro de los cuernos de oro.
Por las noches era posible saber donde dormía el torito y su corte, porque el brillo de sus cuernos se alzaba como un par de luceros de verano en la lejanía, y ahí mismo, donde estuvo echado, un nuevo bosque de peumos y alerces nacía, fertilizado con sus resoplidos de chispas doradas.
Así era la vida en las sierras de Linares, hasta que un día alguien, cansado de esa espontánea abundancia decidió cazar al toro y controlar su riqueza.
Los hombres hicieron grupos para acorralarlo. Quemaron un bosque por aquí, otro por allá. Hicieron tanto humo que ya no era posible ver el pico nevado del volcán Longaví.
Secaron esteros, voltearon humedales, y al final lo encontraron esperando y reflejado en las aguas de la oscura laguna de Amagro.
Él en una orilla, rodeado de todos los animales que lo seguían, y los hombres en la otra, con antorchas y hachas en sus manos, dispuestos a someter al torito a sus afanes de control y progreso.
De pronto el espejo de agua oscura de la laguna comenzó a hacerse niebla, y una nube densa envolvió al toro de los cuernos de oro y a algunos de los animales alrededor de él.
La nube ascendió lentamente, coronada por el brillo de los cuernos, alejándose en medio de un torrente de lluvias y ventiscas cruzadas. Subió a Los Andes y se perdió para siempre.
Abajo los hombres, con sus antorchas apagadas, capturaron a los animales que no pudieron irse en la nube con el toro de los cachos de oro.
Los encerraron en los bosques quemados y los mataron uno a uno para fundar una enorme y próspera compañía de charqui, que fue orgullo y fuente de riqueza monetaria de toda la región, hasta hace poco, cuando deshidrataron las carnes del último caballo de aquel grupo.
Desde que el toro con los cachos de oro se fue, los campesinos del Maule, descendientes de aquellos que lo vieron, esperan que alguno de los cúmulos grises que irrumpen entre las montañas, venga guiada por un par de pitones dorados.
Pero los más viejos les recuerdan, como una sentencia, que el toro con los cuernos de oro sólo regresará a quitarle la sed a Caliboro cuando regrese el bosque.
La leyenda del toro con los cuernos de oro es una metáfora viva de la ambición extractivista, dirigida contra los recursos naturales de forma irracional y grosera, en función de hacer dinero.
Toda comunidad de origen campesino en nuestro continente ha visto a un torito con los cuernos de oro. Y lo ha perseguido, y lo ha matado, y aún está sentada en alguna parte, con un cuchillo en la mano, esperando que regrese.
Al pie de los Montes de María, donde pasé mi niñez, hubo una ciénaga llamada “la ciénaga de los negros” porque una vez fue el hogar de cimarrones y manumisos que escaparon del látigo de los ingenios azucareros.
En esa ciénaga y sus alrededores creció el plátano y el ñame como en ninguna otra parte. Sus aguas fueron el hogar de bagres, robalos y bocachicos de escamas negras; peces increíbles que nos alimentaron durante generaciones, y siempre vivieron con nosotros sus ciclos de idas y de subiendas, de acuerdo a los niveles del agua.
Pero cuando llegó el tractor, el terrateniente de la otra orilla cerró las bocas que comunicaban a la ciénaga con los ríos, y el charco putrefacto que propiciaron, hoy es una sabana de pastizales escriturados y ávidos de nitrógeno, para criar ganado genéticamente modificado y dedicado a la exportación, y miles, cientos de miles de matas de palma africana para producir biodiesel.
Allí también matamos al torito de los cuernos de oro. Y en la Mesa de la Tigra, en el estado Anzoátegui del Oriente venezolano, donde están sembrando la soya de la Monsanto, que necesita tanta agua como glifosato, también estamos matando al torito de los cachos de oro.
Y en la Amazonía, donde desaparece una extensión de selva del tamaño de un campo de fútbol cada minuto, para hacer pastizales o buscar oro.
Y en Santurbán, donde el agua baja de los páramos a través de un filtro de piedrecillas de oro y diamantes, a quitarle la sed a los santandereanos, y cuya licitación a la minera Anglo Gold es una batalla titánica que damos los campesinos y los ambientalistas que creemos en la agroecología.
La agroecología, si. Y la permacultura, y el esfuerzo orgánico, y la agricultura regenerativa, y la biodinámica, y la ancestralidad humanizante. Todo eso junto en la más concreta y necesaria revolución que estamos peleando desde el pleistoceno.
Todo eso es lo que nos devolverá al bosque, al agua, y al torito de los cachos dorados.