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El miedo a las inteligencias (así sean artificiales)

por José Roberto Duque
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“Lo más terrible se aprende enseguida y lo hermoso nos cuesta la vida”, dice una canción. Pero ya la civilización abandonó hace rato como método el aprendizaje de claves, reflexiones y datos mediante letras de canciones. Y todos queremos ser, o que nos llamen, civilizados.

Aburrámonos entonces, para que nos consideren gente seria.

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Muy probablemente lo que más inquieta, preocupa o asusta de la Inteligencia Artificial, fuera de “ciertos círculos” (los que imponen tendencias y modas culturosas), sea el nombre o mantra refulgente con que el marketing bautizó ese artificio tecnológico. La IA es un «artificio», porque es artificial y no debería llamarse inteligencia algo cuyo signo, sustancia y razón de ser es la simulación, la imitación y la copia.

Pero atención: el sistema educativo estandarizado como paradigma es uno en el que se premia la capacidad para repetir y acatar discursos, estructuras y razonamientos. Se te premia por demostrar que entendiste y aceptaste dócilmente lo que el profesor mandó a masticar y a digerir de determinada forma. No culpemos entonces a las apps de estar imitando a los imitadores: ladrón que roba a ladrón.

Los cierto es que los usuarios de internet ya empezaron a llamarlo “inteligencia”, y a partir de ese rótulo y de lo que implica ya se desató a maravillar a unos y a preocupar a otros. 

Habrá que reconocer el mucho talento (sin probidad) de los programadores que fueron capaces de crear un ChatGPT y otros dispositivos cibernéticos, que generan o propician intercambios de palabras, imágenes y fórmulas con los usuarios haciéndolos creer que el dispositivo está hablando, respondiendo y además pensando las respuestas. 

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Ejercicio práctico: he tomado el párrafo anterior y lo he sometido a la inteligentísima inteligencia de un tal Rewrite Guru, uno de estos «redactores» online. El resultado es este:

“Habrá que acatar el excesivo razón carente moralidad de los programadores que fueron capaces de engendrar un ChatGPT y otros dispositivos cibernéticos, que generan o propician intercambios de palabras, imágenes y fórmulas con los usuarios haciéndolos admitir que el aparato está hablando, respondiendo, y asimismo pensando las respuestas”.

Imagen «artística» generada por la IA llamada Arthub.ai, a partir de la palabra o instrucción «Cerebro»

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Entre las virtudes que postula u ofrece esta generación de chats presuntamente inteligentes está una tentadora oferta: generar escritos que no aparezcan en los buscadores. Es decir, que nadie pueda acusar a sus usuarios de perpetrar copias o plagios, porque el texto generado es “único”, distinto a los publicados antes, aunque contengan la misma información.

En el ejemplo práctico de acá arriba la promesa es: pones en un cuadro de texto el tema que quieres desarrollar (o ver desarrollado); cualquier personaje, acontecimiento, área o tema, o un texto cualquiera, y la IA te escribe lo mismo pero con otras palabras.

Me he ido enterando de su existencia y utilidades en los reels de Instagram, territorio poblado de especialistas en la materia, que invitan a los niños y jóvenes a hacer trampas en los liceos o escuelas; pones lo mínimo necesario en el cuadro de texto, la bicha escribe la tarea por ti y el profesor jamás encontrará la fuente o el lugar de donde te copiaste la biografía de Cervantes.

En los planteles donde se forma o deforma a niños y adolescentes no tiene por qué ser un problema; con decirle al estudiante que diga o haga en vivo lo que dijo haber hecho en la soledad de su cuarto es suficiente. Chistes y videos demostrativos hay de sobra: el niño a quien su papá pone a descifrar la etiqueta de una botella, letra por letra, y el chamo acierta con implacable eficiencia: P – E – P – S – I – C – O, etcétera.

Cuando termina, el papá le pregunta: “¿Qué dice ahí?”, y el chamo responde: “Refresco”.

La comprobación presencial vendría a ser la prueba decisiva y concluyente. Solo que entonces queda planteada la cuestión de por qué, cómo, en qué momento decidimos que la educación o la formación es un ritual persecutorio, vigilante e interrogador, en vez de una actividad agradable. ¿Qué le hacemos al chamo que “se copia” en lugar de aprenderse de memoria o al caletre unas fórmulas? ¿Lo sacamos del sistema educativo? (malo no sería, regalarle algo que se parezca a la libertad).

Se supone, o nos han hecho suponer, que uno de los objetivos de la tecnología es facilitarle los procesos y la vida a la gente. Bastante se ha discutido y se sigue discutiendo sobre las ventajas y las desventajas de hacer que las cosas se den más fácil.

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Hay otro de estos truculentos artilugios que hacen lo mismo pero con las matemáticas. La página, tecnología o recurso Cymath “resuelve problemas matemáticos en segundos”, dice la «promo» de los influencers en los reels. Pones una fórmula inconclusa o problema cualquiera, y en instantes tienes el resultado, el paso a paso de cómo se resuelve para que lo escribas en el papel como si fueran vainas tuyas.

Tan fácil de “descubrir” como el truco de los textos falsamente originales, eso de que algo o alguien haga las cosas por ti retrotrae a una vieja discusión, cuyo sentido todavía no “le cae” a mucha gente: no es que entender el Teorema de Pitágoras te vaya a servir necesariamente para ganarte la vida o para llenarte de plata si vas a ser abogado, comerciante, beisbolista o malandro. No: pero el proceso mental que queda “desbloqueado” en tu modo de razonar, una vez le descubres la maña o el sentido a lo que postula ese maldito teorema, es algo que sí te va a servir para entender miles de situaciones prácticas.

Fachada o página principal del portal cymath.com

Lo entendí personalmente en un proceso tan pedestre como construir un pobre rancho de madera: no es la fórmula, no es el enunciado aprendido al caletre en la escuela: es la «visión» práctica que se obtiene cuando te esfuerzas por comprender de qué va, cuál es el sentido, cuál es la gracia de tener en mente el cálculo de las áreas y superficies. Millones de personas han podido y logrado «echar» un piso o armar un techo sin saber qué fue lo que ese griego del carajo dijo haber descubierto hace dos mil y pico de años. Pero cuando medio lo entiendes y te toca reforzar ese rancho con vigas, correas y cabillas transversales, la cosa te facilita el trabajo y te hace ahorrar tiempo y más de una arrechera.

Uno que no solo entendió sino que «redescubrió» una clave a punta de mucho pensar mientras trabajaba, sin que ningún matemático se lo dijera, fue el sabio Luis Zambrano, quien llegó al valor, el sentido y la utilidad del número Pi (3,1416…) por pura intuición, porque la mayoría de sus máquinas se basaba en formas y movimientos circulares. Trabajar en construcción, mecánica y carpintería con elementos circulares sin saber qué es eso de Pi, es posible y bastante frecuente. Pero tener a la mano ese valor universal te pone a volar.

Seguro completaste mentalmente la idea: “como el Redbull”.

El tipo de asociaciones mentales a que nos empuja automáticamente el capitalismo es totalmente planificado, diseñado, inteligentemente calculado.

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A muchas personas las fascinan y maravillan hasta el deslumbramiento las posibilidades de esta generación de procesos llamados Inteligencia Artificial, y miren que ya uno escribe automáticamente al respecto utilizando mayúsculas. “Automáticamente”: como autómatas. Me refería al comienzo, también, a que hay otro amplio sector de ciudadanos a quienes estas cosas les espantan y causan más miedo que aplausos. A uno y a otro grupos sí nos preocupa, en el llegadero o “la chiquita” del análisis, que algunas potestades de la especie humana vayan a degradarse o a cederle espacios a otras entidades no humanas.

Pero el miedo suele llevar a la gente a conclusiones falsas. O exageradas, en el mejor de los casos. Proliferan en estos días por las redes videos y otras comprobaciones de conductas animales: especies que emplean objetos como herramientas, para ayudarse; variedades de insectos y de roedores que “esclavizan” a otras especies para que les hagan trabajo; una variedad de castor que cultiva semillas que más tarde crecerán y les servirán de alimento. “Pájaros agricultores”, grita de asombro el ciberespacio.

Imagen creada o «generada» por Arthub, a partir de la palabra clave «Inteligencia»

Un pájaro (una urraca, para ser más exactos) al que el pico no le alcanza para llegar al agua contenida en una botella, coge una piedra y la mete en la botella para hacerla subir. Los titulares sensacionalistas de TikTok, filtrados a las redes y a algunos medios de información, anuncian asombrados que ese pájaro “se aprendió” el Principio de Arquímedes.

En los casos de las aves mencionadas, la tentación públicamente difundida ha llevado a inferir o concluir que esos pájaros copiaron la conducta y procedimientos de los seres humanos. Nuestro arquitecto Fruto Vivas, en su libro “Las casas más sencillas”, inicia el recuento de los tipos de vivienda mostrando la simple y sabia construcción de los nidos de algunas aves. Más por sensibilidad y humildad que por haber leído mucho, Fruto sabía que es bastante probable que los seres humanos hayan copiado de los animales algunos métodos y decisiones respecto al hábitat, y no al revés. Pero siempre habrá académicos e ignorantes (y académicos ignorantes) que crean que la arquitectura y la construcción de viviendas es algo que se inventó en las universidades.

Sobre el espanto: nos da risa un loro porque a veces dice cosas graciosas. Pero nos genera una sensación incómoda e indescriptible la idea de que cualquier otro ente hable o responda con alguna lógica. Allí está el escalofriante poema El Cuervo, de Edgar Allan Poe, especie de IA del siglo XIX: ¿cómo puede ser posible que un pájaro, de paso recubierto de misterio y del color que el racismo nos llama a odiar, porque la religión lo relaciona con el mal, se plante frente a un hombre atormentado y le responda cosas que éste sabe pero que no quiere oír?

Nevermore, dice el plumífero en el poema de Allan Poe. En el mundo real los cuervos sí pueden decir palabras, acaso más escalofriantes que esa. Lo que le destruyó la psique al viudo solitario del poema no fue ese pájaro, sino la percepción de que hay una cosa sobrenatural (o muy natural, pero no humana) diciéndole cosas que suenan lógicas y parecen tener sentido.

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Hollywood y la NASA tienen en común el tiempo, los recursos y el esfuerzo que invierten en desvelarse en busca de inteligencias extraterrestres. Cada cierto tiempo desde esas corporaciones nos sobresaltan con anuncios o titulares que asoman la posibilidad de que “no estemos solos” en el universo. Hollywood produce aliens y monstruos con la misma eficacia con que los supertelescopios “descubren” exoplanetas donde, según todas las fantasías seudocientíficas, es posible que haya vida “inteligente”, tal vez similar a la humana.

Un humorista peruano, apodado Sofocleto, se preguntaba en los años 60: “¿Por qué según las películas los extraterrestres son más inteligentes que nosotros, pero menos hermosos?”. Inteligente observación. Pero en este tiempo parece resultar más terrorífica la perspectiva de perder la batalla de la inteligencia, más que la de la belleza. Así que los dueños de la razón “científica” de las hegemonías ponen condiciones al objeto (o sujeto) que andan buscando, antes de catalogarlos como “vida”: bichos capaces de respirar o de moverse (o de fabricar naves interestelares y de descifrar mensajes terrestres), organismos en condiciones de evolucionar hacia especies parecidas a la nuestra, o a las que conocemos.

Les aterra, y tal vez nos quieran inculcar a todos ese terror irracional, la evidencia que cualquiera puede ver y saber más lógica: que si para llamarse “ser vivo” es preciso moverse, mutar e intercambiar energía con el entorno, entonces todo lo que existe está vivo, incluso el aparentemente inmóvil y petrificado “reino” mineral.

Cada planeta, cada asteroide, cada componente del polvo y los gases estelares es una manifestación de vida. Pero las hegemonías siguen invirtiendo millones en busca de la entelequia o posibilidad fantástica o real, pero en cualquier caso inútil, de que un día sus aparatos de estalquear el firmamento vean como una vaina con cabeza y tentáculos nos salude desde la noche de los tiempos. Pulpos siderales chateando con nosotros desde el inconmensurable pasado medido en años-luz.

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Al final, también, le tenemos terror a otra lógica o razón, que Europa abandonó hace siglos para amoldarse al humanismo, a la idea del ser humano como centro y justificación de todo. Sobre todo a quienes nos declaramos ateos nos espanta, porque “se pudiera parecer” a un retorno a lo peor del paradigma medieval, a la escolástica o el culto a las religiones, tener que admitir que en el universo opera una inteligencia anterior al ser humano.

No he dicho “inteligencia superior”, aunque seguramente cierta intelectualidad acostumbrada a atacar a punta de falacias preferirá decir que eso fue lo que dije, para “acusarme” de religioso o de creyente en dioses y güevonadas por el estilo.

He dicho inteligencia anterior a la nuestra: lo que había antes de la especie humana y del planeta Tierra, y cuya organización caótica o no descifrada dio origen y chance de evolucionar o mutar a esta inteligencia nuestra. Habrá quien diga que el ser humano se fabricó a sí mismo y levantó su propia inteligencia a punta de libros y universidades; esos mismos creerán que la Inteligencia Artificial es, en efecto, una entidad inteligente. Es problema de cada quien.

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1 comentario

Julio César Romero 16 abril 2023 - 14:14

verga bien bueno eso.

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